miércoles, 15 de mayo de 2013

CREO QUE HEMOS TENIDO UNA EDUCACIÓN SINIESTRA

Rosa Regàs nunca está quieta
Solo si se para es capaz de recordar su edad. Fue niña de la guerra, conoció la angustia del exilio y el dolor de vivir sin padres, pero la identifica su risa. Guarda heridas y también premios, el Nadal, el Planeta; el Biblioteca Breve, el último. Rosa regàs (Barcelona, 1933), escritora, trabajó en la editorial Seix Barral y fue traductora independiente para organizaciones de las Naciones Unidas. “Creo que hemos tenido una educación siniestra”.
Juan Cruz 15 MAY 2013 - 00:00 CET
http://elpais.com/elpais/2013/05/13/eps/1368455992_855263.html
 
De pie es un torbellino, camina hacia al frente, pero parece que se desplaza hacia los lados, no con la energía de los barcos, sino con el aire de los aviones.
Nunca está quieta Rosa Regàs.
Sentada, se apoya la mano en la cabeza pelirroja, saca su pierna larga de la mesa y si no fuera porque habla se diría que ese torbellino la ha alejado de allí, ya está en otro sitio, cuidando árboles o nietos. Pero está aquí, aunque no para.
Hubo un respiro, cuando la vimos para preguntarle cómo le va la vida, y fue cuando Loris, uno de sus hijos, llegó al bar de la librería Central de Barcelona para avisarle de que ya había comprado algunas viandas con las que brindar porque el último libro de la madre (Música celestial, premio Biblioteca Breve, Seix Barral) había salido ya de la imprenta.
Ella, coqueta, le agradeció la compra y él le preguntó si le había traído un ejemplar. Loris se lo preguntó con la inquietud que muestran los hijos cuando aún esperan regalos. Rosa lo miró un instante, como diciéndole que lo había olvidado, y cuando empezó a dibujarse en el rostro del hijo el rictus de la decepción, ella agarró del fondo de un bolso un libro que ya estaba dedicado al hijo y ahí se pudo ver que esta mujer que se crio, como ella dice, “sin mamá y papá”, es, como todas las madres, la que espera asombrar con cariño a aquellos a los que parió.
Hace muchos, muchísimos años, cuando su presencia era habitual en el mundo editorial barcelonés, y por tanto en el Bocaccio que montó su hermano Oriol, esta rubia pelirroja que tiene rubias aún las cejas y el pelo y todo ya tenía esta energía. Y esta risa. Manuel de Lope, que fue a ver a su amigo Carlos Barral cuando este era jefe de Rosa en Seix, la recordó un día así: “Entré allí y pregunté de quién era esa risa”. Pero la realidad que la circunda, y de la que se ha ocupado en artículos y tertulias, y de la que habla con la vehemencia que la distingue, le ha atenuado la risa.
Pero se rehace; a ella se le puede aplicar casi al completo aquella bella definición de Hemingway sobre una de las mujeres de sus libros, “conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”; fue niña de la guerra, conoció la angustia del exilio y el dolor de vivir sin padres (“nosotros no tuvimos mamá y papá”), pues estos se habían separado en los años decisivos de la infancia. Luego, en el curso de la historia, fue editora, funcionaria internacional, directora de proyectos culturales (entre ellos, la Casa de América y la Biblioteca Nacional), votante socialista y decepcionada votante socialista, catalana, madrileña y catalana otra vez; de modo que en ese trayecto ha podido recibir (y los recibió) varapalos varios, que la soliviantaron gravemente, y cuyas heridas guarda.
Le conté que el poeta Michael Krüger, editor como ella, sentado ante un bosque, me dijo que no vale la pena tanta angustia por ser más que otros, o por tener más, pues vamos a vivir menos que esos árboles. “Ah, los árboles”, exclamó Rosa Regàs, como si un resorte sentimental le aclarara la vista de pronto.
Cuando abrió una de sus casas, los amigos quisieron obsequiarla. “Pero como tenía bastantes trastos y no quería acumular, empecé a decirles que me trajeran árboles”. La idea era de su hermano Oriol, que pensaba lo mismo, los árboles son regalos y marcan el tiempo, como dicen Krüger y Regàs. “Y ahora tengo árboles de todo el mundo”. Están en la casa de Llofriu, en la comarca del Empordà.
Ella se detiene en un árbol en particular, una palmera que compró con Juan Benet, el escritor que fue durante años su compañero. “La compramos en 1967 en Alicante. Una palmerita que traje en una bolsa de plástico, la planté, estuvo un par de años sin moverse y un día me la llevé a Llofriu. En un año empezó a tirar y ahora mide ya veinte metros”.
El padre de todos esos árboles es, significativamente, el que le regaló Jaime Salinas (Seix Barral, Alianza, Alfaguara), “un sauce llorón que también trajimos nosotros dos. El jardinero que tenía entonces dijo que no iba a sobrevivir y ahí está”.
El árbol es el símbolo de la sabiduría y la permanencia. “Y no solo el árbol, también el entorno del árbol. En la época en la que yo trabajaba en las Naciones Unidas volvía a Ginebra los domingos. Uno de aquellos domingos me preguntó mi hermano Oriol: ‘¿No te da pereza?’. Me da pereza, le contesté, porque todo esto se queda aquí y no lo veré. Entonces Oriol le preguntó a un hijo mío si no le daba pereza irse. ‘No’, le respondió el chico, ‘yo enrollo el paisaje y me lo llevo’. Fue como si le dijera: enrollo el paisaje y cuando vuelva el viernes lo desenrollo. Así es, ahora yo me paso la vida enrollando paisajes y desenrollándolos”.
