sábado, 2 de junio de 2012

HABLA PERICO VIDAL

Big Time 6: Nueva York, 1958
Por: Marcos Ordóñez | 01 de junio de 2012

Una mañana estaba con Sinatra en su casa, junto a la piscina, cuando le pasaron el teléfono. “Miss Gardner”. Llamaba desde Madrid. Sinatra la escuchaba en silencio o apenas respondía alguna palabra. Me miraba, elevaba los ojos al cielo y sacudía el auricular, como si estuviera chorreando babas.
“¿Qué te ha dicho?”
“Lo de siempre. Que me echa muuuucho de menos”.
Estos siguen igual, pensé.
No era la primera vez que llamaba. A veces era Sinatra quien la telefoneaba. Podían estar horas hablando. Otras veces, él contestaba muy seco, como si se hubieran equivocado de número, o se echaba a reír con sus arrebatos y le colgaba el teléfono. Pocos días después de aquella llamada estaba yo a punto de marchar a Nueva York y de allí a España cuando Sinatra me enseñó dos paquetes grandes, idénticos, envueltos en papel de embalar.
“Te quiero pedir un favor. Me gustaría que le llevaras esto a Ava. Es un tocadiscos portátil que acaba de salir. Muy bueno, con cambio automático para ocho discos. El otro es para ti, por las molestias”. 
También me dijo:
“Yo tengo un apartamento en Nueva York, pero es very dull, quiero cambiarlo”. Quería decir que era muy gris, muy tristón. “Déjame que te organice. Te buscaré un buen sitio. Bob y Jimmy se ocuparán de ti”.
En la escalerilla del avión me esperaba Bob, su chófer. Negro y tan loco por el jazz como yo. El coche era una limo. Me senté delante, a su lado. Era un guía formidable. Me iba enseñando todo. “Eso es el cementerio judío”, decía, “y este es el puente de Brooklyn, y esto es Park Avenue, y esto es el Waldorf Astoria”. Le conté a Bob que el Waldorf era un lugar de ensueño para mí desde que ví una película llamada Weekend at the Waldorf ("Fin de semana"), con Lana Turner y Van Johnson. Casi no me acordaba de ellos, aunque Lana Turner estaba imponente. Lo que no se me borró fue el hotel.
Bob sonrió. “Pues aquí es donde vamos”.
Me habían reservado una suite. No me lo podía creer. Y seguían los regalos: en la cama me esperaba una cámara Polaroid. La primera que salió, un cacharrazo enorme. En Madrid la gente se quedaba pasmada al ver aparecer las fotos en papel, tan pasmada como me quedé yo al ver aquello por primera vez. En la habitación estaba Ben Barton, que también sonrió al verme tan contento y tan maravillado.
“Frank es así, ya sabes. Siempre lo ha sido. Cuando ganaba veinticinco dólares a la semana ya les daba un dólar de propina a los taxistas. Y para sus amigos, siempre lo mejor de lo mejor”.
Tenía que ir con muchísimo cuidado en el Waldorf porque todo estaba pagado. Quería comprar recuerdos en la tienda: pagado. Copas, pagadas. Todo pagado por mister Sinatra.
Jimmy Van Heusen nos esperaba en Dempsey’s, uno de los joints favoritos de Sinatra. El otro era el restaurante de Toots Shor. Dempsey’s estaba en Broadway, entre la 49 y la 50, muy cerca de Times Square. Van Heusen me dijo: “La comida es muy buena, pero ya verás cuando pruebes el cheesecake. En realidad, Frank siempre viene por el cheesecake. Es lo que más le gusta del mundo”.
Bueno, pensé, esta es mi oportunidad.
“¿Podríamos enviarle un cheesecake por avión?”
“Claro que sí”, dijo Ben Barton.
“Esa es una buena idea, Pedro”, dijo Van Heusen, como si le sorprendiera que no se le hubiese ocurrido antes a él.
Hicimos que se lo enviaran a la mañana siguiente. Tardó un día en llegar, claro, pero no veas lo contento que se puso Francis: como si le hubiera regalado la torre Eiffel.

