Egipto, una transición incierta
La presidencia de un civil, y además islamista, a través de unas elecciones competitivas es una novedad en su historia. Los próximos retos serán la redacción de la Constitución y la elección de un nuevo Parlamento.
Haizam Amirah Fernández 26 JUN 2012 - 00:07 CET
Si no se pone fin a la confusión política y a la división social que han marcado los últimos 16 meses en Egipto, el país se encamina hacia un enfrentamiento interno que podría hacerlo ingobernable. Durante las últimas semanas, los egipcios han presenciado atónitos las sucesivas maniobras de la Junta Militar y del régimen al que representa para acumular poder mediante la manipulación política y polémicas decisiones judiciales.
En febrero de 2011, los egipcios aceptaron el autogolpe militar “amable” que derrocó al presidente Mubarak y se creyeron la promesa del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (la misma Junta Militar que dejó el dictador) de que lideraría una transición que desembocaría en el traspaso de poder a instituciones civiles democráticamente elegidas. Sin embargo, el pasado 17 de junio, los generales recordaron quién manda en el país emitiendo de forma unilateral una declaración constitucional que les otorga enormes poderes legislativos y competencias presupuestarias, al tiempo que limita de forma considerable las prerrogativas del próximo presidente.
La Junta Militar daba así un paso más en su autogolpe, haciéndose con el poder ejecutivo y legislativo, y provocando el rechazo de amplios sectores sociales y de la oposición política, incluidos los Hermanos Musulmanes. Además, los militares reinstauraban unos días antes la ley marcial que les permite detener y encarcelar a civiles sin las mínimas garantías procesales.
El anuncio el pasado domingo de que Mohamed Morsi, el candidato del Partido Libertad y Justicia vinculado a los Hermanos Musulmanes, era el vencedor en las elecciones presidenciales ha sido recibido por muchos como un hecho histórico y un duro golpe para el régimen, representado por el candidato perdedor Ahmed Shafiq, que fue el último primer ministro de Mubarak. Tras una semana de sospechosa tardanza en anunciar el nombre del ganador, se extendió la sensación de que los resultados se habían decidido en negociaciones privadas y no únicamente en las urnas.
La llegada a la presidencia de Egipto de un civil –y además islamista– a través de unas elecciones competitivas es, sin duda, una novedad en la historia moderna de ese país, pero también lo fue la elección democrática del parlamento a principios de este año. A pesar del hito que supuso, éste fue disuelto recientemente por el Tribunal Constitucional (con jueces designados por el expresidente Mubarak), alegando razones jurídicas, aunque motivado en el fondo por la dominación islamista del mismo.
Una primera lectura de lo ocurrido en las últimas semanas indicaría que el régimen no pudo evitar la victoria de Morsi, pues el coste habría sido demasiado elevado. El triunfo de Shafiq habría desencadenado enfrentamientos y, en el peor de los casos, una espiral de violencia como la ocurrida en Argelia tras el golpe militar de 1992. Sin embargo, resulta difícil creer que las Fuerzas Armadas egipcias hayan optado por hacerse el haraquiri político, poniendo en riesgo sus poderes y cuantiosos intereses económicos, que ascienden a más del 30% del PIB. Es posible que los militares, cuya legitimidad adquirida cuando se presentaron como defensoras de las aspiraciones populares de cambio se ha visto dilapidada durante el último año, hayan optado por una estrategia de control de daños.
Muchos esperan ya la próxima maniobra del “estado profundo” (las redes de poder que abarcan a militares e integrantes de los servicios de seguridad, la burocracia, la judicatura, las élites económicas, etc.), tras haber sacrificado al anciano Mubarak y haber dejado perder a Shafiq. Parece evidente que, cuanto más tiempo pasen los islamistas en el poder, más capacidad tendrán de penetrar ese “estado profundo” y transformarlo desde dentro, por lo que las resistencias a que eso ocurra no tardarán en materializarse.
En unos momentos en los que un número creciente de egipcios veía a los militares como la principal fuerza “contrarrevolucionaria”, dirigiendo contra ellos su ira y desencanto, permitir la victoria de Morsi les da un respiro para preparar las dos próximas batallas que se librarán en los próximos meses: la redacción de la constitución y la elección de un nuevo parlamento. De esa forma se da la impresión de que los Hermanos Musulmanes han tenido un gran triunfo, cuando en realidad el nuevo presidente llegará al cargo maniatado y en un contexto de enormes dificultades.
