En casa hasta los 30...
Un 70% de veinteañeros vive con sus padres. Algunos de los que se emanciparon tienen que regresar al domicilio familiar. Abandonaría el país por trabajo el 68% de los jóvenes.
Javier García Pedraz 10 JUL 2012 - 22:35 CET
“Quiero irme de casa, pero no veo el momento. Nunca he contemplado esa posibilidad”, dice Paula con resignación. Tiene 28 años, es maestra de educación primaria y siempre ha vivido en casa de sus padres. Solo ha trabajado en tres ocasiones como profesora en colegios concertados, siempre en periodos cortos. “El tiempo que más trabajé como maestra fueron cuatro meses”, explica. Ahora tiene un contrato de un mes como monitora de ocio con niños de cuatro y cinco años. En agosto volverá al paro y está dispuesta a salir de España para trabajar. Paula es la radiografía de toda una generación: vive en casa de sus padres, como el 67,4% de los jóvenes entre 20 y 29 años, y cambiaría de país para trabajar, como el 68% de la población entre 15 y 35 años, según el estudio La transición de los jóvenes a la vida adulta: crisis económica y emancipación tardía, publicado por la Obra Social de La Caixa.
“La emancipación juvenil ha vuelto a niveles de 2000”, explica Almudena Moreno, doctora en sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona y coordinadora del informe, difundido este martes, revela que los jóvenes entre 16 y 34 años que necesitan la ayuda económica de sus padres para vivir se elevó del 40,7% de 2005 hasta el 44,1% de 2011. Las conclusiones de la investigación, iniciada en enero del año pasado, señalan que la precariedad laboral y el paro están en el origen del problema.
La edad media de abandono del hogar familiar en España se mantiene en 29 años, mientras que en otros países europeos, como Finlandia, se sitúa en los 23. “La diferencia con los finlandeses no solo se explica por factores culturales: los jóvenes cuentan con un apoyo institucional muy diferente”, explica Moreno. La escasa inversión pública destinada a los jóvenes españoles, que es el 2,9% de todo el gasto social, contrasta con el 6,6% del Reino Unido, que se sitúa a la cabeza de la Unión Europea.
Desde 2008, con el inicio de la crisis, aumenta la proporción de personas de hasta 34 años que continúan en el hogar familiar. El dato dibuja una curva ascendente que esconde proyectos vitales que, truncados, descansan en el domicilio familiar o vuelven a él.
Es el caso de David García, farmacéutico de 27 años al que le gustaría vivir con su novia, de la misma edad, farmacéutica como él y estudiante de posgrado sin beca. Aunque desde hace cuatro meses cobra “algo más de 1.000 euros” por explicarle a los médicos los principios activos con los que experimentan en los ensayos clínicos, la temporalidad le impide independizarse. Su contrato termina en octubre, aunque ha dejado de darle importancia a la estabilidad. “Te echan por cuatro perras”, dice con sorna en referencia a la última reforma laboral del Gobierno que abarata el despido de los contratos fijos.
Un dato que se les escapa tanto a académicos como al Instituto Nacional de Estadística (INE) es la cantidad de jóvenes que vuelven a casa de sus padres después de haberse independizado. Es lo que el sociólogo Alessandro Gentile, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, llama “boomerang kids”: chicos que entran y salen de casa en función del mercado de trabajo. El estudioso cree que ahora habría que investigar para distinguir entre los jóvenes que viven en casa porque “no les queda otra opción”: “parados o trabajadores precarios, quienes prefieren quedarse en casa y aquellos que, una vez fracasado su ‘itinenario de emancipación’, tienen que volver a casa”.
También hay que diferenciar, explica Gentile, entre las emancipaciones de “la generación de herederos”, aquellos que tienen a su disposición propiedades familiares donde vivir, o que reciben la ayuda económica de los progenitores, y quienes gracias a sus ingresos por trabajar consiguen independizarse.
Daniel Garcés, de 29 años, conoce bien el fenómeno búmeran. Es psicólogo y ha vuelto al domicilio familiar, aunque coordina un programa de pisos para la autonomía de personas con discapacidad por el que cobra unos 1.300 euros mensuales. Cuando hace dos años murió su padre, dejó el piso que compartía para irse a vivir a casa de su madre, que tenía una hipoteca de 900 euros al mes. “A mi madre le quedó una pensión de viudedad con la que no podía hacer frente al crédito que firmó con mi padre cuando contábamos con su salario. Me vine con ella y pagamos la hipoteca juntos”, explica.
A pesar de que la crisis ha afectado especialmente a los jóvenes, estos apenas recurren a los servicios sociales en busca de ayuda. En 2009, solo el 1,2% de los usuarios de servicios sociales fueron jóvenes. Para Antonio López, catedrático de Trabajo Social de la UNED e investigador del estudio difundido este martes, esto se explica por la desconfianza de los jóvenes en las instituciones y la clase política, valoran con solo 2,8 puntos sobre 10. “Los jóvenes no acuden a los servicios sociales porque existe una invisibilidad mutua entre las administraciones públicas y los jóvenes, que se deslegitiman entre sí”, explica. “La realidad es que los planes de juventud no cuentan con la participación de los jóvenes. Y es un gran problema”, opina. “¿Hasta cuándo van a mantener las familias a sus hijos?”, se pregunta López.
La familia en España está actuando como un refugio social para los jóvenes, pues aporta recursos y acomoda frustraciones. Para el doctor en Psicología social José Manuel Martínez, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y una referencia académica en cuestiones de juventud, “hay dos puntos de apoyo: por un lado, los amigos, que son grupos de iguales. Padecen los mismos problemas asociados a la crisis y estos se socializan. Por otro, la familia, que ejerce de colchón social para los jóvenes”. Esta realidad permite que las causas de la situación, al ser generales y afectar a miles de personas, se socialicen en vez de ser asumidas de manera individual. El problema de uno es el mismo que el de los otros. Así, la autoestima se ve afectada en menor medida.
Laura Nuño, psicóloga de 27 años, siempre ha vivido en casa de sus padres, que se instalaron en los años 70 en el distrito madrileño de Villaverde. Su contrato como psicóloga comunitaria a jornada partida, por el que percibe poco más de 600 euros, termina a finales de mes y no tiene alternativa al domicilio familiar. “Me quedo en casa, como tantos”, concluye.
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