Una diáspora de historias
Hay tantos exilios como exiliados y no hay una manera única de entender el inmenso éxodo que se produjo al terminar la Guerra Civil. Salieron cientos de miles de españoles con sus hijos. Nuevos libros siguen recuperando la memoria de los desterrados. 'Mapa literario del destierro', por José-Carlos Mainer.
José Andrés Rojo 9 JUN 2012 - 00:28 CET
Moscú. “Lo más extraño es el invierno ruso. Caminar por la calle y ver en los árboles los encajes que ha hecho la nieve. Ese país tan grande, hecho de paisajes que permanecen inalterables durante kilómetros y kilómetros, tiene un invierno muy duro, pero su belleza es incomparable”. Katya, hija del militante comunista Francisco Abad, nació en Kolomna, a 100 kilómetros de Moscú, un año después de terminar la Guerra Civil que llevó a sus padres a ese remoto exilio. Lleva ya años viviendo en Gijón, donde ha escrito sus memorias, pendientes de publicación. Cuenta allí su historia, la de una moscovita que nunca dejó de ser española, o si se prefiere: la de una española que fue rusa de la cabeza a los pies. “Y que creyó profundamente en la revolución, y que luchó por cambiar el mundo. Seguramente uno de los momentos más duros de mi vida fue cuando murió Stalin. Yo crecí creyendo que era un dios intocable, un hombre que luchaba por los más desamparados, y me tocó comprender entonces que había sido un perfecto canalla”.
Prats de Mollo. “Mi madre era una mujer muy tímida, así que sus padres decidieron acompañarla para que saliera de una vez de España, del infierno de la guerra. Iba pendiente de sus dos hijos pequeños cuando el tren se detuvo. Los padres de mi madre pensaron que la aventura había acabado y le sugirieron entonces que se armara de valor antes de que llegaran los franquistas para obligarlos a regresar: que dejara el tren y que siguiera sola con sus retoños. Así que fue hacia la puerta, la abrió, pero no fue capaz de dar el salto: nevaba, el frío era insoportable, no se veía nada en la oscuridad de la noche. Decidió quedarse. Al día siguiente partieron hacia Prats de Mollo, al otro lado de la frontera. Llegaron: ¡lo habían conseguido! Podían empezar de nuevo. Si mi madre hubiera saltado por aquella puerta la noche anterior, todo hubiera terminado: el tren se había detenido al lado de un precipicio”. María Luisa Capella nació unos años después, ya en México. Ahora recuerda la salida de su madre de España —su padre estaba en el frente— como un lejano episodio que salió bien. Las cosas, sin embargo, pudieron haber terminado de otra manera.
México. Mari Carmen, hija de Tomás Bilbao, uno de los fundadores de Acción Nacionalista Vasca y ministro sin cartera en el último Gobierno de Juan Negrín, el que luchó por la República hasta el golpe de Casado, sigue viviendo en México, donde se casó con uno de los nietos del escultor Mariano Benlliure. “En cuanto terminaba el colegio nos reuníamos en el Centro Vasco”, cuenta de sus primeros años en el exilio. “Éramos un grupo de amigos y allí aprendíamos los bailes y las canciones tradicionales. Incluso probamos con el euskera, pero era endemoniadamente difícil y terminamos abandonando. Nunca supimos nada de política, mi padre jamás nos habló de sus ideas. Pero a los mayores les gustaba escucharnos cantar y bailar las cosas de su tierra y lo hacíamos por ellos. Para tenerlos contentos”.
México. “Ramón Gaya decía que hay tantos exilios como exiliados”, explica María Luisa Capella. Su marido, que falleció en noviembre pasado, fue el poeta Tomás Segovia. En uno de sus textos, recogido en Digo yo, se ocupa de lo que significa el exilio y empieza por reconocer que cada experiencia es única, que no se puede generalizar. Segovia cuenta ahí que él perteneció a una clase muy particular, la de los niños: “Para empezar, yo no fui al exilio, a mí me llevaron. Y por supuesto, no dejaba nada atrás; toda mi vida estaba por delante”, escribe. Y reconoce que tuvieron suerte: “Escapábamos a las persecuciones o exclusiones que sufrían los derrotados en España, pero también al oscurantismo, al aislamiento y al embotamiento de la moral y la sensibilidad de los vencedores”. “El exilio era para mí una condición, pero no una identidad”, apunta Tomás Segovia. “Era algo que me caracterizaba, pero no me definía. Yo no podía hacer de un mundo perdido el centro de mi vida”.