Para Rosa Regàs, los paisajes son entornos. “Siempre digo que yo no tengo sensación de soledad, en el sentido amargo de la palabra, porque el paisaje en mi vida es muy cordial, es lo que veo por dentro, lo que veo por fuera. Tengo a mis hijos, cuatro o cinco amigos a los que veo normalmente, tengo un entorno que es mi paisaje y que me satisface mucho”.
El paisaje de su infancia es difícil de enrollar. “Era el de mi colegio, en Horta; te lo podría dibujar metro a metro; estuve ahí muchos años. Y es el paisaje de la casa de mi abuelo en el Maresme, a la que íbamos poco, pero a veces de repente me encuentro viendo el paisaje de la segunda terraza que había arriba o del lugar donde jugábamos”.
Los padres ya no estaban, o estaban muy poco, y el abuelo “era el horror”. Los hijos le han aliviado, retrospectivamente, la orfandad. Anna, Mariona, Loris, David, Eduard. Diecisiete nietos “entre morganáticos y biológicos”. Y cinco bisnietos. “He tenido suerte con ellos; siempre me emociono cuando los veo, les dices que vengan y vienen, no se quejan, siempre están de buen humor, son buena gente, no son ambiciosos, les gusta el trabajo que hacen”. Y la convidan cuando ella triunfa.
–Usted también los quiere.
–Sí, este es un paisaje fantástico, los hijos, los nietos, los bisnietos.
–¿Y por qué fue tan difícil la relación con sus padres?
–Lo expliqué en Luna lunera… Mis padres eran republicanos, se fueron con la guerra, no pudieron volver. Se fueron de Barcelona en enero de 1939, y a nosotros ya nos habían mandado fuera, por los bombardeos. Yo estaba en un colegio fantástico en Francia y mis hermanos mayores estaban en Holanda, en casa de unos amigos de mis padres. Pudimos volver porque mi abuelo, como toda la burguesía catalana, se había pasado a Franco y consiguió que nos sacaran de allí antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Pero mis padres se quedaron y no volvieron hasta 1948.
El resto de esa historia es una sombra en el semblante de Rosa Regàs en este instante. Pero lo cuenta, es notarial. El abuelo había conseguido la patria potestad “con la excusa de que mis padres eran rojos y además estaban separados, y cuando volvieron ya no les dejaron vernos. Mi padre vivía en casa de mi abuelo, en temporadas, pero mi madre no podía vernos más que una hora al mes en el Tribunal Tutelar de Menores. Allí íbamos los sábados de cuatro a cinco y media y la veíamos con un gris delante. ¡Mi primer contacto con los grises! Y había una señorita, Rosalía, que escribía a máquina todo lo que decíamos. Y así hasta que me casé”. Se casó en cuanto pudo, escapando.
–¿Cómo ha repercutido esa realidad en sus sentimientos?
–No lo sé muy bien. Sé que cuando era pequeña, lo que quería era tener una familia mía, no aquella especie de caricatura de familia que era mi abuelo con su prima, más vieja que él, siempre de mal humor, aquel abuelo que arrastraba los manteles y lo tiraba todo contra el suelo cuando se cabreaba. ¡Es que no sabes lo que era! Vivíamos en el terror.
La historia de su madre, al regreso. Vivió siempre (en Madrid) con una mujer, Matilde; las dos murieron en 1999, después de sesenta años juntas. “Amantes, digo yo, porque si no, no sé cómo pudieron estar juntas tanto tiempo. Y yo las amaba a las dos; había temporadas en que amaba más a Matilde y otras más a mi madre. Con Matilde discutíamos sobre los libros que ella nos compraba. Era una maravilla”. El padre murió en 1983. “Él siempre decía: ‘Yo he venido al mundo a pasar el verano’. Era un gran amante del teatro, al teatro se dedicaba. El teatro lo salvó. Cuando volvió la democracia y vio que la República había quedado en vía muerta, en 1978, se calló, y ya no habló más, nunca más, hasta su muerte”.
Una historia larga. ¿Y ahora? “Pues mira cómo estamos. El señor Mas recorta en Cataluña, pero de lo que habla es de la independencia. Hizo una campaña justo al revés de lo que hace y nadie se escandaliza. Hay mucha desfachatez y mucha inocencia, tontería o falta de compromiso. Creo que hemos tenido una educación siniestra para que nos funcione tan mal el criterio y la lucidez”.
Una educación siniestra. “Sí. Los ricos y los políticos que han ido a la escuela privada no aprendieron nada, porque si no serían más educados. Y a los que han ido a la escuela pública tampoco les han enseñado nada. Siempre digo, y me parece que es cierto, que la guerra dejó sin futuro a los que la perdieron, sobre todo a los exiliados, pero a los que la ganaron los dejó sin pasado, y no saben nada, y siguen educando sin pasado”.
–Una pregunta, Rosa, ¿cómo vive este proceso independentista que se ha iniciado en su tierra?
–¡Tenemos que ir a la independencia de la mano de los corruptos! ¡Tiene cojones! Mas, que dirige el partido más corrupto que hay en España en este momento, que ya lo era con Pujol y con sus hijos, archimillonarios cuando aún son jóvenes, ¿estos son los que nos tienen que llevar a la independencia? Es que con esos señores yo no voy ni al estanco.
La energía, dice, es como la memoria y como la inteligencia. “No me acuerdo de mi edad. Y a veces me paro y me digo: ¡si soy una anciana! Pero se me olvida enseguida. Si un día me caigo y me muero, vale; mientras, no me horroriza la muerte, ni muchísimo menos; lo que me horroriza es la pérdida del entendimiento. Lo único”.
Como el abuelo de Saramago, ahora se ha ido a abrazar los árboles.

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