‘Marrullería y timo’
Javier Marías
Sintiendo el aprecio que siento
por algunas constantes de la sociedad española, expuestas el domingo pasado, no
me extraña ni me escandaliza que mucha gente se quiera separar de este país,
infame en demasiados aspectos. Creo estar libre de sospecha de patrioterismo, e
incluso de patriotismo. Lo que me parece muy raro es que deseen separarse unos
representantes políticos que, en sus métodos, en su talante, en su falta de
sentido de la democracia, en su cerrilismo, en su intransigencia, en su
capacidad para mentir y para tergiversar la realidad, en sus aspiraciones
caciquiles, en su espíritu inquisitorial, en su irracional soberbia, en su
“contra mí o conmigo”, apenas se diferencian de la secular tradición española,
sobre todo de la más beata y sectaria, representada inmejorablemente por el
franquismo (beata de la propia patria).
La imitación de Franco tuvo su
punto culminante hace unos meses, cuando Artur Mas sugirió que votar contra él
equivalía a votar contra Cataluña. Bueno, en esto no imitó sólo a Franco,
inventor de “la AntiEspaña”, sino a casi todos los absolutistas que en el mundo
han sido, desde Luis XIV hasta Hugo Chávez, caídos en la tentación de considerarse
encarnaciones milagrosas de sus respectivas naciones.
El disparate catalán ha alcanzado
cotas grotescas, y de una zafiedad intelectual sin límites. En el llamado
“proceso” todo es confuso, puro chafarrinón y marrullería, puro timo. Unas
elecciones autonómicas en las que ya no se vota del todo lo siempre votado en
éstas, sino también –de rebote– la independencia, que, según los resultados, se
declarará unilateralmente, fuera de la legalidad y de todo acuerdo: no ya con
el resto de España y su Gobierno, sino con cualquier organismo europeo. Es como
si Córcega o la Bretaña se proclamaran desgajadas de Francia, o la Lombardía de
Italia, o Baviera de Alemania. Semejantes declaraciones caerían en el vacío,
ningún país de la zona las tendría en consideración ni les haría caso.
A efectos reales y prácticos, a
efectos de convivencia con los vecinos, serían como jugar al palé o monopoly,
algo hueco y sin consecuencias efectivas. Tampoco se sabe bien cuáles han de
ser esos resultados, los que llevarían a la independencia. Al parecer, a los
promotores les bastaría con conseguir una mayoría de escaños para su
esperpéntica coalición, desdeñarían que la mayoría de votos fuera contraria a
sus propósitos. ¿Dónde se ha visto semejante fraude? “Usted vota una cosa”, se
le está diciendo al elector, “pero en realidad está votando otra; y, según lo
que convenga, computaremos de un modo u otro”. El chiste no es ya propio de la
peor España, sino de las repúblicas bananeras de las películas (ni siquiera de
las de la realidad, me temo); de la Venezuela chavista y la Rusia putinesca, a
las que sólo tienen por democracias modélicas los dirigentes de Podemos y
Alberto Garzón, esa lumbrera.
He hablado de coalición
esperpéntica, y es que no hay adjetivo más adecuado (superespañol, por cierto)
para describir una lista electoral encabezada por un ex-eco-comunista y por dos
señoras engreídas a las que nadie ha elegido nunca (pues nunca se han
presentado a cargos políticos), sino que se han erigido ellas mismas en
encarnaciones de la “sociedad civil”, es decir, de la sociedad a secas; el
cuarto lugar de la estrafalaria lista lo ocupa el actual President de la
Generalitat, un político parecidísimo a Rajoy en lo ideológico y lo económico,
y que, no se sabe por qué arte de trilero, pasaría al primer puesto en caso de
salir triunfante, y sería por tanto el inaugural Presidente de la
fantasmagórica República Catalana; y en quinto lugar aparece el “jefe de la
oposición” al propio Mas, Junqueras, líder de un partido que lleva ochenta años
aventado y dando tumbos. Es digno del españolísimo Torrente que el jefe del
Gobierno y el de la oposición se ofrezcan juntos en la misma lista el 27 de
septiembre. Es difícil incurrir en mayor número de contradicciones y embrollos.
