Tuvimos la oportunidad, mi hermano y yo, de almorzar con mi madre ayer y hablar un rato de política; reconozco que es un tema poco apropiado para un almuerzo, entre otras cosas por inusual, pero la cosa fluyó de esa manera.
Mi madre, devota practicante, nos inculcó desde niño valores cristianos que, hoy alejado de la Iglesia, se mantienen en mí como parte imposible de borrar. Valores son valores.
La conversación empezó al comentar las declaraciones del VOX acerca de su intención de deportar a una cifra obscena de migrantes y sus familias, en particular "a los que no se integren". Nunca he sabido muy bien qué significa esto, los españoles somos todos diferentes, y que yo aborrezca la tauromaquia o la caza, por poner un ejemplo facilón, no me hace menos español, en absoluto. Así y to, me considero tan español como canario o europeo. Pues sí, comentando lo de la posible deportación (siempre es un buen momento para ver de nuevo la serie "Years and Years", o por primera vez), preguntaba mi madre ¿cómo pueden decir eso habiendo tanta pobre gente que se ahoga intentando llegar a España?
Ante tal pregunta no se puede contestar salvo que son como son, gente sin valores, a lo que yo añadí raudo: pero que van cada domingo a misa, temerosos de Dios.
Respeto a la gente que vota a la derecha, cómo no, tengo muchos amigos que lo hacen -o lo intuyo, porque hablar nunca lo hacen, debe ser más fácil formar parte del trío de primates que ni ve, ni oyen ni hablan. ¡Bien por ellos!, yo no puedo-, siempre quiero pensar que todos buscamos el mismo fin, la felicidad y el bienestar del mayor número de personas, además de, también quiero pensarlo, compartir los mismos valores. Pero, ¿se puede respetar a un grupo político que no tiene sensibilidad ni empatía por el ser humano que es diferente? Y no hablo de religión, precisamente, el opio del pueblo.
El flujo de personas que se desplazan por múltiples causas es un problema tan descomunal que no es nunca suficientemente el tiempo que se emplea en resolverlo. Ya nos hemos olvidado de la España que fue a mediados del siglo XX, cuando miles de españolitos (y canarios somos) emigraron a Europa y a América; parece que fue hace muchísimos años, pero no hablamos de la Edad Media sino de menos de 100 años.
Muchos piensan que las cosas se solucionan solas, pero no es así, los humanos tenemos capacidad para hacerlo y mucho más, lo malo es que no siempre la cosa mejora, desgraciadamente. Si no, que se lo pregunten a los judíos, gitanos, homosexuales y enfermos, que vivían plácidamente en la Alemania de los años 30, la Alemania nazi, o a los gazatíes hoy (en la era de Netanyaju y T).
Habrá que aún hoy siga diciendo: "son todos iguales". No, no son todos iguales, como tampoco somos todos iguales.
Muero por aparecerme como fantasma dentro de 100 años -todos calvos- y leer un libro de texto de historia.
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Los votantes que no merecen respeto
Algunos políticos han detectado que el racismo da votos, pero entender los delirios de la ultraderecha es una extraña forma de plantarle cara.
Sergio del Molino, 09.07.2025
https://elpais.com/opinion/2025-07-09/los-votantes-que-no-merecen-respeto.html
Algunos políticos han detectado que el racismo da votos, pero entender los delirios de la ultraderecha es una extraña forma de plantarle cara.
Sergio del Molino, 09.07.2025
https://elpais.com/opinion/2025-07-09/los-votantes-que-no-merecen-respeto.html
Pidió Feijóo respeto para los votantes de un partido que propone deportaciones masivas y abraza la doctrina racista y nazi del reemplazo demográfico. El reclamo del presidente del PP es coyuntural y táctico: los sondeos dicen que hay mucho votante azul que se está pasando al verde. Por eso, este respeto hacia el energúmeno es cauterizador y contiene la esperanza de preservar a los propios energúmenos. Más allá de que esto desmienta de raíz el viaje al centro, Feijóo tan solo expresó sin ambages un sentimiento compartido por la mayoría de los políticos europeos. Todos respetan a los racistas. Ser racista hoy en Europa te garantizan un respeto y una atención que casi nadie ―y mucho menos los inmigrantes y sus hijos— disfruta.