María Luisa Capella lleva un tiempo trabajando en el Centro de Estudios de Migraciones y Exilios (CEME), que depende de la UNED. Si cada exilio es único y diferente, lo que quiere esta institución es reunir la máxima documentación posible sobre todos aquellos que no tuvieron otra alternativa que la de ir errando por el mundo o la de tener que reinventarse de nuevo en un sitio diferente al que los vio nacer. No una única historia, contar todas las historias. Difundirlas e investigarlas.
Orleans. “Poco antes de que entraran los alemanes, tuvimos que salir de París en aquella evacuación famosa que tantas veces se ha contado”, recuerda Mari Carmen Bilbao. “El coche era muy grande, íbamos en él mis padres, los siete hermanos y el chófer. Antes de llegar a Orleans, se estropeó y los hombres se quedaron para apartarlo a la cuneta y para ver si lo arreglaban. Seguimos con mi madre rumbo a Burdeos, padeciendo los ataques de los aviones alemanes. Fueron veinte días de suplicio, caminando, avanzando de tanto en tanto en un tren o en un camión de soldados. Siempre bajo las bombas. Al fin nos reunimos todos y todavía hubo tiempo para que muriera mi hermano: tuvo una peritonitis y no se pudo conseguir penicilina para salvarlo. Salimos al fin de Marsella hacia Casablanca. Allí nos alojaron en un cuartel vigilado por senegaleses y pillé la sarna. Me la curé en el Nyassa, el barco que nos trajo a México”.
La historia de Tomás Bilbao, y de su familia, la han contado Marina Pino y Jon Juaristi en A cambio del olvido. “Hace muy poco, el 14 de abril, hubo un acto en el Ateneo de México con una exposición de acuarelas de desnudos que fue pintando mi marido, que murió hace unos años”, dice Mari Carmen Bilbao. “Aproveché para volver a gritar ‘¡Arriba la República!’. Ya es hora de que se vayan los reyes, ¿no le parece?”.
Bogotá. “Cuando estalla la catástrofe de la guerra, mi padre decide no regresar y prefiere empezar una nueva vida”, cuenta don Julián, el señor de los mosquitos, hijo de Luis de Zulueta y sobrino de Julián Besteiro, el político socialista. “Mi padre, durante el tiempo que fue ministro de Estado en el Gobierno de Azaña, participó en las negociaciones de paz entre Colombia y Perú tras la guerra que se desencadenó en 1932 cuando tropas de este último país ocuparon Leticia, una ciudad del Amazonas. Las conversaciones fueron un éxito y mi padre tuvo muy buena sintonía con el representante colombiano, Eduardo Santos, director de El Tiempo y político liberal que fue presidente entre 1938 y 1942. Fue quien lo invitó a instalarse en Bogotá y le dio trabajo. Así que estudié medicina allí”. Unos años más tarde, convertido en epidemiólogo, Julián de Zulueta entró en la Organización Mundial de la Salud, y se embarcó en distintos proyectos —sobre todo de lucha contra la malaria— que lo llevaron a tantos sitios que su enumeración no entraría en esta página: India, Malasia, Suiza, Grecia, Panamá, Uganda, Líbano, Siria, Irán, Irak, Afganistán, Jordania… Regresó a España después de la muerte de Franco, y fue alcalde de Ronda entre 1983 y 1987.
