Bienvenido, señor supermillonario
Sin impuestos ni delincuencia, el dinero se siente seguro y acompañado en Mónaco. Alberto II mima a su clientela mientras reformula un estado al que le urge una reinvención. La durísima competencia y los gustos de los nuevos ricos amenazan su cetro.
Lola Galán Mónaco 18 FEB 2012 - 03:00 CET
Al anochecer de un día gélido de enero, dos Rolls Royce (uno matriculado en Bahamas, el otro en Mónaco) circulan por la plaza del casino de Montecarlo, barrida por el viento. Hay pocos transeúntes. Tres hombres con pinta de eslavos, uno de ellos enfundado en un abrigo de astracán, cruzan hacia el paseo que bordea el puerto. La plaza brilla iluminada por las luces del Hotel de París, el casino y el Café de París, con sus escaparates de tiendas lujosas.
Toda la magia de Montecarlo se concentra en estos pocos metros cuadrados: los que van del mar al hotel Hermitage, que se alza un poco más lejos. Este pedazo de Mónaco es casi la única seña de identidad en pie de los tiempos gloriosos del Principado. Cuando los ricos del mundo se dejaban caer por el casino, y probaban suerte en la ruleta, bajo las deslumbrantes arañas. Hoy la piqueta amenaza a algunos de los edificios art déco, porque el espacio vale aquí millones. Comprar un apartamento (con precios medios de 40.000 euros el metro cuadrado) es prohibitivo, pero también un negocio seguro. El sector inmobiliario no decae, alimentado por el dinero de los superricos, incluidos antiguos dictadores, como el tunecino Ben Ali, que poseía un edificio entero en el Principado. Los rascacielos surgen entre las villas antiguas, con un cierto desorden, complicando un poco más el trazado enrevesado de la ciudad: un entramado de túneles y pasos subterráneos, de calles a distinto nivel unidas por escalinatas y ascensores.
“Somos una especie de Hong Kong mediterráneo, es cierto”, reconoce una monegasca. Un Estado de juguete, con apenas dos kilómetros cuadrados de superficie, donde viven, siquiera nominalmente, casi 36.000 personas. Mónaco es único. Una Babel con gente de más de 120 países, con el catolicismo como religión de Estado, sin conflictos de ningún tipo, porque el dinero engrasa las relaciones en este lugar con la mayor densidad de ricos del mundo.
Aquí el dinero se siente acompañado y seguro. Cualquier señora que coge el autobús lleva zapatos de Louboutin y un bolso de Prada colgado del brazo. “No todos somos ricos. Yo no lo soy, ni frecuento a los millonarios”, protesta Benito Pérez-Barbadillo, uno de los 284 residentes españoles en el Principado. Casi todos veteranos, porque la actual legislación obliga a tributar en España los cinco primeros años de residencia. Llegó hace 16 años, para trabajar en la Asociación de Tenis Profesional (ATP), y terminó montando su propia agencia de comunicación, Communications & Sport Marketing, con una cartera de clientes que incluye a Rafael Nadal. Del país de adopción tiene pocas quejas. Si acaso, le molestan las prebendas de los monegascos, apenas 8.000 personas, que son por ley los primeros en las listas de contratación de personal. Casi todo lo demás le encanta. “El clima es agradable, y la seguridad, total”. Un servicio a coste cero porque en Mónaco no hay impuestos directos, ni están tasados los beneficios de las empresas, siempre que las tres cuartas partes de las ganancias se produzcan en el territorio. “Para mí eso no es lo importante”, dice Pérez-Barbadillo, que tenía entre sus clientes, hasta el año pasado, a Novak Djokovic, otro monegasco adoptivo.
El número uno del tenis mundial tiene en el Principado un confortable refugio donde vive con su novia, Jelena Ristic, y sus dos perritos. Aunque los premios de las competiciones están sujetos a la tasación fiscal del país donde se reciben, Novak disfruta del nulo peso impositivo del Principado sobre su considerable fortuna, y del olvido de los periodistas. Más o menos las mismas ventajas que han encontrado otros colegas de la raqueta como Caroline Wozniacki, ex número uno del tenis femenino; el croata Ivan Ljubičić, el checo Radek Štěpánek o el sueco Robin Söderling.
La patria monegasca es cálida, acogedora y productiva. Y después de todo, ellos viven en el avión. Igual que los británicos David y Frederick Barclay, dueños de un emporio de prensa en Reino Unido y de un conglomerado hotelero. Los hermanos gemelos Barclay, ya septuagenarios, tienen dirección postal en La Montagne, su hogar monegasco, aunque son dueños también de un gigantesco castillo de falso estilo gótico en una pequeña isla del canal de la Mancha. En Mónaco acaban de nombrarles embajadores itinerantes del país.
Alberto II, el actual soberano, que cumple el mes que viene 54 años, mima a los supermillonarios. El príncipe vive pendiente de las cumbres del clima y de los grandes eventos deportivos, como el Grand Prix de fórmula 1 o el centenario Master de Tenis, que son imagen de marca del Principado. Pero también está atento a los negocios. Supervisó personalmente el acuerdo que ha convertido al magnate ruso Dmitry Rybolovlev, residente en el Principado, en principal accionista del club de fútbol local, el AS Mónaco, en el que ha invertido 100 millones de euros.
