Hitchens, tan listo y tan legal
Sus memorias, publicadas un año antes de su muerte, revelan un cerebro, un corazón y una autenticidad que enamoran.
Carlos Boyero 17 MAR 2012 - 12:16 CET
Se supone que lo único que debe interesarnos de los creadores es el regalo que nos han hecho con su obra. Pero la riqueza de ese universo, las impagables sensaciones que nos han provocado los personajes y los sentimientos que describen, el lenguaje con el que han desarrollado su arte, hace tantas veces inevitable (o gozosa) la aparición de la mitomanía, intentar conocer a través de los biógrafos, o de la gente que ha tenido conocimiento parcial o íntimo de la vida de los artistas que admiramos, o del propio testimonio de estos, la personalidad, los recuerdos, los amores, los dolores de esos seres excepcionales que han creado algo que conmueve, divierte, deslumbra, consuela, identifica, da miedo, abre senderos desconocidos y apasionantes, conecta con nuestro cerebro y nuestras entrañas.
Y a veces descubres con estupor al conocer personal y superficialmente al autor de cosas que amas que su imagen, su actitud, su expresividad gestual y oral, su pensamiento, te decepcionan, son ajenos a la fascinación que sientes hacia su obra. Lo mismo puede ocurrirte al leer sus memorias, al constatar que la narración en primera persona de su existencia te desinteresa, que alguien dotado de enorme creatividad es incapaz de transmitirte nada que merezca la pena cuando le pide a su memoria que hable. Es probable que en el caso de algunos personajes famosos esa autobiografía en realidad haya sido escrita por un “negro” dada la incapacidad o la vagancia del protagonista para plasmar literariamente la narración de su vida, pero, en cualquier caso, el “negro” puede darle forma a la escritura pero nunca inventarse lo que sale de la boca de su interlocutor. Por ejemplo: era lamentable, fatua, académica, plana, aburrida, fundamentalmente interesada por los incontables halagos que le hacían a su persona todos los presidentes y monarcas del universo, la que escribió un hombre incuestionablemente genial llamado Charles Chaplin. También creo ser uno de los pocos lectores cuya alma no se derritió con el celebérrimo testimonio de Pablo Neruda Confieso que he vivido (de acuerdo, el título es muy sugerente), aquel poeta inmenso describiendo los asuntos del corazón, pero descorazonador cuando su fervor revolucionario le imponía hacer odas al padre Stalin, que vigila celosamente desde el Kremlin por el bienestar de todos los parias de la tierra.
Y existen otras que te transmiten lo que tú esperas del personaje. Adiós a todo eso, de Robert Graves, se lee con idéntico placer y emoción que Yo, Claudio. Sé que El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, supone una obra sagrada en el cultivado altar de muchos y enamorados lectores, pero yo aún disfruto más con la descripción humorística, tierna, evocadora y a ratos surrealista que hizo su hermano Gerald de sus recuerdos de infancia y adolescencia en Mi familia y otros animales.
A la gente que ha desarrollado su arte contando historias a través de la cámara o protagonizándolas delante de ella no se le puede exigir que tenga idéntico talento con la palabra escrita, pero existen memorias de gente del cine que se leen con el mismo gozo que viendo sus películas, en las que reconoces la sabiduría, el vitalismo y la inteligencia que desprende su cine. Es probable que sigas sin saber demasiadas cosas de la vida de Groucho Marx al finalizar Groucho y yo, pero la risa que te va a asaltar en cada página es idéntica a la que te despierta todo lo que sale de su boca en el cine. Son una inagotable lección de humanidad, genio, observación penetrante de las personas y las cosas las memorias de Luis Buñuel Mi último suspiro. Y leyendo la reflexión de Jean Renoir sobre su vida y sus películas entiendes la complejidad, la tolerancia y el lirismo de su mirada sobre los seres humanos que refleja su cine. Tampoco tienen desperdicio las de ese hombre de acción y poeta del fracaso llamado John Huston, incluida la lista de cosas que no volvería a hacer si dispusiera de otra vida, en A libro abierto. Kazan sabía mucho del cine y de supervivencia, pero eso no justifica que sea tan escapista y mentiroso con su abyecta delación durante la caza de brujas al contarnos su vida. Arthur Miller, uno de los amigos a los que delató Kazan, demuestra potencia expresiva, pero también dignidad, en su espléndida autobiografía Vueltas al tiempo. Todo en el rostro y en la personalidad de Simone Signoret reflejaba talento existencial. Sus recuerdos y sus opiniones en La nostalgia ya no es lo que era están a la altura de esa inteligencia y de esa vida tan vivida. Y, cómo no, me quedé con hambre de saber todavía más cosas del maravilloso Michael Caine al terminar el muy divertido Mi vida y yo. Tenemos suerte. Me cuentan que la continuación está cercana.
La primera vez que tuve noticia del ensayista Christopher Hitchens fue en la deslumbrante autobiografía de Martin Amis Experiencia. Pero, mea culpa, no había leído sus libros ni sus artículos al sumergirme con permanente hipnosis en sus memorias, tituladas Hitch- 22 y publicadas un año antes de su muerte. O sea, empiezo mi conocimiento por el final, cuando este magistral estilita y veraz ser humano decide que le han ocurrido las suficientes cosas en la existencia como para hacer definitivo repaso de ellas. Y lo que cuenta, pero sobre todo, cómo lo cuenta, revela un cerebro, un corazón, una valentía, una capacidad para escapar del cómodo autoengaño y del dogma, una sutileza descriptiva, una mordacidad, una cultura y una autenticidad que están más allá del elogio, que enamoran.
Militante en sucesivas causas perdidas, amigo hasta las últimas consecuencias de sus amigos (la cantidad de talento que se concentra en ellos es abrumadora, hablo de Martin Amis, Ian McEwan, Edward Said, Susan Sontag, James Fenton, Salman Rushdie, gente así), trotamundos vocacional en peligrosas geografías del planeta, polemista con argumentos, desertor de rebaños y de convenciones, todo en su escritura y en su actitud vital revela a un hombre tan inteligente como honesto. Lees sin prisas y sin pausas estas memorias, admirando su brillantez narrativa, haciéndote pensar, dudar y sentir. Capítulos como los dedicados a la evocación de su suicida madre y a su educación infantil y adolescente son inolvidables. Mi descubrimiento de Hitchens ha sido tardío, pero mejor tarde que nunca. Me esperan sus libros Dios no es bueno y Dios no existe. Aunque yo no fuera agnóstico, seguro que acababa dándole la razón. O replanteándome mi fe. Es así de persuasivo y seductor.
Hitch-22. Christopher Hitchens. Traducción de Daniel Rodríguez Gascón. Debate. Barcelona, 2011. 29,90 euros (electrónico: 17,90). Dios no es bueno y Dios no existe (Debate y Debolsillo).
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