ALFONSO ARAUJO
domingo, 8 de marzo de 2015
http://lmndsxtrn.blogspot.com.es/2015/03/la-falacia-del-gobierno-que-nos.html
Alejandro González Iñárritu puso de relieve de nuevo la
frase del “gobierno que nos merecemos” en la ceremonia de los Óscares.
Las palabras exactas fueron: “Ruego para que podamos encontrar y tener el
gobierno que nos merecemos”.
Pero esta frase es falaz, si bien apela a un sentido muy
arraigado del ser humano: el deseo de justicia, así como a la práctica de
emitir constantemente juicios de valor moral y desear que la virtud sea
recompensada con la fortuna. Esto tiene expresión en todas las culturas, desde
la recompensa cristiana hasta el karma hindú.
Pero un gobierno no se encuentra, y menos rogando a los
santos ni poniéndolos de cabeza. Ciertamente él no es
el primero en expresar este deseo, pero es el más reciente en una larga
línea de equivocaciones conceptuales.
¿Cuál es el gobierno “que merecemos” y en virtud de qué
somos merecedores de él? Y si no lo tenemos hoy, ¿alguna vez lo hemos tenido? Y
si nunca lo hemos tenido, ¿cómo esperar tenerlo de repente o en el futuro muy
cercano?
Existe por otro lado la lapidaria frase de que “todo país
tiene el gobierno que se merece”, pero a lo que voy es al uso problemático de
la palabra “merecer”, porque está —por lo menos en Occidente— muy teñida de
tintes morales y específicamente cristianos, acerca del acto de juzgar lo que
es bueno y de qué recompensa merece; que no son aplicables tal cual a la
evolución de una sociedad, si bien su sentido es correcto en lo general.
En Occidente hay básicamente dos posiciones extremas en
cuanto al acto de juzgar: la primera del idealismo cristiano y la segunda del
realismo materialista. La Biblia, en Mateo 7:2, dice que “Con el juicio con que
juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís se os medirá”. Esto es
un ideal filosófico y metafísico, con miras al perfeccionamiento del espíritu,
que es una postura sin duda muy loable para el fuero interno del individuo pero
que no se puede practicar en una sociedad, que demanda acuerdos colectivos y
acciones específicas de acuerdo a cada acto, independientemente de qué tan
filosófico sea el juez.
La segunda postura puede ser ejemplificada a la perfección
en un diálogo del personaje Rust Cohle, de la serie True Detective, que dice que “Somos carne pensante con
identidades ilusorias, y construimos esas identidades haciendo juicios de
valor: todo mundo juzga, todo el tiempo. Y si tienes un problema con eso… estás
viviendo equivocado.”
De modo que si bien esta postura puede ser también un poco
extrema si la llevamos a sus últimas conclusiones, si la moderamos un poco, es
adecuada para ejemplificar nuestra realidad mental.
Ahora bien, la frase del “gobierno que nos merecemos” es
problemática porque estamos juzgándonos a nosotros mismos y a nuestra sociedad —lo cual es necesariamente sesgado—
y adjudicándonos un “premio” idealizado en base a tal juicio. Pero veamos con
más detenimiento por qué empezamos con dificultades al mezclar juicios
individuales y colectivos.
¿Un niño huérfano en Indonesia merecía morir ahogado en el
tsunami de 2004? Claro que vamos a contestar que no, y además el tsunami es un
hecho fortuito. Pero si reformulamos la pregunta de varias maneras aparecen más
matices cada vez más difíciles: una niña en Arabia Saudita ¿merece un gobierno
teocrático que considera justicia en el siglo 21 dar latigazos a alguien que
habla en contra de la violencia sexual? Aquí la respuesta sigue siendo que no,
no lo merece.
¿Anders Breivik, que asesinó a sangre fría a 77 personas en Noruega
(2011), se merece el gobierno que tiene, que no permite la pena de muerte y le
dio 21 años de condena?
¿Han Lei, de China, se merece el gobierno que tiene, que sí
permite la pena de muerte y así lo condenó por matar a una niña de dos años por
un altercado con la madre de la pequeña, por un lugar de estacionamiento?
En lo individual y en lo colectivo, lo que se “merece” cada
quien o cada sociedad cambia drásticamente, y en cada caso de los que menciono
estamos emitiendo un juicio de valor moral, que puede variar dependiendo de
nuestras convicciones. Quienes están a favor de la pena de muerte contestarán
de una forma respecto a Breivik y Han, que será distinta de quienes están en
contra. Y si es así en lo individual, ¿qué será en lo colectivo?
Las sociedades construyen sus visiones del mundo —sus
convenciones, sus ideas generales y sus reglas detalladas— y de ese caldo
social y de ese conjunto de interacciones aceptadas, se engendra poco a poco la
forma de establecer jerarquías y finalmente gobiernos. No se puede hablar de
que una sociedad “merezca” un gobierno de la misma forma que se habla de si un
individuo —un caso particular que es objetiva y legalmente inocente o culpable—
lo merece. Es juzgar cosas distintas con una misma medida: la sociedad
construye su entorno a través del tiempo, y sí, lo puede cambiar con mucha
lentitud también, “mereciendo” cada resultado en lo colectivo. Pero no es un
juicio de valor de la misma naturaleza que los casos individuales, y no se
puede tomar así en el discurso, porque conduce a expectativas
distorsionadas.
