Los eufemismos son especialmente frecuentes ante la mala marcha de la economía. / SAMUEL SÁNCHEZ
No digan recortes, llámenlo amor
Los eufemismos forman parte del discurso público desde que este existe, pero las épocas de crisis pueden llevar el abuso de esta figura al límite de lo cómico o, a veces, de lo cínico.
Amanda Mars 5 MAR 2012 - 21:27 CET
No teman, amigos, nadie pretende bajar su sueldo. Es más bien una “devaluación competitiva de los salarios” lo único que proponen para España organismos internacionales como el Banco Central Europeo (BCE). Ya saben, atravesamos una época de crisis —o de “severa desaceleración”— y son necesarios recortes —perdón, quisimos decir “reformas” o, como mucho, “ajustes”— en varios ámbitos. Pero no hay que llevarse las manos a la cabeza: Cataluña no ha planteado en ningún caso introducir el copago en la sanidad pública, en absoluto, sino que trabaja en la idea de introducir “un tique moderador sanitario”. Y el Gobierno no ha subido el impuesto sobre la renta —ya había prometido durante la campaña electoral que no lo haría—, sino que ha dejado bien claro la vicepresidenta primera que esa modificación del IRPF consiste en un “recargo temporal de solidaridad”.
Dicen que este periodo de “crecimiento económico negativo” (la Gran Recesión, se empeñan en llamarla los tremendistas) no ha pasado la misma factura a todos, que ha salido más cara a la clase trabajadora que los a los pudientes. Esto no es sino “el impacto asimétrico de la crisis”. Así que muchos trabajadores han ido a engrosar la lista del paro, no tanto porque sus compañías les hayan despedido, sino porque se hallan inmersas en procesos de “racionalización de la red de oficinas”, por ejemplo, cuando se trataba de las cajas de ahorros que se han fusionado.
Circunloquios, perífrasis, rodeos, ambigüedades, tecnicismos ininteligibles, anglicismos innecesarios... Es viejo como el poder o como la seducción. El uso persuasivo del lenguaje forma parte del discurso público desde que este existe y se mueve en esa delicada frontera entre el maquillaje y la máscara. Pero el uso de los eufemismos se intensifica en tiempos de crisis, esas épocas de malas noticias y su abuso puede rayar en lo cómico o lo grotesco.
La idea de fondo es aquella de que de la rosa lo que importa es el nombre, que las cosas existen en tanto que se las nombran. El giro lingüístico explica que el lenguaje no es tanto un vehículo de expresión de un pensamiento previo, sino de formación de pensamiento en sí mismo.
O, por entregarse al tópico, que al final, de tanto llamarlo amor, acaba uno por convencerse de que es eso, amor, y no lo otro. Por eso lo llaman así.
“La guerra de las palabras gana a la guerra de las políticas y tiene un efecto anestésico, sobre todo en periodos recesivos”, apunta Antón Costas, catedrático de Economía y Políticas Públicas de la Universidad de Barcelona (UB). “Los eufemismos tienen esa función, que no virtud, de anestesiar, pero a partir de ahí se puede abusar de ellos de forma cínica, grosera e incluso perversa”, añade.
El riesgo de este abuso, advierte el catedrático, es que, como marca la ley de la física, a toda acción le corresponde una reacción de la misma fuerza en sentido opuesto. O, siguiendo la imagen médica, “el lenguaje eufemístico debe tener cuidado porque esas palabras pueden adormecer un tiempo, pero cuando el enfermo despierte y vea lo que ha pasado puede dar un manotazo”.
Para Darío Villanueva, secretario general de la Real Academia Española (RAE), “hablar de crecimiento negativo es el colmo de todo esto, es una antífrasis que representa el absurdo, es como decir huelo caliente. Los poetas sí pueden jugar con eso y hablar de soledad sonora, pero hablar de crecimiento negativo es una antífrasis”.
