Nueva York, huellas del crimen
De Manhattan a Harlem, el cine ha marcado la ciudad de los rascacielos con el sello de la mafia. Ahora que la saga de ‘El padrino’ cumple 40 años, visitamos los bajos fondos más emblemáticos.
Borja Hermoso 1 ABR 2012 - 00:17 CET
Esas calles y esa luz, esos gabanes sin fin y esos sombreros de ala ancha, ese pavimento húmedo, ese coche que pasa, ese chasquido, esa inexplicable serenidad de las cosas relacionadas con el destino y la inconfundible sensación de que algo va a ocurrir de manera inmediata, fatal. Así, o con algunas variantes como las sombras de un almacén o la vetusta barra de un bar, suele ser el escenario donde se producen los crímenes cinematográficos ordenados desde arriba por los grandes padrinos y ejecutados desde abajo por los voluntariosos sicarios. Todo –y no solo en el cine, en la realidad, también– transcurre en unos pocos segundos, instantes que dictan sentencias sobre la vida y la muerte.
Así que, cuando se rueda una película sobre mafiosos y se guardan ciertas ambiciones sobre la excelencia del producto, póngase por caso Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, William Friedkin, Brian De Palma, Sergio Leone… todo, absolutamente todo, un auténtico circo de pistas formado por actores, guionistas, fotógrafos, iluminadores, maquilladores y hasta meritorios encargados de cortar el tráfico o preparar bocadillos, ha de estar trenzado, engrasado y dispuesto a la perfección para que la cámara capte y cree la magia, aunque dure seis o siete segundos. ¿Por qué decimos: “Dios, qué bueno es el cine americano”, cuando nos mete a horcajadas en esas secuencias infernales y consigue inyectarles no se sabe qué misterio de lírica y épica? No solo por lo que vemos en primera línea de fuego: también por lo que atisbamos en la segunda y hasta en la tercera, es decir, por lo que pasa detrás, esos mundos secundarios de los que solo una porrada de millones de dólares de presupuesto y el genio de algunos maestros como los arriba mencionados tienen el secreto.
Lo dicho: Coppola en Mott Street, Little Italy, Nueva York, inmortalizando a Marlon Brando por los suelos tras ser tiroteado por los sicarios de Sollozzo; las frutas, rodando; los gánsteres, escapando; Fredo Corleone, sollozando sentado en la acera… El Padrino (1972), principio y fin del cine sobre la Mafia. O Scorsese, retratando la naturaleza esquizoide de Tommy DeVito (Oscar de la Academia al mejor actor secundario para el monumental Joe Pesci) cuando este revienta a patadas a un mafiosi rival que se acababa de burlar de él en un bar: Uno de los nuestros (1990). O Friedkin, en 1971 (The french connection), dos años antes de El exorcista, demostrando que con solo unas miradas puede construirse una obra de arte en apenas segundos, en la secuencia en que el detective Buddy Russo (Roy Scheider) se cruza con el hampón Alain Charnier (Fernando Rey) en el vestíbulo del hotel Roosevelt de Nueva York. O, para cerrar aquí una lista incompleta, pero imprescindible, de cumbres del cine de policías y ladrones, Brian De Palma, montando una auténtica ensalada de tiros –con Al Pacino por medio– en las escaleras mecánicas del Grand Central Terminal de Park Avenue, en una de sus películas más embriagadoras, Carlito’s Way (1993).
El cine y el hampa han conformado un binomio trepidante que ha llenado las salas y provocado un alud de millones a sus productores y de recompensas a sus directores y actores… Aunque ningún aficionado con un mínimo de sentido común se explique alguna que otra injusticia, como la que se produjo con el hecho de que el inmenso Michael Corleone, parido por Al Pacino en la saga de El Padrino, se quedara sin Oscar y, en cambio, lo acabara ganando con la gran bobada titulada Esencia de mujer.