Las leyes migratorias europeas, los programas políticos, las alianzas y las promesas de todos los gobiernos (incluida la coalición de izquierdas española) comprenden al racista y se hacen cargo de su miedo. Unos alegan que así no lo capitaliza la extrema derecha. Otros han detectado que el racismo da votos y creen que una dosis liviana de empatía hacia los vecinos de barrios con mucha población de origen extranjero no hace daño. En España, la cultura nacionalista dominante en muchos sitios, tan preocupada por la pérdida de las esencias y la desaparición de lo vernáculo, ofrece un buen punto de partida. Si entendemos el miedo de un paisano por la extinción de su paisaje, ¿cómo no vamos a entender al racista que no soporta que el bar de la esquina lo regenten chinos y que la carnicería venda carne halal?
Hay que entenderlos, dicen algunos políticos en privado (solo Feijóo se atreve a entenderlo en público), y desde esa comprensión se legislan atrocidades y se planean deportaciones. Extraña forma de plantar cara a la ultraderecha, comprendiendo sus delirios y atendiendo a sus paranoias.
La valentía política exige no comprender al racista. La valentía política obliga a decir que el mundo cambia, que las esencias no existen, que no hubo una edad de oro en ese barrio y que los inmigrantes no van a violar a las hijas de nadie, como dijo Abascal. La valentía política pasa por decir que la migración es un problema humanitario que obliga a intervenir a quienes han suscrito la carta de los derechos humanos. La valentía política implica no dar cuartel al racista, no comprenderlo, señalarlo y sacarlo de la discusión democrática porque sus miedos y delirios nazis no caben en una sociedad abierta y humanista. Hasta que no pierdan el respeto a esos votantes de los que hablaba Feijóo, todos los partidos serán los tontos útiles del neonazismo.
Las leyes migratorias europeas, los programas políticos, las alianzas y las promesas de todos los gobiernos (incluida la coalición de izquierdas española) comprenden al racista y se hacen cargo de su miedo. Unos alegan que así no lo capitaliza la extrema derecha. Otros han detectado que el racismo da votos y creen que una dosis liviana de empatía hacia los vecinos de barrios con mucha población de origen extranjero no hace daño. En España, la cultura nacionalista dominante en muchos sitios, tan preocupada por la pérdida de las esencias y la desaparición de lo vernáculo, ofrece un buen punto de partida. Si entendemos el miedo de un paisano por la extinción de su paisaje, ¿cómo no vamos a entender al racista que no soporta que el bar de la esquina lo regenten chinos y que la carnicería venda carne halal?
Hay que entenderlos, dicen algunos políticos en privado (solo Feijóo se atreve a entenderlo en público), y desde esa comprensión se legislan atrocidades y se planean deportaciones. Extraña forma de plantar cara a la ultraderecha, comprendiendo sus delirios y atendiendo a sus paranoias.
La valentía política exige no comprender al racista. La valentía política obliga a decir que el mundo cambia, que las esencias no existen, que no hubo una edad de oro en ese barrio y que los inmigrantes no van a violar a las hijas de nadie, como dijo Abascal. La valentía política pasa por decir que la migración es un problema humanitario que obliga a intervenir a quienes han suscrito la carta de los derechos humanos. La valentía política implica no dar cuartel al racista, no comprenderlo, señalarlo y sacarlo de la discusión democrática porque sus miedos y delirios nazis no caben en una sociedad abierta y humanista. Hasta que no pierdan el respeto a esos votantes de los que hablaba Feijóo, todos los partidos serán los tontos útiles del neonazismo.


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