Luis de Guindos, el día se tomó los poderes como ministro de Economía el pasado 26 de diciembre, hizo una primera demostración de su manejo del lenguaje. De Guindos advirtió, sin mentar por un momento la palabra recesión, que España entraría en el año 2012 con una “tasa de crecimiento negativa” que iba “determinar el perfil en el que nos adentramos” y que, cómo no, iba a ser “relativamente desacelerado” (sic). Pero esto no debía ser sino un acicate —dijo— para emprender la “agenda de reformas”.
Poco después, se puso negro sobre blanco una de esas reformas, la laboral. Y al propio Guindos se le escapó aquello de que la reforma iba a ser “extremadamente agresiva” en una conversación con el comisario de Asuntos Económicos, Olli Rehn, que fue captada por cámaras y micrófonos
Fernando Esteve, profesor de Teoría Económica de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), recuerda que la economía “no es una ciencia al uso, tiene elementos muy claros de persuasión y, según te expresas, logra causar un impacto u otro”. Por ejemplo, “tú puedes decir medida de ahorro o de recorte para referirte a una misma decisión, y la sensación que generas es diferente: ahorro hace pensar en algo bueno y prudente y recorte en la pérdida de derechos”. Ahorro, por así decirlo, suena más a amor que recorte.
Cada época tiene sus palabras fetiche, como cuando los albores de esta crisis no eran más que una “desaceleración” económica, como se empeñaba el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Y la burbuja inmobiliaria —que solo fue reconocida como tal cuando pinchó, es lo que pasa con las burbujas— solo iba a protagonizar un “aterrizaje suave de los precios”, por usar las palabras de algunos promotores.
Villanueva echa la vista aún más atrás: “Durante el franquismo también podíamos ver muchos eufemismos. Democracia, por ejemplo, era una palabra tabú, pero con el tiempo se pudo empezar a utilizar y se decía que el régimen era una democracia orgánica, la no orgánica era la mala. Las huelgas eran conflictos laborales y los partidos políticos, asociaciones”, recuerda.
El riesgo de los eufemismos —al margen del peligro de que le cojan a uno en plan descarnado, con un micrófono a traición— es que pierden su influjo con el paso del tiempo. Es algo muy teorizado por los lingüistas. “Cuando las personas ya se han acostumbrado tanto a esa palabra que lo asocian inmediatamente al concepto que se quería edulcorar, deja de ser un eufemismo y hace falta buscar otro para taparlo”, explica el periodista y escritor Álex Grijelmo, presidente de la agencia Efe, que ha estudiado el campo del lenguaje eufemístico y pone algunos ejemplos: “Campo de concentración fue, en principio, un eufemismo, o retrete, que era un lugar retirado, o puta, que se utilizaba para esquivar la expresión mujer pública”.
Los medios de comunicación se suben la ola eufemística. “Están totalmente contaminados, ahora se habla de servicios de información, cuando no deja de ser espionaje”, apunta. En el campo económico, Grijelmo coincide en que “seguro que se podría establecer una correlación entre el PIB del país y el uso de eufemismos”. El autor de obras como La seducción de las palabras presta otro ejemplo, como un titular del pasado noviembre, en el Diario de Burgos: “Las entidades financieras redefinen su presencia en los pueblos pequeños”. O las firmas de moda de alta gama, que nunca anuncian “rebajas” en las páginas de los periódicos, sino “ventas especiales”.
También se presentan como anuncios de “contactos” los de prostitución, e incluso a veces se sustituye la palabra prostituta por “trabajadora sexual”.
La corrección política en el lenguaje ha alumbrado también eufemismos como “país en vías de desarrollo, en vez de país subdesarrollado”, apunta en este sentido Darío Villanueva, y especifica el mecanismo: “Una forma de afirmar algo malo es negar algo positivo”.
El uso de lenguaje económico con determinados fines viene de antiguo, abunda Fernando Esteve. “Fíjese que, de toda la riqueza que crea una empresa, a los beneficios empresariales, se les llama excedentes empresariales, que significa algo bueno, y al beneficio del trabajador se le considera coste laboral unitario”, apunta. “Nadie quiere subir costes, por sentido común, y todos estaremos de acuerdo en que cuanto más excedentes tenga una empresa, mejor”, añade. “Eso ya lo tenemos incorporado a nuestro lenguaje [y, por tanto, a nuestro subconsciente]”, explica Esteve. Cuando se habla de educación o sanidad gratis, por ejemplo, se puede llegar a olvidar que ya se paga con impuestos.
