Dos niños, de 14 y 8 años, leen el Corán el pasado viernes en el salón de su casa, en La Cañada de Hidum en Melilla. / ANTONIO RUIZ
"La música es la flauta de Satán"
Un grupo salafista echa raíces en Melilla e impregna a una minoría de sus costumbres más extremas y rigoristas. Ni oyen música ni se acercan a instrumentos. El conflicto ha llegado hasta un instituto, donde tres niños se niegan a estudiar música porque es “pecado”.
José María Irujo 12 NOV 2011 - 17:24 CET
Los 30 niños de una de las clases de primero de la ESO del Instituto de Educación Secundaria Rusadir de Melilla levantan sus flautas y arrancan una melodía. Las de Suleiman y su primo Abdelkrim (nombres supuestos para proteger su intimidad), ambos de 12 años, reposan sobre sus pupitres dentro de sus fundas. Desde que comenzó el curso, los dos niños se han negado, primero a llevar el instrumento a clase y luego a tocarlo. Esgrimen excusas y evasivas. Lamia, de 14 años, hermana de Suleiman y alumna de tercero en el mismo centro, tampoco quiere estudiar música, aunque mantiene una actitud más dócil. Los tres son españoles.
—Suleiman, ¿por qué no tocas? —pregunta la profesora una vez más.
—No quiero tocar la flauta, no quiero estudiar música.
—¿Por qué?
—No sé… No quiero.
—La música es una asignatura obligatoria. Tú no puedes elegir lo que estudias y lo que no. ¡Coge tu mochila y sal de clase!
Ninguno de los tres niños explica su secreto, ninguno se atreve a confesar a su profesora la razón por la que no quieren estudiar música. Desde niños han oído en su entorno una frase rotunda y turbadora: “La música es la trompeta de Satán”, la encarnación suprema del mal. Suleiman, Abdelkrim y Lamia, también nombre supuesto, temen que el sonido de sus flautas les hechice y empuje al pecado. Ellos no quieren pecar, alguien les ha dicho al oído que los instrumentos musicales están prohibidos en su religión. Como en Afganistán durante el régimen talibán o en Somalia, donde hace un año Moallim Hashi Mohamed Farah, un jefe del grupo islamista Al Shabab, fiel aliado de Al Qaeda, dio 10 días de plazo a las emisoras de radio de Mogadiscio para que pararan la emisión musical.
El salafismo crece en Melilla y sus costumbres más rigoristas comienzan a aflorar en las aulas de algunos colegios públicos. Es la estampa de una minoría creciente que componen algunos taxistas barbudos, mujeres con burka y niqab y mezquitas radicales donde se explica sin rubor que cantar, bailar, ir al teatro, al cine o ver la televisión es pecado. “Pronto nos dirán que el fútbol está prohibido”, augura Fátima, de 25 años, residente en el barrio de la Cañada de Hidum, el más deprimido de la ciudad.
El instituto Rusadir acoge a 1.000 alumnos, casi en su totalidad musulmanes. Se levantó hace una década en el barrio del Tiro Nacional y ostenta el récord de fracaso escolar de la ciudad y uno de los mayores de España. “De cada 200 alumnos que comienzan la ESO, solo terminan 30. Casi la mitad de los padres son analfabetos”, afirma su director, Miguel Ángel López Díaz. A Suleiman y Abdelkrim, los primos que se niegan a estudiar música, no les arrastra esa estadística: los dos son buenos estudiantes.
Sé que la música es mala. Sé que me haría daño a mi cabeza, a mis pensamientos”. Suleimán, 12 años
Suleiman tiene unos enormes ojos negros, cara redonda, pelo corto y una mirada dulce y confiada. Viste un pantalón de chándal azul marino, camiseta blanca y zapatillas deportivas. En Melilla es el día de Aid el Kebir, la fiesta del cordero o el sacrificio, y no ha acudido a clase. “¿Cómo ha conseguido mi dirección?”, pregunta en presencia de Azzid, su padre, un marroquí de 46 años que reside desde hace 21 años en España y se apoya en su furgoneta aparcada frente a su casa.
El niño contesta con monosílabos hasta que por fin se arranca. “La música es mala y no sirve para nada. El año pasado también me negué a estudiar y no me dijeron nada. Me pusieron insuficiente y nada más. Este año han empezado los castigos. Me han castigado tres veces. Me dicen: ‘Coge la mochila y sal fuera’. Un día estuve varias horas castigado y perdí varias clases”.
—¿Por qué es mala la música? Explícamelo.
—Sé que es mala. Sé que me haría daño. A mi cabeza, a mis pensamientos. La música no es buena para las personas. Lo sé desde pequeño. Hay otro niño como yo (su primo) que tampoco quiere estudiarla.
—¿Por qué no das la clase y evitas los castigos?
