Las herramientas de escritura son poca cosa, pero nos ofrecen un espacio barato de testimonio y resistencia, y para nada son incompatibles con las de la tecnología.
Antonio Muñoz Molina, 04.01.2025
Me gusta la primera mañana del año nuevo tanto como la primera página de un cuaderno a punto de ser empezado. Me gustan las dos, y me intimidan. El porvenir del año está tan en blanco como las páginas del cuaderno, pero en ninguno de los dos casos el vacío es pura vaguedad, porque los dos tienen marcados los límites precisos del espacio y del tiempo. Sea lo que sea que se escriba en estas páginas, habrá un final para ellas, igual que hay este principio en el que aún no me atrevo a escribir nada, ni siquiera la fecha del día. Y pase lo que pase a lo largo del año, tendrá un final exacto dentro de 365 días. Puede ocurrir, claro, que el cuaderno se quede interrumpido a la mitad, incluso en la primera página, como esos diarios que empezábamos de niños con tanta convicción, subrayando la fecha recién consignada, y explicando un rotundo propósito de continuidad, y abandonándolo inmediatamente. Puede que el cuaderno, y el año, se acaben con el final brusco de la vida, voluntario o no, como acabó el diario de Anne Frank y quedó olvidado en aquella buhardilla de Ámsterdam, o el de Cesare Pavese en el hotel Roma de Turín, o mejor dicho, un poco antes, porque hizo su última anotación —“Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”— y tardó unos días en quitarse la vida, desalojado de antemano de ella y al mismo tiempo de la costumbre de escribir.
Hace algún tiempo, cuando se subastaron las cosas que Joan Didion había dejado en su casa al morir, algunas de las que alcanzaron mayor precio fueron los once cuadernos en blanco que había en su escritorio. Joan Didion, observadora de precisión taquigráfica, había llenado centenares de cuadernos a lo largo de su vida. La imaginamos usando la pluma o el lápiz a la misma velocidad y con la misma soltura con que sostenía esos cigarros que salía fumando tan distinguidamente en las fotos. Los cuadernos escritos de Joan Didion se custodiarán en esas bibliotecas sacramentales de Estados Unidos, con gran provecho de estudiosos y biógrafos, pero uno se pregunta qué pasará con los que quedaron en blanco, qué hará con ellos el coleccionista que los haya adquirido. Hojearlos será como asomarse a la vida que Joan Didion ya no llegó a vivir, a todas las cosas que podía haber escrito aún. Imagino esos cuadernos vírgenes alineados en una estantería junto a los libros de Didion, con ese amor que uno pone al agrupar los libros de un autor preferido.
Desde que leí la noticia sobre estos cuadernos yo miro con aprensión los muchos que tengo en blanco en mi casa, producto de mi propia afición a comprarlos y de los regalos que me hacen quienes la conocen. En la misma estantería de mi cuarto donde están los libros que me gusta tener más cerca hay dos anaqueles enteros ocupados por cuadernos en blanco. Leer y escribir son dos vicios, más que dos inclinaciones intelectuales, así que uno compra más libros de los que leerá nunca y más cuadernos de los que le dará tiempo a llenar escribiendo. Pero una papelería es todavía más irresistible que una librería, entre otras cosas porque huele mejor, y si además la papelería está en una ciudad extranjera parece que en el cuaderno adquirido en ella estará una parte de la excitación del viaje, el placer preservado de la caminata en la que descubrimos ese escaparate tan irresistible como la tentación de contar por escrito lo que estamos viviendo en ese instante.