El profesor también encuentra un sesgo o fin muy persuasivo o en el uso de algunas metáforas. “Cuando un político o economista se mete a dietista, échese a temblar”, alerta, “como cuando dicen: ‘Tenemos mucha grasa, debemos hacer dieta y entonces volveremos a estar bien’. Si logras trasladar esa imagen a unos ciudadanos que no saben de economía, confiarán ciegamente en que, en efecto, han estado comiendo demasiado y ahora les toca adelgazar, y que esa dieta, aunque les duela, es lo mejor que les puede pasar”.
Lo mismo ocurre con la resaca. Utilizar esa imagen para la crisis es, de alguna forma, llevar a la culpa a quien la sufre, por haberse emborrachado. “Para mí una de las cosas más cretinas de esta crisis es eso, hablar de resaca. Implica que ahora lo pasas mal porque has cometido excesos, y no podemos caer en la trampa de estas metáforas”, remata. Los periodistas, critica, “también se dejan llevar por la metáfora facilona”.
Los tecnicismos pueden convertirse también en grandes aliados del lenguaje edulcorado. Los expedientes de regulación de empleo (ERE) como forma de referirse a los despidos colectivos de una empresa son un buen ejemplo. Otro es el “concurso de acreedores”, que fue la forma que la ley de 2003 escogió para referirse a la antigua suspensión de pagos de las empresas, mucho más cruda y explícita.
La jerga financiera, que tan intrincada resulta a veces, también acaba teniendo un efecto nebuloso en la comunicación. “Exposición” a la deuda o “activos adjudicados”, para referirse muchas veces a los inmuebles que han embargado porque sus propietarios no podían pagar el crédito. Y, hace poco, la compañía aérea Spanair anunció que dejaba de operar por “falta de visibilidad financiera”, es decir, que no tenía dinero y no lograban que nadie se lo diera.
En este capítulo de la interminable crisis, no deja de oírse la palabra “sacrificio” cuando se habla de programas de recortes (los que buscan la “consolidación fiscal”). El proyecto europeo se tambalea a cuenta de los desequilibrios presupuestarios y la crisis de deuda soberana.
Es interesante acudir ahora a un análisis de Javier Pradera, publicado en este mismo periódico el 1 de agosto de 1993. Más allá del eufemismo recogía las negociaciones de Gobierno y agentes sociales para un plan de empleo. “Los bizantinos distingos del Ejecutivo para convencer a los españoles de que la convergencia con Europa exigiría esfuerzos pero no sacrificios casi agotó sus reservas de pólvora verbal”, escribía Pradera. “La inútil pugna semántica para determinar si el rigor de la política presupuestaria del nuevo Gobierno llevará a cabo un recorte de los gastos sociales o procederá sólo a su contención tal vez distraiga los ocios veraniegos, pero apenas ayudará a que la negociación progrese”, continuaba.
Y así presentó Miguel Boyer los presupuestos el 17 de mayo de 1983: “La lucha contra la inflación debe verse facilitada por una actitud de moderación salarial”.
Este tipo de lenguaje no habita solo en la boca de los poderes públicos, apunta Antón Costas. “También los sindicatos lo asumen cuando tiene que defender algunos pactos, como, por ejemplo los de moderación salarial”. Y es que moderación viene de moderar: templar, ajustar, arreglar algo evitando el exceso.
Algunos debates y sus recursos lingüísticos perduran con el tiempo. Vendrán más años malos, diría algún poeta melancólico. Los hombres de negocios, en cambio, esquivan los “problemas” en las entrevistas y suelen hablar más de “retos” o “desafíos”. Vendrán recortes, para unos, o ajustes, o reformas, o medidas de consolidación fiscal. Y otros lo llamarán amor.
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