—No quiero pensarlo. No quiero tentaciones. Nunca estudiaré música aunque tenga que dejar el colegio. Voy a clase, pero no hago nada, no escucho, no aprendo, no participo. Intento pensar en otra cosa. Intento no escucharla.
Azzid, su padre, tiene barba larga, viste una chilaba oscura y pantalones lo suficientemente cortos para dejar ver los tobillos. Es la señal de los que se consideran puros y auténticos musulmanes, un perfil cada vez más frecuente en las calles y en algunas mezquitas de Melilla. Ha vivido y trabajado 15 años en Barcelona, donde nacieron sus dos hijos. Hace seis se estableció en esta ciudad de 71.000 habitantes, la mitad musulmanes, para estar más cerca de su familia marroquí. Azzid elude explicar lo que representa la música para él, pero opina en un perfecto español sobre la postura de su hijo.
—¿Le ha dicho usted al niño que la música es pecado?
—Tiene convicciones muy fuertes e ideas firmes. Sabe lo que quiere desde pequeño. ¿No le parece? Te dicen que aquí hay libertad religiosa, pero no es verdad porque luego te imponen estudiar cosas que van contra tu religión. ¿No es una contradicción?
—La música es una asignatura obligatoria.
—Ya sé que lo es, pero usted ya ha visto que él no la quiere estudiar y yo no le voy a obligar a hacerlo. Que cambien la ley, que le den libertad de estudiarla o no.
—¿No está haciendo el niño lo que le dicen sus padres?
—Es una decisión de él. A la niña, mi otra hija, le pasa lo mismo, tampoco quiere estudiar música. Los dos piensan lo mismo.
Azzid asegura que su hijo no va a ceder y confiesa que se plantea sacarlos del colegio. “Le están rompiendo el corazón y si no le dejan seguir estudiando aquí me lo llevo a cualquier otro país. Yo voy detrás de él. Es buen estudiante, de los mejores de su clase. Le he dicho al director que me ponga por escrito por qué lo echan y yo me lo llevo a otro lado. La última vez que lo recogí después de un castigo estaba amarillo. Le están acosando con los castigos. Está perdiendo la paz que debe tener un niño. ¿Por qué no respetan su forma de pensar y de vivir? Tengo miedo de que esto le afecte y estropeen sus estudios. ¿Quién será el responsable?”.
—¿Usted no se considera responsable?
—No.
¿Cómo se ha enterado dónde vivimos?”, pregunta de nuevo Suleiman antes de atravesar el portal de su casa, cerca de la mezquita central de la ciudad.
A diez minutos a pie de su casa vive la familia de Abdelkrim, su primo. La vivienda está cerrada durante los días de la fiesta del cordero y las calles vacías. La mayoría de los vecinos ha cruzado la frontera para visitar a sus familiares en Marruecos. Hace varias semanas la madre de Abdelkrim acudió envuelta en su burka negro a la puerta del colegio Rusadir, pero no le permitieron entrar. El director había llamado a los padres de ambas familias para informarles de la negativa de los niños a estudiar música.
Miguel Ángel López, director del centro, lo recuerda así: “La profesora de música me avisó de que dos niños se negaban a dar música. No traían la flauta, no hacían los deberes, no tocaban. Cuando vino la madre de uno de ellos, no la dejamos pasar. No puedo hablar con una señora a la que no veo la cara. No está permitido entrar así al instituto. Pasó una hermana del chico, de unos 20 años, y le explicamos que aquí no se estudia a la carta, que la música es una asignatura obligatoria. Le intentamos convencer de que el lenguaje musical es necesario, que es una forma de expresión. Sin decirlo abiertamente reconoció que era una cuestión religiosa, que la familia era muy ortodoxa. Nos dijo que hablaría con sus padres”.
Abdelkrim, de 12 años, acudió al día siguiente con su flauta y asistió a clase. “La puso encima de la mesa, pero no quería tocarla. Creen que la música es pecado, ese es el problema, aunque los niños no lo confiesan. ¿Qué hacemos con un niño que se niega a dar una asignatura? Es la primera vez que nos encontramos con un caso parecido”, asegura el director en su despacho. López tuvo una conversación parecida con Azzid, el padre de Suleiman, y el primero insistió en que la decisión era del menor: “Ve como no quiere, ¿qué quiere que haga yo si no quiere?’, me decía el padre delante del chaval. Tengo miedo que esto se extienda y que contagie a otros niños”. La dirección del instituto Rusadir ha enviado un informe a la dirección de Educación.