Count Basie en el Birdland con Pee Wee MarquetteLa primera cita obligada era el Birdland, el templo del jazz en Nueva York. Estaba muy cerca de Dempsey’s. Aquella noche tocaban nada menos que la banda de Basie y el trío de Bud Powell. El emcée del Birdland era un enano, tal como suena, medía un metro y poco más. Se llamaba Pee Wee Marquette. Tenía la voz chillona, como una niña, y una mala leche acojonante. Exigía propinas a los músicos, y si no se las daban les hacía la vida imposible o les cambiaba los nombres a la hora de presentarles. Y los músicos tragaban, incluso los más grandes. Era algo increíble. Hasta el propio Basie bajó la voz cuando me dijo luego:
“¿Sabes qué mote le sacó Lester Young? Half Motherfucker”.
Tocó el trío de Bud Powell y tocaron Basie y los suyos. Yo estaba en el cielo, por supuesto. Y a mitad del último pase aparecieron Sarah Vaughan y Billy Eckstine y comenzó una jam. A mí no me volvía loco la forma de cantar de Billy Eckstine, pero allí lo tenía , a cuatro pasos, y no sé si era porque estaba con Sarah Vaughan y con Basie, pero aquella noche cantó como nunca. Y Sarah Vaughan… qué te voy a decir. Yo nunca he oído cantar mal a Sarah Vaughan. Y por “cantar mal” quiero decir cantar floja o desganada, porque siempre tuvo un registro de voz extraordinario.
Al acabar, Basie se sentó a nuestra mesa. Era hombre de pocas palabras. Vino para decirnos que, si nos apetecía, podíamos pasarnos por su club, en Harlem. “Eddie Lockjaw Davis", que había sido su saxo solista, "está ahora con una chiquita sensacional que toca el órgano. Se llama Shirley Scott”. Para mí era una mezcla un poco rara un órgano y un saxo tenor, pero lo que dijera Basie iba a misa. Van Heusen me contó que Davis y Shirley Scott habían tenido un éxito grande aquel año, un número muy bailable que se llamaba In the kitchen. Hicieron varios discos juntos, muy buenos, con mucha gracia y mucha fuerza, y luego Shirley tocó con Stanley Turrentine, con el que se casó, pero Turrentine no tenía la empenta de Eddie Davis.
“¿Vamos, no?”, dije.
No. Que no venían, que estaban muy cansados. Van Heusen no parecía el mismo que había conocido en Las Vegas. Claro, pensé, allí tenía a Sinatra al lado, no podía decirle que se bajaba en marcha.
“¿Harlem, a estas horas?”, dijo Barton. “¿Por qué no esperas a mañana?”
“Es que está pasando ahora”.
Quisieron llamar a Bob para que me llevase. Dije que ni hablar y salí pitando, porque eran muy capaces de despertarle.

Harlem, 1958 (III)Paré un taxi un Times Square.
“Count Basie Café, uptown”.
El taxista me dice: “Nop”.
“¿Cómo que no?”
“Que a Harlem a esta hora no le llevo”.
Pensé: buscaré un taxista negro. El taxista negro, que tampoco. Al final localicé un taxi pirata y me llevó. El café de Count Basie era un sitio bastante pequeño. Tuve que pasar dos veces por delante para localizarlo. No sonaba música: estaban en la pausa entre pases. Cuando entré las conversaciones se pararon de golpe. Nunca había tenido aquella sensación, ni siquiera en París: ser el único blanco en un club de negros. Me llevaba de fábula con todos los gitanos de Barcelona, porque era muy amigo de Alberto Puig Palau, el “tío Alberto”, que apadrinó a Gades y a la Chunga y al que todos los calós  respetaban como si fuera un rey, y años más tarde viví en las favelas de Río, en un barrio en el que la policía no se atrevía a entrar, pero aquella noche sentí un átomo de miedo, una pizca. Un momento de inquietud, la sensación de que podían venir mal dadas.
Pensé: “Tranquilo. Es normal. Me están observando para ver si soy straight. A estas horas debo parecerles un poli o un loco”. En aquella época, el error de todos los blancos al tratar con otras razas (con razas marginadas, oprimidas) estaba en la mirada. No podían evitar mirarles como si estuvieran en el zoológico, así que pedí una copa y me concentré en la música, que realmente era muy buena. Al cabo de lo que me pareció un siglo, el que estaba a mi lado me preguntó:
¿You’re not american, aren’t you?
“No”.
¿Were are you from?
Spain, Europe
Ah, sunny Spain! Have a drink with me
Y el rumor de las conversaciones volvió a subir.