Añádase la negación constante de
la realidad por parte de los promotores: “Seguiríamos en la Unión Europea y en
el euro”, afirman, “o nos readmitirían en seguida”. Nadie europeo ha avalado
ese optimismo, todo lo contrario. Para que un país nuevo ingrese en la UE se
necesita la aprobación unánime de todos sus miembros. España no la daría, sólo
fuera por despecho. Francia tampoco, no fuera Cataluña a solicitar el Rosellón
acto seguido. Ni Italia, por no aceptar un precedente para la inventada
“Padania” de los fascistas de la Liga Norte. No la daría nadie. “Seríamos más
ricos”, cuando la probable pérdida del mercado español sería un revés
catastrófico para la economía catalana. A mí no me extraña ni escandaliza, ya
digo, que alguien ansíe separarse de mi país.
Pero una Cataluña independiente,
ahora, en manos de quienes la propugnan desde arriba, sería lo más parecido a
un cortijo para ellos, en el que además nadie podría intervenir, y la que menos
la UE. Yo no entiendo cómo los catalanes –incluso los independentistas– no
perciben la jugada de Romeva, Forcadell, Casals, Mas y Junqueras: “Dennos todo
el poder y aislémonos del mundo, que nadie se meta en nuestras cosas”. No sé
cómo no se percatan de que ese “nuestras” significa exactamente de Romeva,
Forcadell, Casals, Mas y Junqueras. Bueno, y de quienes hagan suficientes
méritos.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 13 de septiembre
de 2015
El día de las marmotas
Somos catalanes a los que la
independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa.
Somos lo peor de cada casa. Y
somos muchos. Más de lo que parece. Más de lo que todo el mundo cree. Pasamos
casi desapercibidos, caminamos de puntillas. Somos los tímidos que nos callamos
en las discusiones porque lo nuestro no es discutir, los que no sabemos a quién
votar porque nos parece que la votación está mal planteada de raíz, los que
estamos encerrados con un solo juguete y ansiamos salir porque pensamos que sin
juguetes, ahí afuera, también se puede jugar. Nos dan apuro los gritos, los
himnos, las marchas, las banderas, los discursos. No son para gente de nuestra
calaña, pero somos perfectamente capaces de tolerarlos y de respetar a los que
vibran con ellos aunque carezcamos de ese esquivo gen que nos permitiría
pasarlo en grande en los pasacalles.
Querríamos estar llenos de
ilusión, pero nuestro ADN está severamente dañado. Hemos nacido con una grave
tara que arrastramos con resignación pero sin orgullo ni vergüenza. Una tara
que es como un lunar en el brazo, que tenemos desde críos, de esos lunares de
color marrón que ya no vemos porque han crecido con nosotros. Somos como
sombras que se arrastran en silencio, como los tipos de La invasión de los
ultracuerpos, fingiendo que somos como los demás, aunque por dentro estemos
apenados, acojonados y perplejos.
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da
una pereza inmensa. Ciudadanos de cuarta, frívolos y vagazos, conscientes de
estar cometiendo un sacrilegio espantoso por el que asumimos la penitencia y el
castigo que caerá inexorablemente sobre nuestras cabezas. Ya lo he dicho: lo
peor de cada casa. La idea de España no nos fascina, pero no nos repugna. No
sabemos si los rumores sobre la lista negra de los catalanes de pacotilla son
ciertos, pero por supuesto estamos a favor de su existencia: gente como
nosotros no debería tener cabida ni voz en esta gran nación que, al parecer, se
avecina.
No nos cogemos de la mano, no
ponemos banderas en los balcones, nos quitamos, con educación pero con firmeza,
de encima a los postulantes que llaman para contarnos la buena nueva.
Contemplamos a los líderes de los partidos de aquí y de allí
con la misma mirada de estupefacción que reservamos para los momentos álgidos
de los reality de la tele. Lo malo es que no paramos de preguntarnos en bucle:
¿Tanto costaba relajarse un poco y aparcar las amenazas y los victimismos?
¿Tanto? ¿Por qué no dejaron en su momento el "y tú más" de patio del
colegio? ¿Por qué?
