Juan Luis Galiardo se despide de ustedes
Para el fallecido actor, nada personal importaba salvo el arte.
Nuria Barrios 23 JUN 2012 - 00:43 CET
La última vez que Juan Luis Galiardo actuó en público fue la noche del 30 de enero, en el Olivar de Castillejo, un hermoso jardín casi clandestino de Madrid. Yo acababa de publicar un libro de poemas, Nostalgia de Odiseo, y un mes antes le había llamado para pedirle que lo leyera en la presentación.
Me citó en su casa el 25 de diciembre, a las 10 de la mañana. Me abrió la puerta vestido con un albornoz rosa, cruzado en torno a su pecho poderoso de nadador, del que sobresalían las piernas desnudas. Chistándome para no despertar a su mujer, pues la noche anterior habían estado en la misa del gallo y se habían acostado tarde, me llevó al salón y me habló de religión, de política, de cultura, de su familia, de mi padre, a quien él adoraba, de Víctor y Ana Belén, que vivían muy cerca, de su trabajo como actor, del cáncer que creía haber superado. Finalmente, abrió el libro y comenzó a leer. Entonces todo desapareció y resonó una voz más grande que él, más grande que nosotros, y todo adquirió sentido: el piso, la hora, el albornoz, mi confusión... Y yo escuché lo que había escrito como si nunca lo hubiera oído.
Juan Luis aceptó, con enorme generosidad, leer en la presentación y tan solo me pidió que invitara a tres hermanos suyos que viven en Madrid: Vivi, Juan Arturo y Sole. Llegó la noche de la lectura y, antes de salir a la sala donde nos esperaban, entre otros, sus hermanos, se retiró conmigo a una habitación contigua, me hizo cerrar los ojos y, sujetándome las manos, dijo que la lectura que íbamos a realizar era un acto de generosidad en el que no tenían cabida los egos, en el que solo éramos mensajeros de algo más grande, en el que nada personal importaba salvo el arte. Luego abrió los ojos y exclamó: “¡Vamos!”.
Tan pronto salió, bromeó con los asistentes, reconvino a una persona a quien le sonó el móvil y luego comenzó a leer y su voz inmensa salió de la sala y resonó entre los olivos como si invocara a Penélope, mientras todos le mirábamos hipnotizados. Si existía una voz capaz de resucitar a los muertos, era la suya.
Más tarde me enteré de que aquella misma mañana había ido al oncólogo para una revisión y había escuchado lo que nunca hubiera querido oír.
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