De los meses que pasé viviendo en Kenia recuerdo, sobre todo, los safaris a lo largo del país, maravillosos, y mi algo caótica vida en Nairobi. Allí, tras mi negación inicial, acabé conduciendo como un ciudadano más por aquella ciudad de locos un más que viejo Land Rover, con una lona por capota y que suponía un sufrimiento meterlo en esas carreteras y calles que sumaban siempre uno o dos carriles más a los dibujados y donde el arcén era siempre, siempre, otro carril más. Afortunadamente puedo contar que nunca tuve accidente alguno, pero dada mi actual aversión al coche (bueno, aversión quizá sea algo exagerado, pero prefiero la moto, caminar o que me lleven), lo pienso y no me lo creo.
Conducir allí es (era) un triunfo, carreteras y calles con innumerables baches, algunos llenos de piedras junto al pedrero que te pedía unos chelines por su trabajo, gente, bocinas, etc., sumado a tener que conducir por la izquierda. Menos mal que en mi memoria los animales compensan siempre lo otro, que me lo guardo.
En uno de mis periplos me di un salto a un suburbio en busca de una pieza para el motor del Jeep. Obviamente no fui solo, lo hice con un amigo de allí al que le gustaba la mecánica y conocía el barrio. Montados en el todo terreno abierto por todos lados, lo primero fue cambiarme de ropa -demasiado bien vestido, me dijo-. Fuera reloj, nada de cámara ni gorra ni nada que me hiciera parecer un turista. Así, con pinta de kenyan cowboy y la boca cerrada nos adentramos en aquella zona peligrosa en busca de la pieza, la cual ni recuerdo si la llegamos a comprar.
No sé qué habrá sido del Land Rover, pero mi amigo terminó mudándose a Sidney, casándose y teniendo hijos allí.

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