Vuelvo del supermercado, aprovecho que abren a las 9 para subir en moto, a pesar del viento huracanado que ni Pepepótamo. Ya hay gente, nunca lo he entendido, ¿dormirán en el aparcamiento? ¿O tal vez dentro del supermercado, entre latas de cerveza o paquetes de harina? Un misterio más.
Pues nada, entro, busco lo necesario -me ha costado porque parece que alguien decidió mover los artículos de pasillo y me encontré con un nuevo supermercado-, lo compro y pago. Larga cola ante las cajas, únicamente dos cajeras en las ídem. Sé que hay cajas rápidas para cestas, de esas donde tú mismo te cobras, pero siempre que me sea posible no las utilizo, tarde o temprano harán que desaparezcan las cajeras de carne y hueso y familia, así que tuve que esperar mi turno. Pago y me encamino a la moto para encontrarme frente a mi, en la rampa automática sentido bajada, una chica que llevaba tatuajes en los cuatro puntos cardinales, muy entretenidos de mirar: al Norte (cuello) un dibujo cursiinventado de una cara y una línea sinuosa que acababa convirtiéndose en una flor; al Este y Oeste (ambos brazos y antebrazos), una miscelánea irrecordable y al SUR, en ambos gemelos, nombres varios. La pobre chica llevaba puesto un top palabradehonor, negro, que iba subiéndose con una uñas imposiblemente largas cada, calculo, siete u ocho segundos. La pobre, pensé, qué incómodo debe ser vestir una prenda como esa.
Perdida de vista la chica-rosa de los vientos salí al aparcamiento, me subí en la moto y a casa.
¿Por qué nos gusta tan poco ir al súper? Yo lo tengo a la altura de cambiarle el forro al edredón o sacar la basura.
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