El novelista franco-argelino explica el año que pasó en una cárcel de Argelia acusado de terrorismo y espionaje y liberado hace dos semanas a través de un indulto presidencial que rechaza.
Daniel Verdú, 07.12.2025
La mañana del 16 de noviembre del escritor franco-argelino Boualem Sansal ha durado prácticamente un año. Aquel día, en el aeropuerto de Argel, cuando regresaba a su casa, fue detenido, conducido a un cuartel de los servicios secretos y acusado de terrorismo, espionaje y de atentar contra la integridad del estado. Llevaba años diciendo y escribiendo lo que pensaba sobre el Islam, el régimen argelino y sus relaciones. Pero hacía poco que el escritor, uno de los más traducidos y leídos en lengua francesa, premio de Novela de la Academia francesa, había declarado a una revista que parte del territorio argelino formó parte de Marruecos. Pudo ser lo que colmó la paciencia del régimen. Quién sabe, porque el juicio fue una farsa y fue condenado a cinco años de cárcel de los cuales pasó uno en condiciones deplorables. Hace dos semanas recibió un indulto, concedido a petición del presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier. Pero la condena sigue vigente.
Sansal, autor de El juramento de los bárbaros (Alianza) o La aldea del alemán (El Aleph) ha regresado a París. Pero no tiene casa. Tampoco dinero, sus cuentas estaban congeladas y las tarjetas bloqueadas. Hasta que su vida vuelva a estabilizarse, está instalado en el impresionante palacete de Antoine Gallimard, su editor, que ha batallado duramente durante este año, junto al gobierno francés y el presidente, Emmanuel Macron, para que fuera liberado. El problema es que Sansal se convirtió en símbolo de una guerra fría entre los dos países, que atraviesan el peor momento de sus relaciones desde la independencia de Argelia en 1962.
La mañana del miércoles, mucho más delgado y ya sin su famosa coleta, después de haber sido durante un año el número 4611, recibe a EL PAÍS y a otras dos periodistas del grupo Lena en la sede de Gallimard. Sonríe. “Sí, podría decirse que fue una mañana un poco larga”, bromea mientras se acomoda en una butaca. Ese día esperaba nervioso, mirando el teléfono, que Argelia liberase al reportero deportivo Christophe Gleizes, condenado a siete años de prisión por apología del terrorismo en un caso similar. No fue así.
Pregunta. Los recuerdos se amontonarán ahora, pero ¿qué hizo para aguantar entero en la cárcel?
Respuesta. Hay dos etapas. En la primera aún somos lo que éramos y nos enfrentamos a algo monstruoso. Intentamos vencerlo. Es la prisión, por supuesto: el encierro, el aislamiento, el hecho de que estás muy mal alimentado y atendido. En la segunda, en cambio, la prisión te gana. Ya no eres un hombre, eres un prisionero, un número. Y ahí aparece la vergüenza, uno se siente humillado. Al principio uno lucha contra el juez: “No, no es así, yo no dije eso”. Todavía se es dueño de la propia voluntad, de las propias palabras. Y después, muy rápidamente, por razones puramente biológicas, dependemos de la prisión. Es ella la que nos alimenta, la que hace todo. Es la madre de los prisioneros. Y uno encuentra cierta comodidad. Además, hay personas que pueden convertirse en amigos, la rutina, la tranquilidad, los viejecitos. Y ahí, de vez en cuando, me sorprendía pensando: “Me estoy muriendo”. Eso es lo que quiere decir. Ya no existo como persona.
P. ¿Hubo un momento en el que perdió la esperanza?
R. En una noche de insomnio. Estaba oscuro. Tomé conciencia de que se había acabado. Hay que dejarse llevar, pensé. La prisión es más fuerte. Es un monstruo que no piensa. Los guardias son autómatas. Llegan con sus llaves, tac, tac, tac. Hacen gestos, schlak, schlak. Es todo lo que se oye. Es terrible. Uno recupera algo de vida humana cuando, por ejemplo, recibe a su abogado —aunque los míos nunca obtuvieron el visado para venir— o a su familia. Mi esposa venía cada 15 días, media hora en un locutorio, separados por un vidrio y un teléfono.
P. Todo grabado, claro.
R. En mi caso, sí. Para los demás, no. A mí me ponían en una cabina especial, la número 1. Estaba claro porque, sencillamente, ahí se grababa todo. Entras como en rebaño: las familias, las esposas, los padres, las madres, los niños. Y del otro lado, los prisioneros. Pero cuando uno dice algo que no gusta, se corta el sonido.
P. ¿Pensó que podría llegarle a ocurrir algo así?
R. Sí y no. Me consideran un opositor al régimen, pero yo soy un simple ciudadano. Y cuando escribo, en mis libros digo las cosas tal como son. Porque cuando escribo no pienso en la publicación; simplemente escribo, digo lo que pienso. Y luego, en un momento dado, surge la pregunta: ¿hay que publicar o no?
P. ¿No era consciente de que podía ocurrirle algo si volvía a Argelia con lo que decía sobre el régimen?
R. Pues, sinceramente, no. La verdad es que sigo siendo muy infantil en mi cabeza. Si tengo algo que decir, lo digo. Solo después me doy cuenta de que no debería haberlo dicho, o no de esa manera.
P. ¿Por qué cree que fue?
R. Se presentó una oportunidad en medio de la crisis entre los dos gobiernos, una crisis secreta, latente. Argelia reprocha, por ejemplo, a Francia la colonización, evidentemente. Pero se nota claramente que es un pretexto. Cuando Francia decidió reconocer la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, fue un choque para el poder argelino. Y de repente, España lo hizo también; y luego, Reino Unido, los Consejos de Seguridad. Y lo tomaron como un desafío.
