domingo, 13 de septiembre de 2015

CATALANISMOS X 3

‘Marrullería y timo’
Javier Marías

Sintiendo el aprecio que siento por algunas constantes de la sociedad española, expuestas el domingo pasado, no me extraña ni me escandaliza que mucha gente se quiera separar de este país, infame en demasiados aspectos. Creo estar libre de sospecha de patrioterismo, e incluso de patriotismo. Lo que me parece muy raro es que deseen separarse unos representantes políticos que, en sus métodos, en su talante, en su falta de sentido de la democracia, en su cerrilismo, en su intransigencia, en su capacidad para mentir y para tergiversar la realidad, en sus aspiraciones caciquiles, en su espíritu inquisitorial, en su irracional soberbia, en su “contra mí o conmigo”, apenas se diferencian de la secular tradición española, sobre todo de la más beata y sectaria, representada inmejorablemente por el franquismo (beata de la propia patria).
La imitación de Franco tuvo su punto culminante hace unos meses, cuando Artur Mas sugirió que votar contra él equivalía a votar contra Cataluña. Bueno, en esto no imitó sólo a Franco, inventor de “la AntiEspaña”, sino a casi todos los absolutistas que en el mundo han sido, desde Luis XIV hasta Hugo Chávez, caídos en la tentación de considerarse encarnaciones milagrosas de sus respectivas naciones.
El disparate catalán ha alcanzado cotas grotescas, y de una zafiedad intelectual sin límites. En el llamado “proceso” todo es confuso, puro chafarrinón y marrullería, puro timo. Unas elecciones autonómicas en las que ya no se vota del todo lo siempre votado en éstas, sino también –de rebote– la independencia, que, según los resultados, se declarará unilateralmente, fuera de la legalidad y de todo acuerdo: no ya con el resto de España y su Gobierno, sino con cualquier organismo europeo. Es como si Córcega o la Bretaña se proclamaran desgajadas de Francia, o la Lombardía de Italia, o Baviera de Alemania. Semejantes declaraciones caerían en el vacío, ningún país de la zona las tendría en consideración ni les haría caso.
A efectos reales y prácticos, a efectos de convivencia con los vecinos, serían como jugar al palé o monopoly, algo hueco y sin consecuencias efectivas. Tampoco se sabe bien cuáles han de ser esos resultados, los que llevarían a la independencia. Al parecer, a los promotores les bastaría con conseguir una mayoría de escaños para su esperpéntica coalición, desdeñarían que la mayoría de votos fuera contraria a sus propósitos. ¿Dónde se ha visto semejante fraude? “Usted vota una cosa”, se le está diciendo al elector, “pero en realidad está votando otra; y, según lo que convenga, computaremos de un modo u otro”. El chiste no es ya propio de la peor España, sino de las repúblicas bananeras de las películas (ni siquiera de las de la realidad, me temo); de la Venezuela chavista y la Rusia putinesca, a las que sólo tienen por democracias modélicas los dirigentes de Podemos y Alberto Garzón, esa lumbrera.
He hablado de coalición esperpéntica, y es que no hay adjetivo más adecuado (superespañol, por cierto) para describir una lista electoral encabezada por un ex-eco-comunista y por dos señoras engreídas a las que nadie ha elegido nunca (pues nunca se han presentado a cargos políticos), sino que se han erigido ellas mismas en encarnaciones de la “sociedad civil”, es decir, de la sociedad a secas; el cuarto lugar de la estrafalaria lista lo ocupa el actual President de la Generalitat, un político parecidísimo a Rajoy en lo ideológico y lo económico, y que, no se sabe por qué arte de trilero, pasaría al primer puesto en caso de salir triunfante, y sería por tanto el inaugural Presidente de la fantasmagórica República Catalana; y en quinto lugar aparece el “jefe de la oposición” al propio Mas, Junqueras, líder de un partido que lleva ochenta años aventado y dando tumbos. Es digno del españolísimo Torrente que el jefe del Gobierno y el de la oposición se ofrezcan juntos en la misma lista el 27 de septiembre. Es difícil incurrir en mayor número de contradicciones y embrollos.
Añádase la negación constante de la realidad por parte de los promotores: “Seguiríamos en la Unión Europea y en el euro”, afirman, “o nos readmitirían en seguida”. Nadie europeo ha avalado ese optimismo, todo lo contrario. Para que un país nuevo ingrese en la UE se necesita la aprobación unánime de todos sus miembros. España no la daría, sólo fuera por despecho. Francia tampoco, no fuera Cataluña a solicitar el Rosellón acto seguido. Ni Italia, por no aceptar un precedente para la inventada “Padania” de los fascistas de la Liga Norte. No la daría nadie. “Seríamos más ricos”, cuando la probable pérdida del mercado español sería un revés catastrófico para la economía catalana. A mí no me extraña ni escandaliza, ya digo, que alguien ansíe separarse de mi país.
Pero una Cataluña independiente, ahora, en manos de quienes la propugnan desde arriba, sería lo más parecido a un cortijo para ellos, en el que además nadie podría intervenir, y la que menos la UE. Yo no entiendo cómo los catalanes –incluso los independentistas– no perciben la jugada de Romeva, Forcadell, Casals, Mas y Junqueras: “Dennos todo el poder y aislémonos del mundo, que nadie se meta en nuestras cosas”. No sé cómo no se percatan de que ese “nuestras” significa exactamente de Romeva, Forcadell, Casals, Mas y Junqueras. Bueno, y de quienes hagan suficientes méritos.

JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 13 de septiembre de 2015
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El día de las marmotas
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa.

Somos lo peor de cada casa. Y somos muchos. Más de lo que parece. Más de lo que todo el mundo cree. Pasamos casi desapercibidos, caminamos de puntillas. Somos los tímidos que nos callamos en las discusiones porque lo nuestro no es discutir, los que no sabemos a quién votar porque nos parece que la votación está mal planteada de raíz, los que estamos encerrados con un solo juguete y ansiamos salir porque pensamos que sin juguetes, ahí afuera, también se puede jugar. Nos dan apuro los gritos, los himnos, las marchas, las banderas, los discursos. No son para gente de nuestra calaña, pero somos perfectamente capaces de tolerarlos y de respetar a los que vibran con ellos aunque carezcamos de ese esquivo gen que nos permitiría pasarlo en grande en los pasacalles.
Querríamos estar llenos de ilusión, pero nuestro ADN está severamente dañado. Hemos nacido con una grave tara que arrastramos con resignación pero sin orgullo ni vergüenza. Una tara que es como un lunar en el brazo, que tenemos desde críos, de esos lunares de color marrón que ya no vemos porque han crecido con nosotros. Somos como sombras que se arrastran en silencio, como los tipos de La invasión de los ultracuerpos, fingiendo que somos como los demás, aunque por dentro estemos apenados, acojonados y perplejos.
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa. Ciudadanos de cuarta, frívolos y vagazos, conscientes de estar cometiendo un sacrilegio espantoso por el que asumimos la penitencia y el castigo que caerá inexorablemente sobre nuestras cabezas. Ya lo he dicho: lo peor de cada casa. La idea de España no nos fascina, pero no nos repugna. No sabemos si los rumores sobre la lista negra de los catalanes de pacotilla son ciertos, pero por supuesto estamos a favor de su existencia: gente como nosotros no debería tener cabida ni voz en esta gran nación que, al parecer, se avecina.
No nos cogemos de la mano, no ponemos banderas en los balcones, nos quitamos, con educación pero con firmeza, de encima a los postulantes que llaman para contarnos la buena nueva. Contemplamos a los líderes de los partidos de aquí y de allí con la misma mirada de estupefacción que reservamos para los momentos álgidos de los reality de la tele. Lo malo es que no paramos de preguntarnos en bucle: ¿Tanto costaba relajarse un poco y aparcar las amenazas y los victimismos? ¿Tanto? ¿Por qué no dejaron en su momento el "y tú más" de patio del colegio? ¿Por qué?
Como nos sentimos en casa tanto en Olot como en Orense o en Orán, nos llaman, merecidamente por supuesto, botiflers, españolazos, charnegos, desgraciados y hasta cosmopolitas. Para nuestra desgracia, no hemos sido ungidos con la fe y la confianza en un país mejor que iluminan la vida cotidiana de muchos de nuestros compatriotas. Creemos que la historia no es un memorial de agravios, sino un instrumento para aprender de los errores. Pensamos y sentimos de otra manera: somos los pusilánimes que en su día votamos a Maragall confiando (sí, craso error) en que el diálogo político iría por otros derroteros: igualdad, justicia, fraternidad, solidaridad, honestidad, armonía, ayudar a los vecinos, sentido común... esas cosas que nos parecían fundamentales para construir una sociedad algo mejor y nos encontramos con una triple taza de caldo de un debate que en nuestra estúpida inocencia, creíamos perteneciente a otra época.
Somos tan ilusos que lo único que queremos es vivir en un lugar que se llame como se llame y tenga la bandera que tenga, pero en el que la justicia funcione sin trabas, los que mandan no metan mano a la caja, las carreteras tengan el firme en buen estado, los médicos y las enfermeras de la sanidad pública tengan tiempo para atendernos, donde cada uno pueda hablar y cantar y trabajar en el idioma que quiera, las escuelas públicas enseñen a los niños a pensar y algo de matemáticas y natación (sin exagerar lo de las matemáticas), la luz, el gas y el agua y un techo estén garantizados, los bares pongan un café decente y poca cosa más. Y donde, a ser posible, los discursos, a menos que los escriba David Foster Wallace, queden relegados a los banquetes de bodas o a los aniversarios de los centenarios de la familia.
Ahora, desde hace demasiados años, nos sentimos atrapados en el tiempo como Bill Murray en El día de la marmota, pero ni siquiera tenemos una Andie McDowell por la que merezca la pena despertar una y otra vez en el mismo día eterno y escuchar hasta el aburrimiento a Sony and Cher cantar I've got you babe. Seguro que hay cosas peores, pero ahora mismo no se nos ocurre ninguna.