Desde viejos maestros como Josef von Sternberg (La ley del hampa, 1927), Raoul Walsh (Los violentos años veinte, 1939, o Al rojo vivo, 1949, ambas con el inolvidable y temible James Cagney) o Henri Verneuil (El clan de los sicilianos, 1969), hasta los hermanos Coen con su Muerte entre las flores, en 1990, o el propio Brian De Palma siete años antes con Scarface, el precio del poder, por no hablar de un eternamente joven Scorsese con Infiltrados (2006), los gánsteres y sus perseguidores han gozado de una clientela fiel y ávida de novedades. No hay más que fijarse en los recientes y devastadores (para bien) efectos provocados en el público por eso que solemos llamar el cine de la televisión, materializado en series como Los Soprano o The Wire y sus multimillonarias audiencias.
Lo menos que puede decirse es que todo ese patio de butacas amante de las persecuciones, los tiroteos, los ajustes de cuentas y, en general, todo ese código ético cimentado a partes iguales sobre el honor y la traición va a disfrutar con el libro El Nueva York de El Padrino y otras películas de la Mafia (Lunwerg Editores), de reciente aparición. Sus autores, María Adell y Pau Llavador, se patearon durante tres meses y medio la ciudad para edificar todo un catálogo del lugar del crimen. No lo tuvieron fácil. Nueva York es una ciudad que cambia sin parar y a toda velocidad. Así que, en varias ocasiones, se tiraron semanas para poder documentar el lugar exacto de tal o cual escena en tal o cual película, si esto fue un café y ahora es una tienda de zapatos, si aquello era un célebre restaurante frecuentado por capos de la Mafia y hoy es un bloque de apartamentos, etcétera.
En cualquier caso, el resultado es una guía imprescindible para quienes sientan en sus carnes la mitómana vocación de ver y palpar dónde transcurrieron las películas de sus sueños. Una guía turístico-cinematográfica de casas, calles, plazas, iglesias, bares, hoteles, restaurantes, barberías, discotecas, estaciones, puentes, cementerios…
Todo arranca en la mansión de Don Vito Corleone, una casa de paredes blancas y tejado de pizarra, rodeada de árboles centenarios, incrustada en el 110 de Longfellow Road, en Staten Island, una isla residencial situada al suroeste de Manhattan. Aquí comienza la saga de El Padrino, con la celebración de la boda de la hija de Don Vito, memorablemente interpretado por Marlon Brando. “Ningún siciliano es capaz de negar un favor a nadie el día de la boda de su hija”, reza el viejo dicho, y de ahí, la genial mezcla de día de fiesta y día de negocios retratada aquí por Francis Ford Coppola: de un lado, en el jardín, el festejo nupcial. De otro, en el despacho del Don, las audiencias privadas concedidas a sucesivos peticionarios como el cantante Johnny Fontane (inspirado en Frank Sinatra) o Luca Brasi (construido sobre el exboxeador Lenny Montana).
La casa de los Corleone no fue la única localización real que el director artístico Dean Tavoularis tuvo que transformar de forma obsesiva (en algunos casos, durante meses) para poder edificar el universo ideado por Coppola. Otros lugares de la metamorfosis para El Padrino y sus dos secuelas fueron el cementerio de Calvary –donde Coppola sitúa el entierro de Don Vito, con 150 extras, 20 limusinas y 20.000 dólares gastados en flores–, el edificio Mietz –que en la película alberga la Genco Olive Oil, empresa tapadera de los negocios sucios del clan Corleone–, el popular Café Reggio (hoy, meca turística del capuccino), o el número 538 de la Calle 6, donde se encuentra el apartamento del gánster Fanucci, asesinado por el joven Vito (Robert De Niro) en El Padrino II.