Buenos Aires. En De mis pasos en la tierra, Francisco Ayala recogió sus impresiones tras llegar a Argentina al finalizar la Guerra Civil: “Súbitamente, todo el laborioso proyecto de mi vida se me mostraba ahora impracticable, inválido, nulo. De repente me había quedado sin expectativas claras, sin puntos de apoyo conocidos, sin un suelo firme en el que apoyar los pies ni caminos trazados por donde adelantar mis pasos. Para mí —como para cuantos a lo largo de la historia lo han sufrido— el exilio implicaba nada menos que la manera de improvisar una manera por completo nueva de hallarme instalado en el mundo”.
Moscú. Los españoles que vivían en Moscú se reunían cada vez que podían para recordar viejos tiempos, comer y beber juntos, cantar canciones, ver películas. “Siempre me llamó la atención”, cuenta Katya Abad, “observar cómo aquellos ojos tristes de los amigos de mis padres de pronto rejuvenecían cada vez que veían a Sara Montiel lucir una de sus seductoras miradas. O cuando cantaban canciones republicanas o bailaban pasodobles. Era como si cada uno estuviera en su lugar de origen. Mis padres eran de Almería, y regresaron en cuanto pudieron. Lo mismo hicieron muchos niños de la guerra. Pero algunos no consiguieron adaptarse bien, y volvieron a Rusia. España no tenía nada que ver con ellos, pero tampoco eran felices en su país de adopción”.
Katya Abad estudió periodismo, trabajó 11 años en Radio Moscú y luego fue enviada a La Habana para trabajar en la revista Cuba que se editaba en español y ruso. Fue solo el inicio de una larga carrera que la llevó a la Argentina de Perón o a Chile, donde asistió a la caída de Allende. “En las fiestas que se organizaban entre los exilados para recibir el nuevo año, desde siempre, desde que tuve uso de razón, escuchabas en el momento de los brindis la misma frase una y otra vez: ‘El año que viene será en España’. Solo dejé de oírla cuando salí de la Unión Soviética, y se quedaron ellos, que seguirían repitiendo aquello sin perder nunca la esperanza”.
Sarawak. “Cuando me propusieron en la OMS que me trasladara para combatir la malaria a Sarawak, en la isla de Borneo, tuve que acudir a la Enciclopedia Británica para saber dónde estaba”, explica Julián de Zulueta, que le contó las historias de su vida a María García Alonso en Tuan Nyamok. El título es el nombre que le dieron allí los dayak, y significa “el señor de los mosquitos”. “Quería que mensualmente un enfermero tomara muestras de sangre entre los habitantes del lugar para saber si los mosquitos seguían transmitiendo la enfermedad, pero se negaron. Así que tuve que amenazarlos con irme. Y entonces transigieron. Había sido el primer médico que los visitó en sus viviendas, las casas largas, y me cogieron mucho cariño”.
Nueva York. “Hay varios tipos de exilio”, explica Nicolás Sánchez Albornoz, y los suyos, que han sido varios, fueron todos un poco raros. “En el primero no tomé la decisión, fue mi padre el que tuvo que salir al principio de la guerra y nos llevó a todos a Burdeos. No fue una experiencia tan terrible como la que vivieron otros después, fui un niño privilegiado: estuve con mi familia, y no abandonado como tantos niños de la guerra. Cuando la Gestapo le pisaba los pies a mi padre tras la ocupación de Burdeos por el Ejército alemán, tuvo que irse a Argentina y nos tocó volver a España con mis abuelos. La siguiente vez que salí al exilio ya fue cosa mía. Tenía la opción de quedarme en la cárcel de Cuelgamuros y cumplir condena, o huir. Preferí arriesgarme: de las 44 fugas de aquel penal que hubo entre 1943 y 1948, solo salió bien la que protagonizamos Manolo Lamana y yo. Nos instalamos en Buenos Aires, donde gobernaba Perón. Cuando en 1968 se produjo allí un golpe militar, el del general Onganía, hice las maletas. Fue mi exilio argentino, una especie de doble exilio: al que me alejaba de España sumé el que me llevaba de Buenos Aires a Nueva York”.
