Cuando Alberto encontró a Ayuso
David Torres, 29.05.2025
Aunque ya he escrito varios artículos sobre él, otra vez he tenido que mirar en internet el nombre del novio de Isabel Díaz Ayuso. La verdad, un día de estos tengo que aprendérmelo. Se llama Alberto González Amador, pero todo el mundo —incluidos fiscales, jueces, periodistas y público en general— lo conoce por el apodo de “el novio de Ayuso”. Lo cual demuestra hasta qué punto este hombre es víctima de una injusticia circunstancial, la prueba viviente de que Ortega y Gasset se quedó corto con aquella gracieta de “yo soy yo y mi circunstancia”. En el caso de Alberto, el “yo” se evaporó desde el momento en que conoció a Isabel Díaz Ayuso y ahora mismo, en los juzgados, todo él está hecho de circunstancias.
Es triste eso de ser novio consorte, un hombre florero, como el esposo de Isabel de Inglaterra, otro que ni su padre se acuerda de cómo se llamaba y que sólo estaba ahí en nombre de la simetría monárquica, para guardar el equilibrio de la pareja y facilitar el trabajo a los fotógrafos. En la tarta de bodas de la Comunidad de Madrid, Alberto es el muñeco al lado de la novia, un pobre hombre que vivía feliz y despreocupado hasta que un buen día Ayuso se cruzó en su camino y entonces su vida se fue a pique. Hacia arriba, sí, pero a pique. El amor a veces tiene estas cosas: te complica la existencia con Maseratis, áticos de lujo, Rolex gordos como cebollinos y millones en las cuentas bancarias. Una lástima que ningún buen amigo le advirtiera del peligro: “Ten cuidado, Alberto, no te líes con Ayuso, que todo el que anda a su lado acaba forrándose. Mira sus padres, su hermano, su exnovio. Vas a acabar mal, ya te lo digo”.
En esta particular reedición del conjuro del rey Midas, Alberto cayó en la trampa del amor igual que James Stewart caía en los brazos de Kim Novak en Me enamoré de una bruja. Estaba tan tranquilo trabajando de técnico sanitario, ganando más o menos una miseria al mes y anónimo como todo hijo de vecino, cuando el noviazgo con Ayuso vino a complicarlo todo. Negocios de importación de mascarillas en plena pandemia, contratos millonarios con Quirón Salud, en fin, un espanto. Es normal que cuando uno pasa de facturar ocho mil euros anuales —como el bueno de Alberto en 2017— a facturar más de tres millones y medio en unos pocos años, se haga un lío con la declaración de Hacienda. Declaración fiscal, declaración amorosa, si es que no hay forma humana de aclararse con tanto sinónimo. Demasiada suerte tuvo de que, en lugar del formulario relleno con los errores de rigor y un pufo de 350.000 euros, no les enviara un ramo de rosas y una caja de bombones.
En medio de su viacrucis judicial, Alberto denunció que se han publicado más noticias sobre él que sobre la guerra de Ucrania. Duele que te investiguen por ser la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid —como si uno estuviera casado con Pedro Sánchez—, aunque duele todavía más la pérdida del anonimato. Estas desgracias no le ocurrían cuando era un simple técnico sanitario que no tenía una novia celebérrima, ni ganaba una burrada de millones, ni conducía un Maserati, ni metía las pelotas de pádel, el hilo dental, el dentífrico, el saxofón, el Rólex y las bolsas de plástico en la cuenta de gastos.
Lo más terrible es que, pese a esta hipérbole informativa, aún siguen llamándolo en los titulares “el novio de Ayuso”, precedido por su circunstancia, cuando hasta el donnadie de Volodímir Zelenski tiene nombre y apellidos, y ningún periodista de tres al cuarto se refiere a él como “el ex de Putin”. No hay derecho. Los más optimistas piensan que Ayuso debería dimitir después de la noticia del procesamiento de su novio; los menos optimistas, que debería dimitir del novio. De momento, siguen viviendo juntos en un ático de 158 metros cuadrados donde Ayuso prácticamente no corre el riesgo de tropezarse con Alberto, a menos que vaya con gafas y peluca.

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