Una clave a tener en cuenta para el futuro inmediato de Egipto es la muy deteriorada situación económica. La economía egipcia se enfrenta a serias dificultades por la caída de ingresos del turismo, la salida de inversiones, la caída de la producción, las reivindicaciones laborales y el clima de incertidumbre reinante. Con unas reservas de divisas suficientes tan sólo para tres meses de importaciones, el panorama socioeconómico que se encontrará el nuevo presidente y su gobierno será alarmante.
A eso hay que añadir que el año fiscal que concluye a finales de junio arroja un elevado déficit y que el nuevo gobierno dispondrá de un presupuesto restrictivo ya decidido por el saliente. Se da por hecho que habrá que recortar subsidios estatales a varios productos como la energía, lo que tendrá un impacto inmediato en los precios y provocará protestas sociales en un país en el que el 40% de la población vive con menos de dos dólares diarios.
Si el presidente recién elegido y su gobierno no encuentran rápidamente nuevas fuentes de ingresos (tal vez en forma de ayudas de países del Golfo o un préstamo del FMI), el malestar social se podría volver en su contra en un plazo corto de tiempo. De ese modo, las expectativas de la población en el cambio se verían defraudadas. Teniendo en cuenta el alto porcentaje de ciudadanos que votaron contra Morsi en las elecciones presidenciales (75,2% en la primera vuelta y 48,3% en la segunda), éste no tendrá fácil su reelección ni los Hermanos Musulmanes pueden contar con repetir sus buenos resultados cuando se vuelvan a celebrar elecciones al parlamento.
En los próximos meses, la Junta Militar que encabeza el mariscal Mohamed Husein Tantawi dirigirá la redacción de la nueva constitución, que será sometida a referéndum, tras el cual se celebrarán elecciones legislativas y, previsiblemente, se volverá a elegir presidente. De seguirse esa secuencia, es probable que Morsi no sea presidente durante más de seis o nueve meses. Durante ese periodo, es previsible que el régimen trate de erosionar el apoyo social que tienen los islamistas. Por si fuera poco, el Tribunal Administrativo de El Cairo examinará en septiembre una denuncia que pide ilegalizar los Hermanos Musulmanes por violar una ley de 2002 que prohíbe la formación de grupos políticos de corte religioso.
Todas las fuerzas políticas y sociales egipcias se enfrentan a grandes retos para evitar que su país se vuelva ingobernable. Por un lado, los Hermanos Musulmanes tendrán que demostrar que quieren y saben representar los intereses de toda la población egipcia, y no sólo de sus seguidores. Por otro lado, los remanentes del antiguo régimen deben optar entre seguir promoviendo la confusión política y la división social o buscar acomodo en un nuevo sistema más abierto y competitivo.
Por su parte, los sectores favorables a un estado civil y democrático tienen el reto de aprender a transformar el idealismo revolucionario en apoyo social por parte de la “mayoría silenciosa” del país. Hasta el momento, han carecido de la visión, la experiencia y el tiempo necesarios para organizarse y unir sus energías para contrarrestar la aparente polarización entre el régimen y los islamistas. Para que eso cambie, sería necesaria la creación de estructuras (partidos, asociaciones, ONG, etc.) que conecten con la sociedad y ofrezcan soluciones a los problemas de los ciudadanos.
El primer capítulo de la “revolución” egipcia se ha cerrado con la elección de Mohamed Morsi como nuevo presidente. Existe mucha incertidumbre sobre el futuro de la transición egipcia, aunque una cosa ha quedado clara: el creciente activismo social de los egipcios, la pérdida del miedo a expresarse y el uso de las tecnologías de la información y la comunicación están cambiando las reglas del juego a las que todos estaban acostumbrados. ¿Serán capaces estos cambios de producir una transformación no sólo en el sistema político del país, sino también en la mentalidad de la población? Los acontecimientos del último año y medio parecen indicar que sí, aunque el proceso no será fácil ni inmediato.
Haizam Amirah Fernández es investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe en el Real Instituto Elcano.