Como nos sentimos en casa tanto
en Olot como en Orense o en Orán, nos llaman, merecidamente por supuesto,
botiflers, españolazos, charnegos, desgraciados y hasta cosmopolitas. Para
nuestra desgracia, no hemos sido ungidos con la fe y la confianza en un país
mejor que iluminan la vida cotidiana de muchos de nuestros compatriotas. Creemos
que la historia no es un memorial de agravios, sino un instrumento para
aprender de los errores. Pensamos y sentimos de otra manera: somos los
pusilánimes que en su día votamos a Maragall confiando (sí, craso error) en que
el diálogo político iría por otros derroteros: igualdad, justicia, fraternidad,
solidaridad, honestidad, armonía, ayudar a los vecinos, sentido común... esas
cosas que nos parecían fundamentales para construir una sociedad algo mejor y
nos encontramos con una triple taza de caldo de un debate que en nuestra
estúpida inocencia, creíamos perteneciente a otra época.
Somos tan ilusos que lo único que
queremos es vivir en un lugar que se llame como se llame y tenga la bandera que tenga, pero en el que la
justicia funcione sin trabas, los que mandan no metan mano a la caja, las
carreteras tengan el firme en buen estado, los médicos y las enfermeras de la
sanidad pública tengan tiempo para atendernos, donde cada uno pueda hablar y
cantar y trabajar en el idioma que quiera, las escuelas públicas enseñen a los
niños a pensar y algo de matemáticas y natación (sin exagerar lo de las
matemáticas), la luz, el gas y el agua y un techo estén garantizados, los bares
pongan un café decente y poca cosa más. Y donde, a ser posible, los discursos,
a menos que los escriba David Foster Wallace, queden relegados a los banquetes
de bodas o a los aniversarios de los centenarios de la familia.
Ahora, desde hace demasiados años,
nos sentimos atrapados en el tiempo como Bill Murray en El día de la marmota,
pero ni siquiera tenemos una Andie McDowell por la que merezca la pena
despertar una y otra vez en el mismo día eterno y escuchar hasta el
aburrimiento a Sony and Cher cantar I've got you babe. Seguro que hay cosas
peores, pero ahora mismo no se nos ocurre ninguna.
Isabel Coixet es directora de
cine.
Catalanes
ENRIC GONZÁLEZ
Actualizado:12/09/2015 00:53
horas
No puedo estar seguro porque nací
mucho más tarde, pero creo que en 1931 yo habría sentido entusiasmo ante la
instauración de la República. Con las mismas cautelas, creo que en 1936 habría
defendido la República. Pese a sus errores y horrores. Y, qué remedio, habría
respaldado a Lluís Companys, el peor presidente de la Generalitat hasta Artur
Mas. La incompetencia de Companys no tuvo remedio; su honor, al menos, quedó
redimido con el fusilamiento. Companys amaba a Cataluña. Me siento incapaz de
afirmar lo mismo sobre Artur Mas.
Miren, comparto la desgracia de
la mayoría de españoles. La historia de España contiene numerosos episodios
desgraciados, errores gigantescos, crímenes imperdonables. El franquismo fue
una vergüenza y un fracaso, incluso en el ámbito económico: las democracias
vecinas prosperaron más. Qué se le va a hacer. Los españoles tuvimos que seguir
siéndolo. Ni los menos patriotas, los más indiferentes ante los himnos y las
banderas, como es mi caso, dejaron de sentirse españoles. Conformados,
indignados, felices o subversivos, españoles.
Soy catalán. Esta afirmación es
tan estúpida como sincera. Soy catalán y estoy en contra de la independencia.
No amo de forma especial a España ni a Europa, pero una y otra me son cercanas,
entrañables y, sobre todo, me convienen políticamente. La política consiste en
un juego de intereses que sólo funciona bajo el imperio de la razón; la razón
me dice que España y Europa me convienen. Ni me oprime el Gobierno de Madrid ni
me oprime el Gobierno de Berlín. No me gustan, en general, las políticas que
aplican. A otros, sí. Son cosas contingentes.
Desprecio a esos corruptos que se
han envuelto en la bandera catalana. Comprendo a los cientos de miles
(descuento a la citada minoría delincuente) que se manifestaron en Barcelona.
Opino que se equivocan, que se dejan llevar por los sentimientos, que han sido
engañados. Pero son los míos. Tanto los corruptos embaucadores como los
idealistas, tanto los xenófobos como los solidarios. Pese al actual disparate,
pese a los desastres que puedan venir, seguirán siendo los míos. Es amargo
comprobar los límites de la racionalidad.
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