Frans Masereel: sin palabras
Un libro rescata la figura del autor que, a partir de postulados expresionistas e izquierdistas. Se convirtió en el precursor de las novelas gráficas sin texto.
FOTOGALERÍA Paco Roca construye un microrrelato con seis de las ilustraciones de ‘La ciudad’
Borja Hermoso Madrid 1 ABR 2012 - 00:41 CET
¿Qué unió a gente tan variopinta como Thomas Mann, George Grosz, Stephen Zweig, Hermann Hesse, Art Spiegelman, Will Eisner o Romain Rolland? La pasión por la obra de Frans Masereel (Blankenberge, Bélgica, 1889 – Aviñón, Francia, 1972), uno de los más grandes creadores de su generación —la de la primera y segunda décadas del siglo XX— a quien sin embargo la Historia (oficial) del Arte decidió no reservarle una casilla de honor.
Sí lo haría, curiosamente, la Historia del Cómic, cuyos autores, manuales, clasificaciones y recordatorios han coincidido de manera recurrente en concederle todos los honores. Entre ellos, el de considerarle el precursor de un subgénero fascinante, incrustado allá en el cruce de caminos entre la literatura, el cine y la ilustración: la llamada novela en imágenes, a su vez inspiradora de las hoy muy en boga novelas gráficas, aunque sin bocadillos de texto ni viñetas al uso.
La reciente publicación de La ciudad (Nórdica Libros), joya de misterio, angustia y precisión y una de las obras cumbre en la producción gráfica de Masereel, recupera la figura de este electrón libre del mundo de la narración a través de la imagen. A sus 36 años, este pacifista convencido, enamorado perdidamente de la obra de Goya y nacido en el seno de una acomodada familia de Gante, ya había firmado varias obras maestras: Mon livre d’heures (1919), Un fait divers (1920) y Souvenirs de mon pays (1921), entre otros títulos, aunque nada de ello, ni siquiera la relación personal con artistas y escritores consagrados como Grosz o Mann, le habían catapultado a la fama. En todas esas obras, pero de manera destacada en la escalofriante La cité (La ciudad, 1925) Masereel bebe de las amargas fuentes temáticas del expresionismo: angustia, soledad, miseria, rebelión, violencia, sexo, muerte. También de sus fuentes estéticas. Tanto, que Masereel podría haber sido uno más en las paredes de los abundantes museos y exposiciones a la mayor gloria de dioses del expresionismo alemán como Kirchner, Meidner, Pechstein o Heckel. Quizá le faltó a Frans Masereel militar en las filas de movimientos serios como Die Brücke o Der Blaue Reiter en lugar de dedicarse a colaborar en periódicos de Ginebra y París y exhibir, a partir de los años treinta, una indisimulada fascinación por el comunismo de los sóviets.
Pero el caso es que la dimensión de algunos de sus trabajos —y desde luego el escalofriante La ciudad— nada tiene que envidiar, bien al contrario, a los de alguien como Ernst Ludwig Kirchner, quien, como él, engrandeció técnicas como el grabado en madera o la xilografía, aprendidas en el París de principios de siglo.
Un libro como La ciudad y, en general, la obra de Masereel, ha de ser enmarcada en el concepto de lo que el estadounidense Will Eisner, el creador de The Spirit, llamó en su día el arte secuencial (El cómic y el arte secuencial, libro de referencia para cualquiera que quiera entender por fin y para siempre la dimensión del cómic como medio de expresión).
También ha de quedar constatada la clara influencia del cine mudo expresionista en la obra de Masereel: es imposible separar los grabados en madera ejecutados por Masereel para La ciudad con las imágenes de películas como El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene (1920) o el Nosferatu, de Murnau (1922). Por no hablar de la que sin duda observa unos paralelismos más evidentes ya no con el estilo sino con la temática de este libro: Metrópolis, dirigida por Fritz Lang. Pero aquí habría que hablar de influencias a la inversa: la legendaria sinfonía urbana de Lang fue rodada en 1927, es decir, dos años después de la publicación de La ciudad y cuando las pinturas y los grabados de Kirchner eran ya unos clásicos.
El hecho de que, por regla general, los libros de imágenes de Masereel estuvieran vertebrados a razón de una obra por página, como si fueran fotogramas si se van pasando a toda velocidad, no hace más que reforzar esa relación de cercanía con el cine. No por casualidad, le preguntaron a Thomas Mann en 1919 cuál era la película que más le había impresionado hasta la fecha, y el autor de La montaña mágica contestó que Mon libre d’heures, de Frans Masereel… que no era ninguna película sino un libro, un libro que el propio Mann acabaría prologando.
Dueño de un universo tan tenebroso como fiel a la realidad social y política del período de entreguerras, y tan horrible como fascinante, Frans Masereel brinda en este libro, La ciudad, el desolador retrato de lo mejor y de lo peor de que es capaz el ser humano. Es, en ese sentido, un autor de una modernidad que no se agota.
No hay textos, para qué. Tan solo un dantesco blanco y negro para plasmar en toda su crudeza la violencia física y psicológica, la miseria frente a la opulencia, las putas bajo su yugo y las señoronas bajo sus sombreros, y el hollín tiñendo de negro las fábricas y las ventanas de las casas de los pobres.
La ciudad según Masereel tiene ya 87 años, pero sigue vigente. Es lo que, entre otras cosas, define a las obras maestras: la perdurabilidad de su discurso.
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