“Desde que he tenido uso de razón he querido ser un gánster”: ¿cabe mejor forma de establecer de una vez por todas la profesión de fe de un aspirante a jefe de la Mafia neoyorquina, aun cuando se trata de un adolescente? Es la frase que Martin Scorsese le hace susurrar a Henry Hill (Ray Liotta) en el arranque de Goodfellas (Uno de los nuestros), cuando el joven Ray está admirando el porte y las maneras de los mafiosos del barrio desde la ventana de su casa, en Queens. El frío metálico que decora cafés como el Airline Diner o el Clinton Diner, donde Jimmy Conway (Robert De Niro) destroza el teléfono a golpes cuando se entera del asesinato de su amigo Tommy DeVito, y donde posteriormente se rodarían exitosas series de televisión como Pan Am o Ley y orden, son dos de los escenarios en los que habitualmente paran hoy los autobuses de turistas mitómanos que quieren rendir culto a la película de Scorsese: un monumento al cine mafioso ninguneado por la Academia de Hollywood, excepción hecha del Oscar a Joe Pesci.
La efigie impasible de Fernando Rey en su personaje del gánster francés Alain Charnier y el gesto en permanente alerta del superpoli Jimmy Popeye Doyle (Gene Hackman) simbolizan la tensión dramática de otra de las grandes cintas sobre las mafias y sus perseguidores: The french connection. La película de William Friedkin cuenta, al decir de muchos aficionados, entre ellos María Adell y Pau Llavador, con la mejor persecución automovilística de la historia del cine. Aunque eso es mucho decir si uno se acuerda de Bullit, Diablo sobre ruedas o El mundo está loco, loco, loco, queda claro que Friedkin se emborrachó de su propio genio técnico y logró en The french connection una escena que quedó para el recuerdo: esa en la que el detective Popeye persigue en coche a uno de los secuaces de Charnier a lo largo de 25 manzanas de edificios, las que corren paralelas al metro elevado de Bensonhurst, en Brooklyn, antes de alcanzarle y darle el pasaporte a otra vida en la estación de metro de la Calle 62. Más allá queda Coney Island, otra referencia mítica para los amantes de las películas de la Mafia, y los autores del libro no se olvidan de recomendar la excursión.
Otros preferirán adentrarse en las viejas mesas de madera del McSorley’s Old Ale House y zamparse una pinta de cerveza negra y un emparedado de paté de hígado de cerdo mientras piensa en Sergio Leone y los críos perdidos de Érase una vez en América, o, lo que es lo mismo, una obra maestra como colofón a una carrera de prescindibles spaghetti westerns. La historia de la amistad entre el exgánster David Noodles Aaronson (Robert De Niro… otra vez) y su inseparable Max Bercovicz (James Woods)… El sueño americano o la quimera del gran sueño americano hecha añicos. Otros elegirán seguir la estela de Carlito Brigante por Gay Street; otros, la magia suntuosa del Cotton Club en la película homónima de Coppola, y otros querrán aferrarse como lapas a una de las biografías más surreales e inolvidables del cine: la de un tal Tony Soprano. Porque eso y nada más es Los Soprano: cine puro, puro y genial cine de, sobre y con la Mafia.
Las imágenes en color de este reportaje pertenecen a ‘El Nueva York de El Padrino’, recién editado por Lunwerg.
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Muerte bajo las vías. El matón huye en un vagón del metro elevado de la línea D. El poli Jimmy Doyle (Gene Hackman) vuela en coche por debajo y lo atrapa en el acceso de la Calle 62. Dispara. Muerto. Es una de las escenas míticas de ‘The french connection’.
El Clinton Diner, donde se rodó ‘Uno de los nuestros’, con Robert De Niro y Ray Liotta.
Calles de Dumbo. Esta imagen arquetípica de Nueva York –el puente de Manhattan– fue tomada desde el cruce entre las calles Washington y Water, donde Sergio Leone situó a Noodles y al resto de la panda de ‘Érase una vez en América’; una zona de almacenes llamada DUMBO (Down Under Manhattan Bridge).
De Donnie a Tony. Por el Mulberry Bar (Mulberry, 176) pasaron Johnny Depp y Al Pacino (‘Donnie Brasco’), y lo visitaba Tony Soprano: allí se veía con la ‘familia’ neoyorquina.
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