Británicos, rusos y libaneses – como el inversor Toufic Aboukhater, comprador reciente de una serie de hoteles Intercontinental, entre ellos el de Madrid– han sentado sus reales en Mónaco. También la millonaria alemana Vanessa von Zitzewitz, tercera esposa de Juan Villalonga, expresidente de Telefónica, con la que se casó en Mónaco en 2010, que se dedica a la fotografía. Aquí ha ido envejeciendo tranquilo el actor británico Roger Moore, y aquí tenía su domicilio el tenor Luciano Pavarotti, aunque el fisco italiano lo persiguió con saña, convencido de que vivía en su mansión del lago de Garda y Mónaco era solo su dirección postal.
“Nosotros desaconsejamos esa fórmula de residencia solo nominal. Entre otras cosas, porque queremos que los ricos vivan aquí y consuman”, protesta el consejero (ministro) de Finanzas y Economía del Principado, Marco Piccinini. El consejero, romano de casi 60 años, vive en Mónaco desde la adolescencia y ha tenido el honor, explica, de que el príncipe le concediera la nacionalidad monegasca. Piccinini, que usa gafas de hipermetropía y viste traje ligero en beis tostado, tiene una elocuencia persuasiva, digna de un monseñor vaticano. Todo en su conducta parece ajustarse a un protocolo largamente estudiado. Desde el tiempo que hace esperar a la periodista hasta la interrupción, una vez comenzada la entrevista, para firmar una pila de documentos “urgentísimos”. Su despacho, amplio y un poco desordenado, está presidido por una fotografía de Alberto II y la bandera del Principado. Antes de llegar a ministro, ha sido director deportivo de Ferrari y miembro del consejo de administración de la gran empresa nacional, la Société des Bains de Mer (SBM), que gestiona los principales establecimientos turísticos de lujo, incluido el casino, en la que el Estado monegasco, que es tanto como decir los Grimaldi, posee el 69% de las acciones. La sociedad financia también instituciones culturales como los ballets de Montecarlo, la ópera local y la orquesta filarmónica. El edificio del Gobierno (hay cinco ministros en total) está en la Roca, el promontorio donde se alza el Mónaco viejo, y el palacio principesco, con un aire a parque temático que cautiva a los siempre deseados turistas.
“Pero la fuerza de Mónaco está en una economía diversificada que se apoya en varias patas. Los servicios financieros, el casino, el turismo, el sector inmobiliario. Tenemos también un sector industrial que produce piezas de excelencia en componentes del automóvil”, explica el responsable de las finanzas. Los ricos son bienvenidos, claro que sí, pero no a cualquier precio. “En Mónaco, uno no puede comprar una sociedad a través de Internet. No queremos sociedades que sean una mera dirección postal, queremos que haya actividad real. El dinero no viene a esconderse a Mónaco. Aquí el que quiere venir a residir lo hace abiertamente, notificándolo en su consulado”.
Y aspirantes a una dirección en Mónaco no faltan, porque, además de no recaudar impuestos, es un lugar seguro como una caja fuerte. Con cámaras de vídeo en cada esquina y más de medio millar de policías, en el Principado la cifra de delitos contra la propiedad es insignificante. Aquí pueden lucirse sin miedo diamantes y bolsos de pitón, o dejar abierto el deportivo en la calle.
Pero este paraíso del lujo parece haber dejado atrás sus mejores tiempos y lucha ahora por reinventarse como guarida de una nueva generación de fortunas surgidas del deporte, o llegadas de Oriente, que consumen de otra manera y no se sienten atraídas por la ruleta. Pensando en ellos se han abierto restaurantes asiáticos y cuatro casinos al estilo de Las Vegas, con moquetas llamativas y máquinas tragaperras. Pero la competencia es fuerte. El dinero tiene muchos sitios a los que emigrar. En Reino Unido, los millonarios pueden eludir al fisco inscribiéndose allí como residentes no domiciliados.
Una oferta especialmente tentadora para los franceses, porque vivir en Mónaco no les libra de pagar impuestos en Francia. Pese a ello, son mayoría en el Principado y tienen un papel relevante. Teóricamente, tras el cambio de la Constitución monegasca, en 2002, y la modificación de un par de tratados con Francia, ya no es obligatorio que el jefe del Gobierno sea francés, como en el pasado. Aun así, el príncipe Alberto ha escogido para el cargo a Michel Roger, un antiguo asesor del ex primer ministro galo Jean-Pierre Raffarin. Son franceses también el ministro del Interior, el jefe de Policía, el fiscal general, un largo etcétera de jueces, además del director de los servicios fiscales. Francia, con la que existe unión aduanera, está detrás del Principado allá donde se mire. Mónaco no puede despegarse del poderoso vecino con el que comparte idioma y frontera, hasta el punto de parecer un peculiar añadido, un Estado un poco ficticio, pese a su pertenencia a las grandes instituciones internacionales.
