Hace unos años tuve mi propia experiencia política que consistió en afiliarme a un partido porque creía, ingenuo, que podía aportar algo. Dicha experiencia duró, día más días menos, tres meses. Después de la primera asamblea, reunión o llámese como se llame, me dije -esto no es para mi. Los años han pasado, los partidos siguen ahí y mi impresión acerca de ellos ha variado poco. Hay disciplina de partido y el jefe, líder o presidente, ejerce de césar y hay que joderse, perdón, que callarse, y seguir paso a paso la senda marcada. Si uno levanta la cabeza... ¡zas!, si uno se queja... ¡zas!, si uno es un grano en el culo... ¡zas!. Pero si uno tiene poder, información o una manta de la que tirar... nada de nada, ahí sigue per saecula saeculorum (vésase, si no, el caso de Curbelo en La Gomera, vergüenza nacional, apoltronado y con todos los beneplácitos correspondientes).
En una reunión de amigos me quejaba del jefe de una empresa que había organizado el comité sindical de los trabajadores a su antojo con personal de su confianza. Y mientras me quejaba amargamente un amigo lo justificaba diciendo las palabras mágicas: es lo normal. Pues vale, es lo normal, pero por cosas como ésta no estoy afiliado a ningún partido y la política me ha desencantado completamente. ¿No es ésta quizá una forma de fascismo moderna?
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