La semana pasada murió una tía muy querida, Pilín, realmente el núcleo social de mi familia en Tenerife, el centro de mis tíos y tías, de todos mis primos y mis parientes, la tía que todo el mundo quiere, dentro y fuera de la familia. Pues esta tarde se celebraba la misa de duelo y allí volvimos a reunirnos familia y amigos, los cercanos, los menos, los que viven fuera y han venido -como mi tía Mª Nieves y mi prima Fernanda- (parte de mi familia de Las Palmas, por los que siento un afecto especial por muchas cosas). No entiendo las misas de duelo, pues vuelve a revivirse la tristeza de la muerte, los abrazos de dolor, los lloros; y, aunque para la generación de nuestros padres es algo natural, no deja de ser un acto un poco masoquista. Lo bueno es que podemos volver a ver a muchas de las personas que, por una cosa u otra, no forman parte de nuestro círculo y esto siempre aporta alegría compensatoria. La misa, absurda como siempre, tópica y con un cura cursi empeñado en echar a los allí presentes del recinto con las palabras: ...y como ya es costumbre templo, el pésame se dará fuera del templo, o sea, ¡váyanse coño! En fin, con la Iglesia hemos topado.
Salida del acto, más vida social, besos, abrazos, preguntas, respuestas, más besos, más abrazos, despedida y cierre. Mi familia a casa unos, al aeropuerto otras; mis amigos a su vida y mi mis perras en casa esperando mi llegada, por lo que después de un rato sociabilizando me monto en la moto y ¡a casa! Allí me esperaban Augusta y Octavia en el jardín y la competición de 4x100 libres en el televisor.
La verdad es que me encantan las Olimpiadas, me reconcilia con el deporte. Mi preferido es la natación, de siempre, y las últimas pruebas han sido realmente emocionantes; lo que me pasa con la ópera en esas tres horas me pasa también en esta competiciones, donde por un momento me evado completamente de lo que me rodea. Mañana más.
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