Isabel Coixet es directora de cine.
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Catalanes
ENRIC GONZÁLEZ
Actualizado:12/09/2015 00:53 horas

No puedo estar seguro porque nací mucho más tarde, pero creo que en 1931 yo habría sentido entusiasmo ante la instauración de la República. Con las mismas cautelas, creo que en 1936 habría defendido la República. Pese a sus errores y horrores. Y, qué remedio, habría respaldado a Lluís Companys, el peor presidente de la Generalitat hasta Artur Mas. La incompetencia de Companys no tuvo remedio; su honor, al menos, quedó redimido con el fusilamiento. Companys amaba a Cataluña. Me siento incapaz de afirmar lo mismo sobre Artur Mas.
Miren, comparto la desgracia de la mayoría de españoles. La historia de España contiene numerosos episodios desgraciados, errores gigantescos, crímenes imperdonables. El franquismo fue una vergüenza y un fracaso, incluso en el ámbito económico: las democracias vecinas prosperaron más. Qué se le va a hacer. Los españoles tuvimos que seguir siéndolo. Ni los menos patriotas, los más indiferentes ante los himnos y las banderas, como es mi caso, dejaron de sentirse españoles. Conformados, indignados, felices o subversivos, españoles.
Soy catalán. Esta afirmación es tan estúpida como sincera. Soy catalán y estoy en contra de la independencia. No amo de forma especial a España ni a Europa, pero una y otra me son cercanas, entrañables y, sobre todo, me convienen políticamente. La política consiste en un juego de intereses que sólo funciona bajo el imperio de la razón; la razón me dice que España y Europa me convienen. Ni me oprime el Gobierno de Madrid ni me oprime el Gobierno de Berlín. No me gustan, en general, las políticas que aplican. A otros, sí. Son cosas contingentes.
Desprecio a esos corruptos que se han envuelto en la bandera catalana. Comprendo a los cientos de miles (descuento a la citada minoría delincuente) que se manifestaron en Barcelona. Opino que se equivocan, que se dejan llevar por los sentimientos, que han sido engañados. Pero son los míos. Tanto los corruptos embaucadores como los idealistas, tanto los xenófobos como los solidarios. Pese al actual disparate, pese a los desastres que puedan venir, seguirán siendo los míos. Es amargo comprobar los límites de la racionalidad.

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