Pocas cosas alimentan el alma como un día en el campo, más si se comparte con tus amigos de toda la vida. Una jornada campestre en un lugar precioso bajo el cielo azul, ni frío ni calor, buena comida -queso y pan, verduras recién recolectadas, huevos ídem, bebedizos varios y postres. Un día de agradable conversación como sólo la suelen tener los amigos que se conocen de siempre y donde cualquier anécdota tiene la categoría de joya.
El lugar, a mi en particular, me trae siempre recuerdos de la infancia; fue allí donde las familias de los amigos de mis padres y la mía propia, -mi familia, el tiempo lo ha sentenciado-, nos reuníamos muchos fines de semana a disfrutar de la mutua compañía y de la juventud, divino tesoro. He aquí otra demostración palpable de que me hago viejo.
Es una pena que en tantos casos la vida decida, por su cuenta, montar sus piezas de tal forma que estas jornadas reparadoras no sean fáciles de conseguir. Las prisas, la falta de tiempo, los compromisos, las prioridades, las obligaciones, todas estas disculpas cargadas por el diablo que nos impiden disfrutar de estos sencillos placeres. Pasa el tiempo, llegan hijos y nietos (nieta), unos se quedan y otros se van (y vuelven) y permanecen los que son y están, como el verbo to be, para alegrarnos la existencia mutuamente. Nunca nada da tanto por tan poco.
Bienvenidos sean siempre estos encuentros que no son sino reencuentros. Bienhallados siempre en La Mina.
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