Nietzsche dice atinadamente que “el poder es el placer más
irrenunciable” porque, a diferencia de placeres como la gula o la lujuria que
son temporales, el poder es un estado mental, algo que se sabe que tiene y que
se puede ejercer en cualquier momento. Nadie está dispuesto a perder el poder
—cualquiera que sea— una vez que lo obtiene y lo usa. Una de las consecuencias
naturales de este uso es probar hasta dónde se extienden sus límites, sin tener
que afrontar ninguna consecuencia adversa: es a lo que llamamos
“corrupción”.
Ahora bien, esto es verdad para toda sociedad y todo tiempo,
pero lo que diferencia a una de otra son esas convenciones generalmente
aceptadas que no pueden limitar el ansia de obtener y conservar el poder, pero
sí limitar su forma de ejercerlo. En lenguaje moderno se les llama “contrapesos”,
pero esa es sólo la dimensión legal: la parte más importante son las
convenciones éticas de la sociedad; esto es, qué males se está dispuesto a
tolerar a cambio de qué beneficios. O sea: “De acuerdo a mi pensamiento y al
pensamiento de mi sociedad, Tolero X siempre y cuando Y”.
Franklin lo expresó en su famosa frase de que “Quien está
dispuesto a ceder libertad a cambio de seguridad, no merece ninguna de las
dos”, pero la historia nos indica que esa propuesta es frecuentemente muy
aceptable y que la “X” de la ecuación puede ser bastante grande. Esto es tanto
porque lo más preciado que tiene una sociedad es su estabilidad, como por el
hecho de que una vez que un poder se establece, usa todos los medios para que
su imagen propia y su discurso sean aceptables, siempre y cuando provea el
mínimo de estabilidad requerida por su sociedad. Es entonces que los valores
aceptados y la relación gobierno-sociedad se convierten en un ciclo que se
empieza a alimentar a sí mismo: los límites del poder (abusos) se van expandiendo
si la sociedad los acepta, y los valores van cambiando imperceptiblemente a lo
largo del tiempo, hasta llegar a veces a situaciones en las que el poder se
ejerce de forma indiscriminada y sin contrapesos importantes, y la sociedad
considera este comportamiento como “normalidad”. Las quejas no se acaban,
porque siempre existen los ideales, pero sus manifestaciones pueden ir
perdiendo terreno en lo público y limitarse cada vez más a lo privado.
A lo largo del tiempo, si la situación de hace intolerable
—ya sea por la falta de estabilidad mínima o porque la percepción del uso del
poder se hace inaceptable— la sociedad puede tener una “erupción”, creando
límites al ejercicio del poder y pasando a un nuevo sistema de valores, más
aceptables. Sin embargo este tipo de “despertares” normalmente requieren de una
circunstancia excepcional, que en muchas ocasiones involucra violencia y largos
periodos de inestabilidad mientras se hace la reconstrucción. Las grandes
revoluciones modernas como la francesa, tomaron muchas décadas para poder realizar estos cambios de
paradigma.
Un caso que vale la pena notar pero que no es reproducible,
es la creación de los Estados Unidos, en la que un grupo reducido de personas
huyeron de lo “indeseable” (el sistema obsoleto de Europa) y arrancaron un
nuevo sistema empezando prácticamente de cero, con un sistema rígido de valores
éticos fundacionales, pero sobre todo con una sociedad civil fuerte y
participativa, que fue celebrada en 1840 por el francés Alexis de Tocqueville
en su libro “La Democracia en América”, donde la compara favorablemente
contra las anquilosadas e inamovibles sociedades europeas.
Toda sociedad tiene sus propias válvulas de escape que le
permiten afrontar las cosas indeseables, así como su punto de ebullición, su disparador, y su forma más o menos
caótica de explotar: lo que en una nación es normal en otra es inaceptable.
Pero lo que ninguna sociedad tiene es la capacidad para reclamar “lo que se
merece” en un juicio meramente moral, como si la fortuna fuera consecuencia de
una virtud generalizada. El Marqués de Sade se burló de esta expectativa
individual y colectiva en su “Justine,
o Los Infortunios de la Virtud” (1791), y en la modernidad la filosofía ha
dejado atrás ese concepto que relaciona Virtud y Fortuna en las sociedades.
De modo que —sin dejar de tener ese ideal de “Justicia Social” como norte— más que
rogar por encontrar algo que creemos merecer, podemos crear justicia en nuestro
entorno inmediato. Porque la vociferación es útil como acicate en lo público,
pero no hay factor de cambio más poderoso que el propio ejemplo; para que
cuando alguien nos pregunte qué se puede hacer realmente para “cambiar”,
podamos abrir la puerta de nuestra casa y decir, “Esto”.
No subestimemos el deseo de mejorar por medio de la simple
imitación.
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