Abdelila, de 44 años, natural de Nador (Marruecos), es el imán de la “mezquita blanca”, en la Cañada de Hidum, el centro religioso más rigorista y donde se concentran los barbudos. Abdelila vive aquí desde hace 11 años, pero no habla español, al igual que la mayoria de los 12 imanes marroquíes que dirigen el rezo en las mezquitas de la ciudad. El pasado lunes, día de la fiesta del cordero, sus fieles rezaron en un parking cercano al templo. No acudieron a la gran concentración musulmana, más de 5.000 personas, que subieron a rezar junto al cuartel de la Legión. No quieren mezclarse con ellos. El imán viste una túnica de tonos dorados y descansa sobre una alfombra antes del rezo de media tarde. “Si escuchas música y te toca al corazón, no te llega la lectura del Corán. El islam dice que la música es pecado. Está escrito. La música es lo contrario del Corán y te guía por el mal camino”, afirma con una sonrisa.
—¿Y si la letra habla de paz y amor?
—Da igual el mensaje, da igual la letra. ¿No entiende usted que es un gran pecado? No podemos escucharla, ningún buen musulmán debe oírla. ¿Cómo vamos a permitir que nuestros hijos se contaminen con ella?
Uno de los hijos de Abdelila irrumpe en la habitación contigua a la mezquita y el imán confiesa que el niño no oye música “salvo la de algunos dibujos animados”. “Para el creyente es muy fácil. Hay muchos niños de 14 o 15 años que son muy creyentes. Hay mucha gente que piensa como nosotros, no somos una minoría”. Mohamed, de 34 años, fumigador y fiel de la mezquita, apostilla: “No la oigo desde hace cuatro años. No es buena para el buen musulmán”.
A las 16.20, alrededor de 30 fieles, todos con barbas, todos con túnicas y pantalones que dejan ver los tobillos, entran a rezar. El centro se levantó en 2005, está pintado de blanco y aparece en informes de policía y del CNI. Sus responsables niegan cualquier relación con el salafismo, una de las corrientes más radicales del islam.
Ángel López, director del instituto Rusadir de Melilla: “Tengo miedo que esto se extienda y que contagie a otros niños”
La Cañada de Hidum ostenta la mayor tasa de paro y fracaso escolar. Durante las recientes elecciones a la Asamblea de Melilla) grupos de jóvenes quemaron contenedores en protesta por la victoria del PP, que obtuvo 15 de los 21 escaños. Aseguraban que con Juan José Imbroda, presidente de la ciudad, los planes de empleo no llegarían “nunca” al barrio. La cita con los “extraños” se produce en la carretera que conduce a este barrio, el más marginal. Al anochecer, Mustafá, de 40 años, uno de los impulsores de la “mezquita blanca” charla bajo las estrellas con cinco de sus amigos. Sentados en sillas de tijera visten túnicas oscuras, exhiben orgullosos sus tobillos y largas barbas. Todos cubren la cabeza con gorros de lana o casquetes de punto. Parecen sacados de una estampa de Pakistán o Afganistán. Se saben extraños para los demás, pero presumen de su diferencia. “Apunta esto. Comenzó el islam como algo extraño y volverá a ser extraño como comenzó. Bienaventurados serán los extraños, aquellos que permanecieron firmes mientras los demás se degeneraban”, espeta Mustafá.
Ellos son los “firmes”, el resto, los 5.000 musulmanes que el pasado lunes subieron a rezar unidos junto al cuartel de la Legión, representan a los que se degeneran. “Dicen que son musulmanes, pero no lo son. Muy pocos saben qué es el islam en su esencia pura. Lo utilizan para sus intereses mundanos y materiales. Aparentan una cosa, pero son otra. Nuestra relación con ellos es de indiferencia. Nos pintan como radicales y extremistas. ¿Quiénes son los terroristas? Los que atacan a un país con bombas, matan a niños y mujeres o los que defienden su casa. Cambian el nombre a las cosas”.
Mustafá es el único que habla, los demás escuchan. Todos están casados y tienen hijos pequeños. Ninguno oirá ni cantará una canción. “¡Que hay niños que no quieren estudiar música! ¿Cómo van a estudiar música si está prohibida? Te dicen que si no la estudias te suspenden el curso. Es como vivir en una cárcel grande, como los muros que rodean esta ciudad. La música es para las fieras, la música es la trompeta de Satán”. Osama Bin Laden, el jefe de Al Qaeda muerto hace meses en Abottabad (Pakistán), definía a la música con una frase parecida a la de Mustafá: “La música es la flauta del diablo”.
—¿Por qué es tan mala para vosotros?
—Porque lleva a la gente a hacer cosas ilícitas, porque distrae y contamina.
Mohamed viste una brillante chilaba azul y es el único que se atreve a intervenir mientras habla su compañero. “Hay otros problemas además de la música, en los colegios no te dejan usar el hiyab. Para nosotros el hiyab (pañuelo islámico) es el niqab (la prenda que permite una rejilla en los ojos)”.
La gran mayoría de los musulmanes de Melilla, más de 30.000 personas, no piensan como “los extraños”. “Les das el saludo de paz y ni te contestan. Se creen los puros”, dice Mohamed, uno de los enterradores del cementerio musulmán Arrakma.
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