En los cursos o talleres de “escritura creativa” se pone mucha insistencia en las presuntas técnicas que un aspirante a escritor ha de aprender, pero ninguna en la importancia de encontrar las herramientas materiales del oficio que pueden ser más adecuadas para cada uno. La inteligencia, la imaginación, no son capacidades flotando nebulosamente en el cerebro: tienen una plena existencia corporal en la conexión entre el cerebro y la mano, como bien saben artesanos, músicos y pintores, de modo que la inspiración puede ser visual y táctil, y brotar no en virtud de una idea, sino del modo en que los dedos corren sobre un teclado, o en que una pluma o un rotulador o un lápiz se desliza sobre un cierto tipo de papel. Tan importante como encontrar una buena historia puede ser encontrar el cuaderno o el instrumento de escritura adecuado. Nietzsche pensaba que su estilo se había vuelto más rápido y fragmentario desde que empezó a usar una máquina de escribir. En la biblioteca de la Universidad de Virginia yo vi el original de El Aleph: estaba escrito en una libreta a rayas escolares, con una letra regular y diminuta que costaba leer a simple vista. En el esmero del cuento copiado en esa libreta y en el tamaño mínimo de la letra parecía estar ya enunciado el estilo meticuloso de Borges, y también su pelea agotadora contra la ceguera. Virginia Woolf empezaba cada primer día del año un nuevo cuaderno, en el que escribía apoyándolo en una tabla sobre las rodillas. Decía que la rapidez y la irreflexión en las anotaciones de su diario le ayudaban a liberarse del peligro de la prolijidad formal, de la solemnidad instintiva en la que cae quien se propone hacer literatura. También ella dejó un cuaderno interrumpido, con una última entrada en la que no había ningún indicio de que al día siguiente fuera a quitarse la vida.
A Virginia Woolf la bestialidad de la guerra le había agravado la depresión que llevaba sufriendo toda su vida. En los días de marzo de 1941 en que se suicidó no era nada improbable la victoria de Hitler. El cuaderno y el calendario en blanco de este primer día de 2025 es un lujo que no pueden permitirse las víctimas del metódico genocidio que sigue cometiendo impunemente Israel contra la gente de Palestina o las de los bombardeos y los ataques de drones y misiles rusos que continúan sembrando la destrucción y la muerte en Ucrania. Sobre las páginas y los recuadros de los días en los que aún no hemos escrito ni señalado nada se proyectan las sombras agigantadas y temibles de Donald Trump, de Vladímir Putin, de Benjamín Netanyahu, de Elon Musk, de los sátrapas del dinero y de las insolentes compañías tecnológicas, dispuestos unos y otros a arrasar el mundo y a esclavizar las frágiles mentes humanas, tan propensas a la alucinación y el desvarío, más aún cuando los intoxicados son niños y adolescentes, hipnotizados ahora por las pantallas desde que apenas abren los ojos.
Vindicar cuadernos, lápices y plumas en este año que tiene algo de título de película antigua de ciencia ficción puede que sea una simpleza nostálgica, un síntoma de que la edad lo vuelve a uno receloso de las innovaciones rutilantes que casi todo el mundo celebra, y que se irán sucediendo una tras otra en estos meses aún en blanco, igual que se sucederán las imágenes de víctimas inocentes y ciudades en ruinas, y de oligarcas grotescamente inflados en su poderío y su trastorno. Cuadernos y lápices son poca cosa, pero nos ofrecen un espacio barato de testimonio y resistencia, y para nada son incompatibles con las herramientas más útiles de la tecnología. Pero en ese espacio nadie nos vigila, y no corremos el peligro de quedarnos sin wifi o sin batería, o de que nos censure un ojo omnisciente. Los cuadernos preservan la memoria y la vida mejor de lo que parece. El de Anne Frank lo encontró su padre en un escondite después de la guerra. Los volúmenes del diario de Virginia Woolf los rescataron ella y su marido Leonard entre los escombros de su casa bombardeada en un ataque alemán sobre Londres. Yo no sé cuántos cuadernos me quedan por llenar todavía, pero sé que cada mañana voy a ponerme a la tarea, el puro empeño de contar lo que veo y lo que vivo, y eso me da algo de tranquilidad y de ilusión frente a la incertidumbre de los días del calendario en blanco.
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