La única certidumbre
Gallardón parece ignorar la principal obligación en tiempos de guerra o grave crisis: no aumentar el sufrimiento.
Soledad Gallego-Díaz 29 JUL 2012 - 00:00 CET
El problema con Alberto Ruiz-Gallardón desde que es ministro de Justicia es que puede provocar la parálisis en quienes le escuchan. El pasmo, la suspensión o pérdida de los sentidos están causados, fundamentalmente, por la dificultad para encontrar el adjetivo que mejor le cuadra a él y a sus declaraciones. Las últimas, anunciando su intención de modificar la ley para impedir que las mujeres puedan interrumpir su embarazo cuando se detectan malformaciones en el feto, es decir, una de las pocas cosas en las que seguramente están de acuerdo el 90% de los españoles, reducen todavía más el campo de elección.
Si no fuera por las graves consecuencias que podría acarrear su anuncio y su actitud, se podría cerrar el debate sobre Ruiz-Gallardón recurriendo a una expresión inglesa muy gráfica: “scatterbrained”, donde “scatter” significa derramar, y “brain”, cerebro, y que suele acompañar a personas atolondradas, con poco crédito. En el campo político, quizá podría calificar a quienes se deslizan por un tobogán de irrelevancia.
Cabe la posibilidad de que Gallardón crea una de estas dos cosas: que su futuro político, y su expresa aspiración a sustituir un día a Mariano Rajoy, pasa por conectar con la derecha religiosa más reaccionaria, lo que abundaría en su condición de atolondrado o de “scatterbrained”, o que crea estar echándole un capote al presidente del Gobierno, distrayendo la atención de los ciudadanos de la grave situación económica que padecen, lo que tampoco sería síntoma de gran clarividencia. Porque es muy difícil que los ciudadanos dejen de tener presente en el día a día que la crisis ha llevado a más de cinco millones y medio de españoles al paro y que se anuncia otro millón más. Difícil que no se espanten ante la noticia de que más del 50% de los jóvenes españoles no tienen empleo y no podrán conseguirlo en mucho tiempo.
Por mucho que la atención política esté centrada en la prima de riesgo, en las reacciones del Banco Central Europeo o en la marcha de la Bolsa, y por mucho que se realicen maniobras de distracción, la realidad es que la atención pública sigue centrada en la angustia que producen unas cifras de paro que continúan subiendo y para las que el Gobierno no es capaz de ofrecer el menor alivio.
Las grandes crisis de empleo son como las guerras. Y como cuenta el historiador y periodista sueco Peter Englund en su último libro, en el que recoge el testimonio de una veintena de vidas anónimas que padecieron la I Gran Guerra: “Dos de esos veinte cayeron en combates, dos fueron prisioneros, dos fueron héroes homenajeados y dos acabaron siendo físicamente unas piltrafas. Uno perdió literalmente la razón. Otro no oyó ni un solo disparo. Pero a todos les unió el hecho de que a cada uno de ellos se les robó algo, la juventud, la esperanza...”. Las grandes crisis de paro masivo terminan también robándole algo valioso a todo el mundo: la humanidad.
En las guerras, explica Englund (como en las grandes crisis económicas, se podría decir hoy), la información existe, pero es casi siempre insuficiente, “lo que hace que haya que recurrir a conjeturas, figuraciones, ideas fijas (…), rumores”. La característica de una guerra es que uno no sabe lo que está pasando y que no tiene idea de lo que va a pasar la semana o el mes siguiente. La incertidumbre. Es asombroso que una sociedad tan sofisticada como la actual esté experimentando esa misma atroz sensación de incertidumbre. Que en un mundo tan aparentemente complejo y refinado como la sociedad occidental, cunda la misma imposibilidad de que exista “una firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar”.
Quizá la única certidumbre que podemos tener los seres humanos en épocas como esta es precisamente que existe la obligación de no contribuir a aumentar el dolor, eso que parece despreciar con tanto desdén y tanta frivolidad nuestro ministro de Justicia.
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