Harlem, 1958 (II)A la mañana siguiente volví a Harlem. Y me enamoré del barrio. El Village estaba muy bien, muy animado, pero me pareció un barrio de moda, para hipsters, lo que ahora llaman un parque temático.
En Harlem había una vitalidad como no la había en todo Nueva York. 
Desde luego que era un barrio duro. Había mucha pobreza pero también dignidad. Y alegría: música por todas partes. En las baptist churches hacían música con lo que tuvieran, una guitarra, una batería, y el preacher cantaba los salmos. Me quedaba horas escuchando aquella música, tanto que poco me vieron por el Waldorf. Tenía muchas notas de llamadas de Barton y Van Heusen: lógicamente, pensaban que me habían secuestrado o algo peor. Les tranquilicé. Compartimos algunas cenas y un concierto, extraordinario, de Lionel Hampton en el Carnegie Hall. Entendieron que me apetecía ir a mi aire, y yo creo que agradecieron también que les liberara de cargar conmigo.
Aquellos días todo fue perfecto, maravilloso. La noche de Basie y Powell y Eckstine y Sarah Vaughan fue impresionante, y volver a encontrarme con Hampton fue estupendo, pero lo más importante de todo fue descubrir Harlem y la noche en que Roy Eldridge tocó para mí.
En Barcelona, en casa de Pere Casadevall, había descubierto un disco de Roy Eldrige y Oscar Peterson con un tema que me atravesó de parte a parte: Echoes of Harlem. Tenía un solo de trompeta que fue escucharlo y ¡clack! las lágrimas en el suelo. Aquello solo me había pasado con Bessie Smith. En Nueva York yo rastreaba todos los días el Times y las revistas de jazz para ver quién actuaba, pero aquella actuación de Eldridge se me había pasado. Corrí al club. Y la buena fortuna quiso que en aquel momento Eldridge estuviera en la barra. Naturalmente, yo no le conocía de nada, pero me acerqué y le dije: “Me ha pasado esto contigo: escuché Echoes of Harlem y rompí a llorar”. Eldridge no dijo nada. Me miró. Un buen rato, o lo que a mí me pareció un buen rato. Pensé que no me había entendido, o que creía que le estaba tomando el pelo, qué se yo, pero al cabo de ese rato asintió con la cabeza, como diciendo “Okey, recibido”. Era todavía más tímido que Basie. Se levantó y desapareció por una puerta del fondo. Anunciaron el segundo pase. Y entonces sale con los músicos, me mira, y comienzan a tocar Echoes of Harlem. Y vuelve a hacer ese solo y yo rompo a llorar otra vez como un crío. Lo recordaré siempre.

Roy EldridgeEn el aeropuerto pasé dos horas facturando: entre mis maletas, los dos paquetes de Sinatra, la cámara Polaroid y los montones de discos que había comprado parecía que me mudaba de casa.
Aquellos días estupendos se habían acabado. Sabía que a la vuelta tenía que entregarle a Ava su regalo y sabía que me esperaba un rodaje en la Costa Brava: Manckiewicz iba a filmar una historia de Tennessee Williams que se llamaba Suddenly Last Summer, con Liz Taylor. No parecía mal plan. Idolatraba a Liz Taylor, como casi todo el mundo, y reverenciaba a Manckiewicz: Eva al desnudo era una de mis películas favoritas. Más allá de eso no sabía nada; en aquella época vivíamos de película en película. Sin embargo hice un plan, por primera vez en la vida. Ya en el avión me dije: “A la que junte algo de dinero, me vuelvo. Y me instalo en Harlem una temporada”. Y lo hice, a finales de los sesenta. Me fui a vivir a Harlem con Alma López, una chica mulata, guapísima, cuyo hermano era el secretario del gran Paul Robeson, el actor y cantante americano que fue un activista de los Derechos Civiles y abrazó la causa soviética, y fue perseguido por McCarthy y el FBI. En Harlem volví a ser muy feliz, pero esa es otra historia que algún día te contaré.

(Continuará)

Nota: el amigo FB me ha descubierto una minientrevista filmada con Perico Vidal, que adjunto aquí. (Muchas gracias!)

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