La Castafiore de carne y hueso
Por: David Bizarro. 01 de marzo de 2012
En 1943 la soprano Florence Foster Jenkins subió a un taxi en Queens, Nueva York. En un alarde de profesionalidad mal entendida, decidió aprovechar el trayecto para calentar la voz. Los estridentes gorgoritos que emitía en sus esfuerzos por alcanzar las notas más altas despistaron al conductor, provocando un accidente del que la excéntrica diva saldría mejor parada de lo previsto. Porque al margen de las contusiones y de una leve lesión cervical, la Foster fue obsequiada ese día con el don de alcanzar “un Fa más alto que nunca”. Y como de bien nacido es ser agradecido, decidió ahorrarse las demandas judiciales y obsequiar al taxista con la mejor caja de puros que el dinero podía pagar.
La biografía de Florence Foster Jenkins abunda en episodios igualmente delirantes, acordes a su condición de gran dama del despropósito lírico. A pesar de sus nulas dotes para el bel canto, no dudó en dilapidar la fortuna familiar para sufragar su carrera profesional. Solo así se entiende que llegase a grabar varios discos e incluso a actuar en el Carnegie Hall, convirtiéndose en un tragicómico ejemplo de superación artística. Su vida ha dado para varias obras de teatro -la más conocida de ellas, Glorious! de Peter Quilter, ha sido un éxito en 24 países- y su estrafalaria personalidad bien pudo inspirar al historietista belga Hergé, padre de Tintín, a la hora de perfilar el personaje de Bianca Castafiore.
Florence nació en Wilkes-Barre, Pennsylvania en 1868. Hija del honorable Charles Dorrance Foster, banquero y legislador, sus inquietudes artísticas la llevaron a decantarse por la música en contra de los deseos de su padre, que intentó disuadirla negándose a costear sus estudios de solfeo en el extranjero. Pero más que vocación, lo de Florence era devoción ciega por el canto; hasta el punto de rebelarse contra la patria potestad y fugarse a Filadelfia para casarse con el Dr. Frank Thornton Jenkins. Haciendo gala de la legendaria testarudez que la acompañaría hasta la tumba, nuestra heroína se mostró dispuesta a abandonar las privilegios del apellido familiar con tal de perseguir su sueño. Pero a pesar de su fuerza de voluntad, el ascenso al estrellato no sería precisamente un camino de rosas.
Al poco de instalarse en la capital del Delaware se divorció del Dr. Jenkins en 1902, alegando diferencias irreconciliables en el matrimonio. Si hacemos caso de las malas lenguas, el verdadero motivo de la ruptura serían las tensas relaciones de Florence con su padre, que frustraron las esperanzas del galeno de echarle el guante al patrimonio de los Foster. Lejos de dejarse doblegar por el chantaje económico del patriarca, Florence asumió los rigores de su emancipación impartiendo clases de piano para pagar el alquiler. Para ella, que había sido criada con cuchara de plata, aquel escollo se convirtió en una prueba de fe en sus posibilades de triunfar como artista. De no ser por el repentino fallecimiento en 1909 del Sr. Foster, otro gallo hubiese cantado. Aprovechando el usufructo de los bienes paternos, Florence se mudó a Nueva York con el firme propósito de darse a conocer en los círculos más selectos del mundo del espectáculo.
Su abultada cuenta corriente le abrió las puertas de los eventos exclusivos de la alta sociedad de la época, donde era muy respetada como filántropa de las bellas artes. Su pasión por la ópera le llevó a fundar y financiar el Club Verdi, labor que compaginaba diligentemente con sus (poco fructíferas) lecciones de canto y los habituales recitales privados con los que solía martirizar a su círculo de amistades. Pero con el paso de los años el ego de Madame Foster reclamaría la atención de mayores auditorios para poder realizarse plenamente como artista. La oportunidad que estaba esperando le llegaría en 1928 cuando, tras la muerte de su madre, se convirtió en única heredera legítima de la fortuna de los Foster. Tenía sesenta años y un ansia insaciable por comerse el mundo.
Su debut ante el público de Manhattan tuvo lugar en el marco de la gala benéfica anual del Hotel Ritz-Carlton, exigíendo invitación y rigurosa etiqueta. El espectáculo alcanzó cotas verdaderamente bochornosas pero, a pesar de desafinar como un gato moribundo, el público parecía disfrutar con las calamitosas limitaciones vocales de Florence. Ajena al ridículo, los estrafalarios cambios de vestuario de la diva se convirtieron en uno de los principales alicientes de la actuación. Verla ataviada como el "Ángel de la Inspiración" mientras masacraba impunemente su repertorio de arias, provocó las primeras reacciones descontroladas entre el respetable. Incapaces de contener las carcajadas, los asistentes disimulaban el escarnio tirando de pañuelo y ovaciones mientras, desde el escenario y cegada por el éxito, Florence interpretaba equívocamente aquellos síntomas como el fruto de una emoción sincera. En palabras de su más cercano colaborador, Cosme McMoon (pseudónimo del célebre pianista Edwin McArthur) "cuando alguien no podía aguantar más la risa, el resto de la platea irrumpía en bravos y aplaudía con más fuerza. El ruído era tan grande que todos podían desahogarse tranquilos sin temor a ofenderla".
El respeto que el propio McMoon profesaba hacia la Foster le permitió acompañarla en sus actuaciones durante años, siendo el único (de entre una veintena de músicos contratados) capaz de mantener el tipo sobre el escenario. Incluso adaptó las partituras a las imprevisibles cuerdas vocales de la soprano, pero, tras el surrealista accidente de tráfico, "cuando subía otra octava resultaba imposible acertar con la nota adecuada en el piano". La peculiar pareja llegaría a registrar varias perlas de su repertorio en una serie de vinilos a 78-rpm, incluyendo un par de composiciones propias, Like A Bird y Serenata Mexicana. Todas estas grabaciones serían recopiladas en 1962 por RCA, bajo el título The Glory of the Human Voice, legando para la posteridad sus criminales interpretaciones de Mozart, Bach, Strauss o Delibes.
Incapaz de discernir el horroroso timbre de su propia voz, la Foster parecía andar tan escasa de oído como justa de humildad. Su pasatiempo favorito consistía en deleitarse a sí misma, escuchando una y otra vez sus propios discos en la intimidad de su alcoba. Pero más allá del narcisismo que se le supone a cualquier diva que se precie de serlo, lo que de verdad maravillaba a nuestra Florence era ver su sueño hecho realidad. Por eso, según algunos biógrafos, vivió tan a fondo su propia fantasía; por el miedo a tener que despertarse algún día.
Por suerte para ella, el cariño de su público le permitió ignorar las feroces reseñas de los periódicos de la época. Y hasta de esos ataques salió victoriosa, puesto que la mala prensa contribuyó a colgar el letrero de "no hay localidades" en la mayoría de sus conciertos. Se convirtió en un auténtico must-seen; daba igual las cosas atroces que escribieran de ella: precisamente por eso había que verla en directo. Así fue como nuestra incomparable Flo terminaría dándose su definitivo baño de multitudes; ni más ni menos que en el mítico Carnegie Hall de Nueva York, donde su entonación del Clavelitos del maestro Valverde le valdría sus últimos aplausos. Fallecería una semana más tarde; unos dirán que de un ataque al corazón. Otros, de pura felicidad.
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