Por el Museo de la Ruina y por el arte de enumerar
Por: Juan Cruz. 15 de febrero de 2012
Ahora que el arte está otra vez desintegrándose y ya no se sabe, nunca se supo, quizá, dónde está su frontera, convendría escuchar a Isidoro Valcárcel Medina, que propone un Museo de la Ruina. Es decir, un museo tan frágil, tan inconsistente, que ni siquiera aceptara visitantes, a no ser que a éstos no les importara perecer bajo el aliento de esa podredumbre.
Se lo escuché decir anoche a este artista murciano de 1937 que se ha distinguido siempre, antes y después de que lo señalaran con el Premio Nacional de Artes Plásticas de 2007, por destruir verbalmente y también artísticamente las convenciones más habituales de las artes avejentadas.
Valcárcel, que combina entre sus pasiones al antiguo filósofo Zenón y a Jean-Luc Godard, expuso esa teoría (línea y media, no dijo más) sobre el Museo de la Ruina en diálogo con Hans Ulrich Obrist, en la sala de Ivorypress, en Madrid, porque es esta editorial que construye y dirige Elena Ochoa Foster la que se ha atrevido a publicar, después de tres años de trabajo, el libro más insólito de la reciente historia de la bibliografía, Ilimit, del que es autor Isidoro.
Autor, pensador, diagramador, esteta de la repetición y también de lo insólito, ha hecho en este libro un manifiesto ilimitado de los riesgos y valores de la continuidad; continuidad de los parques, que diría Cortázar, continuidad de la mirada, que diría Borges, destrucción de lo habitual, que diría el propio artista.
El libro consta de nueve volúmenes, pues es un libro y es a la vez varios libros continuados e ilimutados. Enjuto, vestido con ropas oscuras, rodeada su cara pálida de ojos muy atentos y muy grandes, Isidoro explicó su tesis (la que está detrás de esta insólita publica) con pocas palabras, pero con mucho sentido del humor: es un libro normal, pero no es habitual. Es un libro inhabitual, e ilimitado. Se limita, en su contenido ilimitado, a la enumeración sencilla de las páginas de que consta, quinientas cada uno de los nueve volúmenes, en cada uno de los idiomas que él eligió aleatoriamente: español, latín, chino, japonés, y así hasta 58 lenguas. La enumeración, naturalmente, es correlativa, de la página 1 a la página 6000.
Los detalles técnicos de la producción del libro lo convierten en un acontecimiento artístico y bibliográfico de primera magnitud, que en estos tiempos en que se augura el final del libro como objeto adquiere el carácter de metáfora o símbolo del tiempo de la prisa. Como resume la editorial que durante tres años ha acompañado al artista en su trayecto, "los libros han sido cosidos y encuadernados a mano en tela Saxon color gris neutro, con una madera de diez milímetros que abraza y protege el interior de cada volumen. El papel utilizado para la impresión del libro es Gmund 2/200 Creative System, nº 780, color 45, de 200 g/m2, producido por Büttenpapierfabrik Gmund. Cromotex ha realizado la composición de los textos. Los libros han sido impresos y encuadernados por Testimonio compañía editorial".
Isidoro Valcárcel habló de ese gesto, aunque muchas veces dijo que prefería el silencio, o la risa, y a ello nos invitaba a los que estábamos en el público, con Hans Ulrich Obrist, suizo de Zurich (1968) que es codirector de la Serpentine Gallery de Londres, uno de los iconos del arte en el mundo. Con un idioma en el que (como en los nueve volúmenes) se mezclaban las lenguas (el inglés, el italiano, el español), Orbist logró sacar a Valcárcel del mutismo conceptual que adorna su vocabulario y su filosofía, así que en algún momento de la conversación pude sentir que entre el libro y el hombre se producía una síntesis que a la vez inquietaba y daba paz, como si uno estuviera entrando en un terreno en el que lo que estaban viendo, u oyendo, era mucho más que lo que materialmente se veía o se escuchaba.Era una reflexión audaz sobre lo que Lewis Carroll dejó escrito: de qué color es la luz de una vela cuando está apagada.
Luego estuve viendo el libro (los nueve volúmenes); adentrándose en esa geografía de la repetición uno puede imaginar, es cierto, qué es lo que se siente, y es tan fascinante, cuando cuenta las olas del mar o cuando mira el fuego y el fulgor de su repetición te calma. Esto también da paz. Como un museo, aunque esté en ruinas.
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