P. No parece una gran estrategia para recuperar la confianza de los otros países.
R. No fue buena publicidad para Argelia, desde luego. Creo que se vieron superados por la situación. Pensaban que todo quedaría a nivel diplomático, que Francia intervendría un poco, que se negociaría. Pero en realidad se encontraron ante un fenómeno muy extraño. No esperaban una movilización de tal magnitud.
P. ¿Era consciente de ser una pieza en el tablero de la partida política entre Francia y Argelia?
R. Sí. Fui detenido por los servicios secretos. Arrestado por personas que se negaron a identificarse en el aeropuerto. Me llevaron al subsuelo. Un laberinto de túneles, de pasillos. Y entonces entraron tres o cuatro tipos vestidos a medio camino de un islamista y un matón de barrio. Son espías que se mezclan con la población. Me pusieron las esposas. Salimos a un aparcamiento abandonado y me colocaron una capucha antes de meterme en un coche. Trataba de orientarme por el sonido. Y tras 20 o 30 minutos a gran velocidad, mientras sonaba el claxon, se metieron por callejuelas, se abrió un portón metálico y me hicieron bajar.
P. ¿Dónde era?
R. Antar, un cuartel de los servicios secretos con nombre bíblico. Allí, durante la guerra civil, eran torturados los islamistas que arrestaban y luego los arrojaban a fosas comunes. Pasé ahí seis días en condiciones inmundas. Lo hacen para quebrarte, para que digas cualquier cosa. La acusación está preparada de antemano. Cuando deciden detenerte, ya está escrito: primero espionaje, segundo terrorismo. Eso ya implica la pena de muerte. Luego, atentado contra la seguridad del Estado, cosas que entran ya en delitos de prisión, 20 o 30 años. Es el prisionero quien debe aportar la prueba de que es culpable. Durante seis días, a cada pregunta respondía siempre de forma evasiva. Y cada vez les decía: “Si quieren que les responda, identifíquense. ¿Quiénes son? ¿De qué servicio?“. Regresaron una mañana: “Lávate, arréglate”.
P. ¿Y qué ocurrió?
R. Fue ahí donde supe que se me acusaba de espionaje y terrorismo. Pensé que estaba muerto. Tenía 80 años. Luego me trasladaron a la cárcel. Te registran, te desnudan. Ya no tienes nombre, ya no tienes nada. Y te dan un número que me escribí en el brazo para no olvidarlo: 4611.
P. ¿Le llegaba al interior de la cárcel la movilización?
R. Al principio no. Estuve en un sector de máxima seguridad con islamistas y terroristas de Daesh, de Chechenia y de todos los teatros de operaciones islamistas. Eran argelinos que se habían ido a luchar aquí y allá, y que finalmente regresaron.
P. ¿No hablaba con los islamistas?
R. No, son islamistas. No hablan ni una palabra de francés, y yo hablo muy mal árabe. Además, no tenemos nada que decirnos.
P. Para un escritor podría ser interesante conocerles.
R. Intenté hablar con algunos, sí, pero de todos modos los conozco bastante por otros motivos. Pasábamos el día sentados en el patio. Pero los islamistas lo hace frente al muro, como si fuera el de las Lamentaciones, rezando todo el día.
P. ¿Va usted a escribir sobre su detención, sobre esos meses que pasó allí?
R. La literatura carcelaria no me gusta mucho. Hay mucha, y también muchos farsantes. El tema se ha tratado muchísimo en el cine. Y yo, o lo cuento todo, o no cuento nada. Y aquí me faltan elementos. No tiene interés. Y además, no quiero hablar de mí. ¿Qué voy a contar? ¿Los problemas de próstata, mi cáncer?
"Te registran, te desnudan. Ya no tienes nombre, ya no tienes nada. Y te dan un número que me escribí en el brazo para no olvidarlo: 4611", señala el escritor argelino, que posa en la sede de la editorial Gallimard en París.Samuel Aranda
P. ¿Ahí podía escribir?
R. No teníamos con qué hacerlo. Pero lo que más me faltaba era leer. Un escritor es alguien que lee, que reproduce lo que ha leído. Descubrí este teorema. Leer, ver, escuchar. Esa es la parte biológica. Escribir es la artificial. Se escribe lo que uno ha leído bajo otra forma. Pero no tenía libros. Si pedías alguna obra islámica, en cambio, la tenías al instante. Querías un Corán pequeño, grande, uno mediano, te lo daban.
P. ¿Quiere volver a Argelia?
R. Sí. El indulto no anula la condena. Sigo siendo un condenado, doblemente. No recuperaré mis derechos hasta el final de los cinco años. Así que volveré a Argelia. Se lo dije a todo el mundo: en la televisión, a Macron, a Jean‑Noël Barrot [ministro de Exteriores]. Para mí es una cuestión de principios. Me condenaron, de acuerdo, fueron muy lejos, pero aun así, no pueden prohibirme ir. Hace tres días desactivaron el chip de mi pasaporte.
P. Entonces, ¿cómo piensa entrar?
R. Con mi pasaporte francés, pero se necesita una visa. Y no me la darán. Así que estoy un poco atrapado. Pero tal vez vaya igual. Probablemente me rechacen en el aeropuerto o tal vez me detengan.
P. ¿Pero por qué arriesgarse si puede ser arrestado?
R. Hay cosas que no se pueden aceptar. Así que estoy dispuesto a todo, incluso a entrar en prisión otra vez o morir allí.


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