El dúo de Baltimore presenta ‘Bloom’ su cuarto trabajo, el que podría lanzarlos al consumo de masas.
Manuel Cuéllar Madrid 15 MAY 2012 - 00:00 CET
Victoria Legrand y Alex Scally se han construido un refugio para protegerse de todos los males: una casa en la playa. Y esa morada metafórica posee, a su vez, forma de grupo musical y de amistad a prueba de bombas. Llevan ocho años en el negocio y ahora presentan su cuarto trabajo, Bloom, que marca el pico más alto en la espectacular trayectoria ascendente de este dúo desde su debú en 2006 (Beach House). En enero de 2010 publicaron Teen Dream y visitaron España en el festival Primavera Sound, dejando una enorme polvareda mediática de críticas laudatorias que los situaban a un paso del abismo de la fama. “Cuando uno no quiere convertirse en una estrella, no actúa como una estrella. No mucha gente que aguanta ese tipo de fama la desea. Realmente les enferma. Nosotros no escribimos singles, hits, grandes éxitos. La conexión con nuestros seguidores reside en que hacemos algo especial, no algo construido premeditadamente para convertirse en superventas. Ganamos el suficiente dinero como para vivir de esto y no queremos más. Voy a seguir yendo a mis bares favoritos, a enrollarme con la gente. Sólo queremos hacer buena música, no convertirnos en gilipollas”. El frenazo en seco es de Alex Scally, sentado en una silla en una nave de una antigua fábrica en Madrid donde está la discográfica que distribuye su disco en España. A su lado, Victoria Legrand asiente con gestos vehementes. La fama no les asusta lo más mínimo.
¿Qué es lo que ofrece esta pareja para que se encuentren en esta tesitura? Unos discos delicados, llenos de energéticos paisajes sonoros construidos con la aparente sencillez de guitarras y sintetizadores vintage que resuenan levemente a los ochenta. Unas letras que son poemas y que Victoria Legrand canta con actitud majestuosa. Dicen algunos que Bloom es una suerte de segunda parte de Teen Dream, pero en versión más optimista y luminosa. “Es subjetivo. Nosotros tenemos unos sentimientos, porque lo hemos construido. Pero no queremos decirle a nadie cuáles son. Es fascinante que a alguien le parezca optimista y a otros oscuro. No podemos categorizar las canciones en una emoción determinada. Es imposible. Son enormes en el sentido de que caben muchos estados de ánimo en ellas”, explica Legrand.
Antes de estos ocho años de creatividad extrema, Legrand vivía en París, donde nació hace 30 años y estudiaba teatro. “Soñaba con mudarme a Baltimore para hacer música. Quería irme allí sin conocer a nadie en absoluto. Así que me fui y en la universidad conocí a Alex que, por entonces, ya hacía música. Se convirtió en mi anfitrión. Son ese tipo de cosas que ocurren cuando uno arriesga en su vida y pasa algo que te cambia la existencia. Y conocer a Alex ha sido uno de esos momentos”. Lo explica ella misma antes de responder con claridad meridiana con un “no” rotundo a la pregunta de si viven juntos.
¿Por qué precisamente la ciudad más poblada del Estado norteamericano de Maryland se convirtió en el imán? “Allí hay una comunidad de gente, un grupo de no más de 200 personas, que no piensa en riesgos, ni en el qué, el cómo o el quién… Solamente hace las cosas por el placer de hacerlas sin aventurar consecuencias de ningún tipo. Es gente sin miedo”, explica Scally, un año menor que su compañera. Aparece una vez más el concepto de los valientes, aunque sin eliminar de cuajo el sentimiento, el dolor. Uno se sienta a escuchar Bloom y es como si viera a una bailarina: sonríe y parece que flota sin mostrar ni un ápice del esfuerzo que requiere la técnica. “Sí, parece que es fácil, pero en realidad se convierte en una actividad que te puede dejar exhausto. Es una paradoja. En este álbum realmente hemos sufrido. Cuanto más implicado estás, más complicado y más doloroso resulta: llegas al convencimiento de que no importa si el disco tiene éxito o fracasa”.
Legrand, además, quiere poner el acento en el final del proceso. Tal vez al que menos importancia presta el público: “Somos controladores, así que no le queremos dar la responsabilidad del sonido a otra persona. Llevamos al estudio una idea muy clara de cómo queremos que suene la canción y de cómo elaborarla. Pero es muy difícil lograr reproducir lo que sentiste durante los 10 primeros segundos en los que apareció la canción. Que no se lo cargue un sintetizador o una voz demasiado presente. Preservarlos para siempre es lo más difícil del mundo”.
393 días antes de sentarse delante de la grabadora de EL PAÍS, Alex Scally escribió en su cuenta de Twitter: “Internet lo está homogeneizando todo”. Y tal vez en esa frase se esconda gran parte del espíritu impreso en las melodías de Beach House. “Está eliminando la identidad de la gente. Los artistas parece que se encierran en un archivo MP3. Creo que el exceso y la rapidez lo que logran es el efecto contrario al deseado: que la gente no tenga una imagen amplia y real de lo que está pasando”, asegura Legrand. “Nos hemos parado a pensar cuál es la mejor forma de utilizar la red, de convivir con ella. ‘¿Cómo lograr que algo signifique algo y no esa flacidez y falta de cuerpo que parece tener la mayoría de lo que encuentras allí?’ Internet es como una herramienta. Como un martillo que puedes utilizar para construir o para incrustárselo a alguien en la cabeza y matarlo. Es una herramienta alucinante para intercambiar información, pero en lo que a música se refiere, nosotros preferimos lo real, lo físico, el vinilo, incluso el CD, los conciertos en directo, la experiencia… La realidad. Internet no es la realidad, no lo es”, recalca Scally.
Fisgando semanas más tarde en la misma cuenta de la red social se atisba que Beach House ha encontrado una gran utilidad para Internet. “No compréis entradas de reventa para los conciertos de Nueva York. Volveremos pronto”.
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