Estrechas líneas
Escrito por: juanma-iturriaga el 24 Oct 2011 - URL Permanente
El domingo amaneció apasionante deportivamente. Tanto que hizo que madrugase, pues se puede considerar como tal al levantarse a las nueve y media de la mañana un día de fiesta despues de que me diesen las tantas viendo los capítulos atrasados que llevaba de Fringe, a los que no pude hincar el diente hasta que Javi Varas desesperó por completo al mismísimo Messi. La ocasión lo merecía sobradamente. Me esperaba para acompañar el necesario café nada más y nada menos que la final del Mundial de rugby.
Ya he hablado alguna vez de mi sueño de visitar Nueva Zelanda, territorio mítico para mí incluso antes de que Peter Jackson rodase allí la maravillosa trilogía de El señor de los anillos. No sé muy bien de donde me viene, si es por su lejanía, en nuestras antípodas, por su supuesto exotismo, o quien sabe si también por su legendario equipo de rugby, los mejores embajadores que tienen y del que en tiempos pasados sólo teníamos noticias de ellos cuando se paseaban por Europa machando rivales antes de volverse a su país. Por si una final de un mundial no fuese suficiente, el disputarse en el territorio de mi mayor fantasía de viajero la convirtió en cita inexcusable por mucho sueño alterado por Walter Bishop y la inquientante Ann Torv.
No fue un gran partido hablando en términos técnicos. Así lo han repetido aquellos que cuentan con mayor conocimiento de este deporte que yo. Quizás en un tiempo lejano, allá por los ochenta cuando los sábados por la tarde veía el Cinco Naciones de manera casi religiosa, puede que tuviese algo de criterio para valorar esas cosas. Ahora ya no, pues lo que aprendí de algunos amigos en el Pichurri o en el Palos (no, no son campos de entrenamiento, sino emblemáticos bares) pues ya se me ha olvidado. Pero lo que le faltó de buen juego, sobre todo por parte de la maquina Kiwi, de la que siempre se espera que pase por encima de los contrarios, le sobró de incertidumbre. Dado que mis simpatías iban con los de negro, viví con intranquilidad todo el partido. Sobre todo cuando se comenzó a mascar el posible desastre. Que si jugaban en casa, que si todo un pequeño país detrás, que si 24 años sin olerla, que si son muy buenos pero en los momentos cumbres se les viene un poco el mundo encima, de todo pensé y de todo me hicieron pensar los comentaristas de la tele. Pero finalmente lo que me resultó más emocionante fue asistir al extenuante esfuerzo al que se sometieron todos los jugadores durante 80 minutos, a una pelea que les llevó hasta el último aliento, hasta el último segundo. Esa última melee que duró una eternidad para Nueva Zelanda y un suspiro para Francia, terminó por desarmarme. Fue tal el hermoso y agónico espectáculo de potencia, gallardía y resistencia que hace imposible que te deje indiferente.
Una vez recuperado, me conecté a la red para darme de bruces con la noticia de la muerte de Simoncelli, que resultó escalofriante bajo muchos puntos de vista. La muerte en sí misma, el personaje en cuestión y la forma en que se produjo. Ir a 300 por hora sin mayor protección que un casco aumenta sin duda las posibilidades de un suceso así, lo que no quiere decir que cuando ocurre, afortunadamente cada vez menos, no deja de sacudirte. El que se tratase de un chaval de 24 años cuya forma de ser irradiaba algunas de las características que les supone a un chaval de 24 años, añade un punto más trágico. Que el casco saliese disparado introduce el factor mala suerte. Que fuese precisamente arrollado por dos pilotos, uno de ellos Valentino Rossi, su amigo y casi mentor, termina por apabullarte. Por si no fuese suficiente, la tragedia se completó con el factor retransmisión televisiva, por lo que se pudo asisitir en tiempo real a la angustia de su padre, de su novia, de todo su equipo, de sus compañeros y rivales. El horror en vivo y en directo.
Me vino a la cabeza el titulo del primer artículo que escribí hace ya 26 años. Se titulaba “La estrecha linea entre el amor y el odio”. Todas nuestras vidas se encuentran plagadas de estrechas líneas que separan amores y odios, alegrías y penas, exitos y fracasos, extasis y tragedias. El deporte nos lo muestra de una forma palmaria, explicita como pocas. Nueva Zelanda y Francia vivieron saltando de un lado a otro a ritmo de un detalle, un placaje, un golpe castigo, una decisión arbitral. Algunas responsabilidad propia, otras imposibles de controlar. Pero a veces, pocas por fortuna, y dentro del mismo entorno deportivo, la cuestión ya no trata de victorias y derrotas, sino de vida o muerte. Y ahí, además de relativizar todo lo anterior, tambien es capaz de enseñarnos que la línea que nos mantiene en este mundo puede ser tan estrecha y frágil como trazar mal una curva vete a saber por qué o simplemente por la mala pata de encontrarte en el peor lugar posible en el momento más inoportuno. Una verdad tan terrible como aprovechable.
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