¿Son representativas nuestras instituciones?
Los tres poderes del Estado, hoy, en los escalones más bajos de la estima ciudadana.
Santos Juliá 17 JUN 2012 - 00:00 CET
Se han cumplido 50 años de la celebración en Múnich, bajo el paraguas protector del Movimiento Europeo, una reunión de delegados del interior y del exilio con el propósito de aprobar una resolución sobre un proyecto de transición a una situación política regular y estable. Los reunidos recordaron a los Estados miembros de la Comunidad Económica Europea que la incorporación de España, solicitada por el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando M. Castiella, exigía la previa “instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas”.
Dicen los que asistieron a aquel encuentro —Satrústegui, Gil Robles, Ridruejo, Madariaga, Llopis…— que allí se echaron las bases de lo que habría de ser años después la transición política a la democracia. Algo exagerada es la pretensión, puesto que de la reunión quedaron excluidos los comunistas, reducidos a meros observadores. Pero lo que sí manifestó el encuentro, y la resolución finalmente aprobada, fue que la oposición a la dictadura, desde monárquicos liberales a socialistas, equiparaba Europa a instituciones auténticamente representativas y democráticas, y que por muy utópica que por entonces apareciera aquella meta, España podría alcanzarla si Europa —y Estados Unidos— empujaban en esa dirección.
Y como ni Europa ni Estados Unidos empujaron, los españoles tuvieron que apañarse por sí mismos para emprender el camino hacia esas instituciones. Nada genético lo impedía, tampoco una excepcionalidad histórica ni una cultura política. “Si Italia pudo conseguir la democracia parlamentaria…, ¿por qué no podremos hacer nosotros lo mismo algún día en España”, preguntaba José María de la Peña, director del Archivo de Indias de Sevilla, un día de enero de 1961 a Gabriel Jackson. Si Italia pudo, nosotros también podemos: tal era la convicción generalizada a medida que avanzaban los años sesenta; de ahí el empuje que llevó, arriesgando destierros y multas, a aquellos delegados a Múnich.
Arrastrábamos entonces el fardo de una historia contada como fracaso y nuestros mayores habían dictaminado hacía casi un siglo que España era el enfermo de Europa, un enfermo en fase terminal después de la Guerra Civil. Pero desde mediados de los años cincuenta ya habían hecho acto de presencia nuevas generaciones dispuestas a arrojar aquel fardo al basurero de la historia. Y fueron gentes de las generaciones que se habían planteado la pregunta: ¿por qué no como…? las mismas que con las Constituciones alemana e italiana a la vista dotaron al Estado español en 1978 de las instituciones reclamadas por los reunidos en Múnich. En esa construcción nadie quedó excluido: comunistas, socialistas, liberales, derecha. No fue una ampliación de Múnich, fue otra cosa, que nunca habría sido posible si unas generaciones de españoles no se hubieran empeñado en ser en el futuro lo que eran ya en el presente los europeos.
Y ahora, pasados tantos años, ¿son auténticamente representativas aquellas instituciones? Mucha gente cree que no, y tiene buenos motivos para creerlo. ¿A quién representa este Parlamento que no es capaz de crear una comisión que investigue lo que está destrozando a millones de jóvenes en paro? ¿A quién representa un Gobierno que miente a mansalva y que hace hoy lo contrario que prometió ayer sin sentirse en la necesidad de dar explicaciones? ¿A quién representa el Consejo General de un poder del Estado tan fundamental como el judicial, que no es capaz de aclarar qué pasa con los fondos públicos utilizados por su presidente —y no se sabe por cuántos vocales— en asuntos privados? Legislativo, Ejecutivo, Judicial, tres poderes del Estado, hoy, en los escalones más bajos de la estima ciudadana.
Ante un fallo sistémico como el que sufrimos, la tentación es grande de volver a los viejos relatos de la historia de España como un fracaso y echar la culpa a una excepcionalidad española, o a una cultura política entendida como una herencia genética. Es lo que nos faltaba, pero es lo que tendremos si, por un acto de coraje político no se recupera una actitud semejante a la de los reunidos en Múnich: dar la cara, en este caso para investigar lo ocurrido y sacarlo a la luz pública. No hay otra receta, y aun estamos a tiempo, aunque la colonización de las instituciones por la clase política con el propósito de nunca tener que dar cuenta de nada proyecta una sombra de duda sobre su capacidad para devolverles la sustancia representativa que están perdiendo a chorros.
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