Saint Cloud, París. Francisco Fernández-Santos se instaló en París a principios de los sesenta. Tenía siete años cuando los militares dieron el golpe contra la República, así que fue uno más de los niños de la guerra. Pero de los que se quedaron. Su padre, un maestro que militaba en las filas socialistas, no murió “de milagro”. “Vinieron al pueblo justo cuando había salido a hacer alguna gestión, y se libró. Fusilaron a tres de sus amigos más próximos y los enterraron en una cuneta. No sé si sería capaz ahora de reconocer dónde los tiraron exactamente, pero sí lo sabía por entonces”.
En Azulejo. Un niño en la gran tormenta, vuelve sobre su adolescencia y establece un diálogo con el muchacho que fue entonces, en los años duros de la posguerra. Fernández-Santos estudió derecho y filosofía en Madrid y se fue incorporando a la lucha antifranquista con los socialistas. “A mi mujer le salió un trabajo en París, y fue mi oportunidad para escapar de la represión ideológica del franquismo, de sus hostilidades. Trabajé intensamente en los círculos intelectuales del exilio: estuve muy cerca de Ruedo Ibérico, y tuve grandes amigos con los que combatí contra la dictadura. Dionisio Ridruejo fue uno de ellos. No hay que olvidar que París era el lugar donde los españoles y latinoamericanos acudían para respirar libremente el aire de Europa, y cuantos luchábamos contra Franco siempre creíamos que el régimen terminaría por caer. Por eso, seguramente, lo más duro del exilio fue ver cómo iban muriéndose, uno detrás de otro, los republicanos que se instalaron aquí al terminar la guerra. Y sin lograr ver la caída de Franco y el regreso de la democracia”.
París. “Estuviera donde estuviera, nunca olvidé a los que se quedaron dentro y, en la medida de mis posibilidades, intenté luchar contra el franquismo”. Nicolás Sánchez Albornoz ha contado sus peripecias en Cárceles y exilios, publicado hace poco. “Lo que quiero decir es que no siempre es incompatible integrarse en el país de adopción, como me pasó a mí en Argentina, y seguir en la batalla contra la dictadura. A principio de los sesenta pasé una temporada en París, y volví con renovados bríos a luchar contra Franco. El régimen se estaba abriendo, pero conservaba intacta su impronta autoritaria, y hacía falta hacer una oposición distinta de la que se había hecho hasta entonces. Fue cuando nació Ruedo Ibérico: el desafío en el que se embarcó el exilio para desmontar con las armas de la inteligencia la infamia de la dictadura”.
Veracruz. Ahora se ha reunido en un único volumen, La guerra perdida, la trilogía de novelas donde Jordi Soler reconstruye la historia de una familia de catalanes exiliados en una selva de México. “Aunque creciera en una atmósfera insalubre y llena de mosquitos, mi infancia fue magnífica. Pensaba que el resto del mundo era exactamente igual que yo, que todos eran niños catalanes que vivían en una selva cafetalera. Solo más tarde empecé a darme cuenta de que aquello era excepcional. Ocurrió cuando trabajaba como diplomático en Dublín. Fue cuando descubrí que formaba parte de una familia que siempre hablaba de conquistar el futuro y seguía anclada en el pasado. Vivíamos en Veracruz, pero andaban pendientes de Serrat, de Marsé, de los resultados del Barcelona”.
El exilio toca también a los nietos. Se fueron los abuelos, arrastraron con ellos a los hijos, luego llegaron los hijos de los hijos. “Soy un híbrido”, dice Soler. “Técnicamente soy español, pero me siento mexicano. Hasta que vuelvo a México, y entonces soy de nuevo rabiosamente español. El exilio produce situaciones extrañas. Mi abuelo logró salvarse de los nazis en Montauban gracias a Luis Rodríguez, un mexicano al que mandó el presidente Lázaro Cárdenas a rescatar republicanos. Solo muchos años después pudo conocer a su hija, que nació después de que él saliera a Francia. ‘Tú no eres mi padre’, le dijo la niña, ‘mi padre es este’. Y le señaló entonces una vieja fotografía en la que aparecía retratado un poco antes de salir al frente a defender a la República”.
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