Todo está lleno, vayas a donde vayas. Ni Madrid se salva, paradigma que lo fue de una ciudad vaciada en verano. No sólo los japoneses han conocido las bondades de la capital de España, ciudad que es una atracción en sí misma, ciudad que morirá de éxito.
Se salvan Nueva Zelanda, se salva Alaska. Están tan lejos, cuesta (literalmente) tanto llegar, se hacen tan pesadas las interminables horas de vuelo, que cuando llegas a tu destino parece que has llegado al paraíso, que lo es. Nueva Zelanda es un campo de golf interminable y Alaska naturaleza salvaje.
Pero no escribo hoy de viajes sino de comida, sí, de lo que nos encontramos para comer allende los mares. En los países anglosajones la cosa no pinta bien, sobre todo para alguien que no come carne, en un par de días estás harto del fish and chips, créanme. En Alaska la cosa no mejoró demasiado. La primera noche nos recomendaron en el hotel a good restaurant donde iban los locales -Anchorage no es precisamente la cuna del turismo foráneo-, y allí nos encaminamos. Buffet all yoy can eat, todo era fritango, familias con platos que desafiaban la ley de la gravedad, América en su estado más puro. Comimos, vimos y sólo repetimos una vez más porque hacía frío y no nos apetecía alejarnos del hotel un par de noches antes de coger el avión de vuelta.
Tanto en Nueva Zelanda, antes en Australia, como en Alaska, nos aficionamos a la comida vietnamita, siempre una apuesta segura. Sopas, ramen, verduras de todos los tipos y colores, aderezadas con salsa Hoisin. de la que acabé enamorado y que es muy fácil encontrar aquí.
Es verdad que acabas un poco harto de tanta verdura, como lo hice de tanto humus en Jerusalén, pero estas son siempre opciones garantizadas. Por lo menos sale uno de los ubicuos fritos, del glutamato chino o de las pizzas, tan ricas como engordantes. En los viajes uno camina, camina muchísimo y si además se alimenta bien, otra cosa que se gana, una pincelada de salud.


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