lunes, 18 de noviembre de 2024

AY, EL PODER

Acabo de darme una ducha reparadora y aún tengo calor, no sé si me está bajando la fiebre o simplemente la casa está caldeada. Llevo unos días con mal cuerpo, que diría mi madre, catarro de nariz, algo de tos, voz tomada y hasta un poco de fiebre. Una situación maravillosa para estar en casa leyendo (atesoro estos ratos de tiempo libre como un perro disfruta frente a una ventana), escuchando música -Semiramide, de Rossini- y poniendo al día ideas que rondan en mi cabeza; al día, que ordenándolas es otro cantar.

Releo los periódicos patrios de hoy, por si hay alguna noticia novedosa de  última hora, y entro también en la web de THE NEW YORKER para cambiar de aires y de monotema, sin que se me quite de la cabeza todo este asunto de la dana, Mazón y viceversa. Ahora volvería feliz a mi biblioteca a seguir leyendo un cómic sobre la historia de Jerusalén, pero no puedo dejar de pensar en esa droga que debe ser el poder. ¿Cómo un personaje mediocre como Mazón, el perfecto protagonista de la crónica de una muerte política anunciada, con todos en contra, sigue erre que erre dando tumbos y sin dimitir? ¿No sabe este señor que todo acaba saliendo a la superficie? No sólo el almuerzo de la vergüenza, la llamada de colega al alcalde del PSOE, su manifiesta ignorancia del funcionamiento administrativo y político, todo acaba sabiéndose hoy. No tardarán en aparecer incómodos whassaps o mensajes inapropiados, y si no al tiempo.

No sé si el manual del buen político, que yo desconozco, dice que ante la duda habrá que negarlo siempre con un ¡no es lo que parece! o un ¡me vengo a enterar ahora! La culpa es siempre del otro, aunque las evidencias sean claras claritas. Ver a Mazón con esa cara desencajada, saber lo que le viene encima, que no es poco, leer lo que dicen de él aquí y allende los mares, parece justicia divina. Ver a un primer ministro japonés llorando en su parlamento porque sus promesas no se cumplieron es lo más alejado al circo político español donde NADIE tiene nunca la culpa de nada, salvo, claro está, de los éxitos.

El pobre, hasta su nombre rima con dimisión. Habrá que estar pendiente de Ayuso, a ver cuándo da el grito desde su torre madrileña: ¡que le corten la cabeza!

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