martes, 12 de mayo de 2015

POBRECITOS

No sin mi subvención
LORENZO SILVA
Soy uno de ellos. Como muchos de mis compañeros, empecé a entrenar de muy pequeño, en campos municipales puestos a disposición de los equipos infantiles de mi ciudad natal, campos construidos y mantenidos con dinero del contribuyente, en terrenos de titularidad pública. En mi ciudad, como en otras muchas, había además subvenciones para favorecer el llamado fútbol de base; de hecho, era más el dinero que se dedicaba a esta finalidad que el destinado, por poner un ejemplo cualquiera, a pagar el personal, el mantenimiento y la renovación de los fondos de las bibliotecas públicas. En fin, en mi barrio, con varias pistas deportivas, ni siquiera había biblioteca pública.
Como era bueno, fui subiendo de categoría, jugaba en equipos cada vez mejores y acabó llegando el momento en el que pude incorporarme a los juveniles de un club importante. Así fue como pasé a jugar en sus categorías inferiores y a entrenar en los campos de que disponía este club. Estaban en parcelas ventajosamente recalificadas en su día, con menos cargas urbanísticas de las que recaen sobre cualquier otro propietario de terrenos; incluso algún campo estaba en terrenos públicos, dados en usufructo al club en condiciones igualmente benignas.
Era lo que los gobernantes creían, más que conveniente, obligado, para apoyar una actividad que daba lustre y renombre a la ciudad y alegraba la vida de los aficionados. Por esa misma razón, un avispado presidente de aquel club logró que el ayuntamiento y la comunidad autónoma comprometieran anualmente fondos para subvencionar esos equipos inferiores, que además extendían el hábito del ejercicio físico entre la chiquillería de la ciudad y, con un poco de suerte, como la que hubo conmigo, contribuirían a que en el futuro una estrella del balompié nacida allí paseara por el mundo el nombre de la ciudad y la comunidad que tan generosamente prestaban su respaldo al club.
Con aquella camiseta debuté en la primera categoría del fútbol nacional, enfrentándome a los jugadores de otros equipos que habían disfrutado de ventajas análogas para formar su cantera, y que amén de todo eso se beneficiaban de avales prestados por administraciones públicas y cajas de ahorros y de una comprensión infinita por parte de Hacienda y la Seguridad Social, en vez de los embargos fulminantes que caían sobre cualquier otro de sus deudores. Para redondear, resultaban agraciados, como mi club, con sustanciosas sumas en derechos televisivos por los que pujaban, contribuyendo a subir los precios, televisiones públicas en trance de quiebra que cada año recibían aportaciones presupuestarias para poder cuadrar sus cuentas. De nuevo, siempre ahí, al quite para ayudarme, el contribuyente.
Merced a esa asistencia financiera estatal, en todos los eslabones de la cadena que lleva a la producción y mantenimiento de un futbolista de élite, he podido cobrar y cobro un salario anual de siete dígitos, lo que arroja una paga semanal de cinco cifras. Durante los últimos años, por una parte de ese dinero, denominado convenientemente 'derechos de imagen', y percibido a través de una sociedad mercantil de la que soy único dueño, me las he apañado para soportar un tipo impositivo efectivo más bajo que los contribuyentes que ganan en un año lo que yo gano de lunes a domingo. Pero he aquí que un ejército de malvados inspectores de Hacienda se ha movilizado para inspeccionarnos a mí y a mis pares y aplicarnos una puñeta que llaman 'valoración de operaciones vinculadas', y que me lleva a tributar como cualquiera que gane lo que yo, nada menos que la mitad de la pasta, en números redondos. Un verdadero atropello.
Por lo cual, hago huelga y os conmino, a todos. Si queréis fútbol, dejadme pagar menos. Seguid subvencionándome.

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