Y poco importa que la mayor parte de la cúpula dirigente carezca de derecho al voto, reservado a los monegascos, que eligen cada cinco años al Consejo Nacional (parlamento unicameral). El verdadero poder lo ostenta Alberto II Grimaldi, que designa al Gobierno.
Como dice el ministro de Finanzas, “Mónaco existe porque existe el príncipe”. Y el príncipe parece una figura intocable. Al menos para la prensa local. Una tímida crítica a su alteza le costó el cargo, en 2006, a Didier Laurens, entonces director de Monaco Hebdo, principal periódico del país. Periodistas del semanario dicen que el despido se debió a desavenencias con el propietario, Antonio Caroli, uno de los grandes de la industria de la construcción monegasca.
Los Grimaldi son la historia de Mónaco. Los que mantuvieron su delicada independencia e inventaron la fórmula del éxito que ha funcionado hasta ahora: lujo, casino, paraíso fiscal. Pero las cosas están cambiando. El juego genera hoy apenas el 3% de la riqueza, frente al 15% que aportan los servicios financieros. Un sector que gestiona unos 75.000 millones de euros y que ha levantado siempre muchas suspicacias. “Son estereotipos sobre Mónaco. Aquí está todo controlado, los bancos, las agencias inmobiliarias, los intermediarios financieros. Y tenemos muchos contactos con la banca de Francia”, subraya el ministro Piccinini.
Un informe del Parlamento francés de 2000 desató la alarma sobre la escasez de controles del Principado a la hora de impedir el blanqueo de dinero. Y hubo que reforzar la vigilancia. Dos años después, dinero del caso Parmalat, un sonado escándalo financiero italiano, fue localizado en el Principado. En septiembre pasado, el exministro de Energía ruso, Evgeny Adamov, fue juzgado por un tribunal monegasco, acusado de haber colocado nueve millones de dólares extorsionados al Estado ruso y a los estadounidenses. Los jueces no hallaron pruebas para condenarle. “No somos perfectos”, dice el ministro de Finanzas. “Pero la justicia actúa, ya lo ve”.
Es cierto que el Principado no quiere problemas ni verse envuelto en asuntos feos. Robert Eringer, periodista, escritor y supuesto exespía estadounidense, en otro tiempo amigo personal del príncipe y hoy enemigo jurado, ha contado que Alberto requirió sus servicios para impedir que la mafia rusa se colara en Mónaco. ¿Verdad? ¿Mentira? “Aquí todo es bastante opaco”, dice Henri Taddone, sentado muy digno ante la mesa de despacho en una de las salas de la Union de Syndicats de Monaco (USM), de cuya dirección colectiva, y rotatoria, forma parte. En la entrevista le acompaña otro colega de la dirección sindical, Jean-Paul Hamet, bretón, antiguo cocinero de la Société des Bains de Mer. Los dos se quejan de que el Mónaco opulento esconda algunas mezquindades. “No hay escala salarial. Se cobra el salario mínimo francés, 9,22 euros la hora, más una bonificación del 5%, pero en Francia rigen las 35 horas y aquí se trabaja 39”. Y los mejores trabajos son para los nacionales del país, que copan casi los 6.000 puestos de funcionarios.
La sede sindical está en un extraño edificio sobre la estación subterránea de Mónaco, el lugar más concurrido del Principado a eso de las seis de la tarde, cuando los que hacen funcionar el país regresan a sus casas, en Menton, Niza o Ventimiglia. El británico Matthew Stanton es uno de ellos, aunque no es un trabajador cualquiera, sino el responsable de la firma de yates Sunseeker Monaco, con oficina en Rue Grimaldi. Una firma que vende yates majestuosos, como uno de 34 metros de eslora, de 10 millones de euros. Dice Stanton que, pese a la crisis, siguen recibiendo pedidos, “de rusos, asiáticos y también de checos”.
Y es que la crisis no ha tocado a las firmas de lujo. “Pero ha dejado a trabajadores sin empleo. Lo que pasa es que aquí no hay parados, porque se inscriben en las oficinas de desempleo de Francia e Italia”, proclaman los dos sindicalistas de la USM. Algo así no pasaba en sus tiempos. En la época de Rainiero III, conocido como el patrón. “Una persona dictatorial, que trataba con mucha dureza a su hijo”, comentan. Rainiero fue también el que supo dar con la clave del éxito al casarse con Grace Kelly. El Principado languidecía cuando llegó la bella actriz estadounidense. Su presencia le dio nueva vida, aunque hay quien dice que lo fundamental fue la dote que aportó al matrimonio. Mónaco renació. Alberto II se enfrenta ahora al gran reto de mantener aquel éxito. Y aunque el negocio va viento en popa, el príncipe debería estar atento. “A Mónaco puede pasarle como al jerez”, dice Pérez-Barbadillo. “Triunfaba en el mundo, hasta que llegó una generación que bebía otras cosas”.
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