Escribía esta mañana sobre mi paseo hasta la Calatravada del Palacio de Congreso, llamado irónicamente por los lugareños "el centollo". Pobre animal.
Aparte de esta visita bajo la niebla, sin interés alguno si no fuera porque el paseo mañanero fue agradable, aproveché mi estancia en Oviedo para conocer la ciudad en la medida de mis posibilidades. Había previsto pasear por la ciudad encajando estas idas y venidas con la visita a Avilés y al Monte Naranco, como así hice. Oviedo es cultura y escultura, allá donde mires te encuentras algo interesante, arte y más arte. Teatro Campoamor -desgraciadamente no había comenzado la temporada de ópera y me quedé con las ganas-, el agradable parque Campo San Francisco, donde estuve la última tarde leyendo la novela que me compré para el viaje ("Obscuritas", de David Lagercrantz), iglesias, empezando por la Catedral de San Salvador y las joyas que alberga; calles bulliciosas, sidrerías rebosantes, perros paseando a sus dueños, Botero, Úrculo, Woody Allen, Mafalda... No hablo de la gastronomía porque, igual que no pude ir a la ópera, tampoco disfruté de la cuchara como dios manda, no me gusta comer solo, así que me limité a sushi, ramen y poco más. Bueno, sí, un par de pinchos en sendos desayunos.
Oviedo, Asturias, verde, la tierrina amada por el taxista y de la que no se alejaba más que para ir a Galicia, dixit.
Cuando conozco una ciudad me hago, al volver, la misma pregunta: ¿viviría aquí? Sí, por descontado. Me gustan las ciudades pequeñas, sin duda. Claro que, aunque no me pasa con todas, no negaré que en muchas ciudades más grandes también podría vivir, aunque me llaman más la atención los lugares pequeños donde la gente pasea con cara de feliz y ¡hasta te saludan al cruzarse contigo!
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