Jaime Rubio Hancock
Por si hay alguien que acabe de llegar de una envidiable excursión por Marte, resumo brevemente: se juzga al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por revelación de secretos en el caso de fraude fiscal de Alberto González Amador (el señor Novio de Ayuso).
Este miércoles, dos periodistas declararon que tuvieron noticia antes que el fiscal de que el abogado de González Amador había enviado un escrito a la Fiscalía de Madrid en el que reconocía su fraude. José Precedo, de elDiario.es fue muy claro. Cito la crónica de Xosé Hermida:
“—Yo tengo un dilema moral, porque sé quién es la fuente.
El presidente del tribunal, Andrés Martínez Arrieta, reaccionó con un extraño verbo:
—No nos amenace…
—Yo no amenazo nada. Digo que yo sé quién es la fuente, pero no lo puedo revelar, y eso me provoca un dilema moral porque aquí se le está pidiendo cárcel a una persona que es inocente”.
Hay una cosa que puedo afirmar con rotundidad y sin miedo a las consecuencias legales: sin lugar a dudas, eso es un dilema moral. Precedo se debate entre dos obligaciones éticas: evitar que un inocente vaya a la cárcel y preservar el secreto profesional.
En los dilemas éticos entran en conflicto al menos dos valores en los que creemos. A veces, tenemos que pensar en cuál es la mejor opción. Pero cuando no hay tanta suerte, como le pasa a Precedo, hay que buscar el resultado menos malo. Además, no suele haber forma de dar con un compromiso o una solución intermedia (”¿y si os doy las iniciales?”).
Los dilemas éticos, reales o ficticios, son útiles porque ponen a prueba lo que pensamos sobre valores, deberes y derechos, y nos ayudan a averiguar a cuáles damos más importancia, bajo qué circunstancias y por qué. Un ejemplo clásico es el que cuenta Jean-Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo: el hermano de un estudiante ha muerto por la ofensiva alemana en 1940 y quiere vengar su muerte y luchar contra los nazis. Pero el estudiante también es el único consuelo que le queda a su madre. Para Sartre, el joven está atrapado entre dos principios éticos: la devoción personal a su madre, que además tendrá resultados casi ciertos (el consuelo), y la contribución, más incierta, a la resistencia contra los alemanes.
Precedo está en una situación similar, salvando las distancias:
- Puede revelar el nombre de su fuente, algo que llevaría a resultados casi seguros: como mínimo se investigaría a esa persona y ayudaría a la defensa del fiscal.
- O puede preservar el secreto profesional, cuyas consecuencias son, si no inciertas, sí más abstractas y difíciles de cuantificar.
Como explica el filósofo estadounidense Aaron Quinn en Journalism Ethics: a Philosophical Approach, las fuentes confidenciales son una herramienta útil para el periodismo de investigación. Una persona que revela, por ejemplo, un caso de corrupción en un partido político o de malas prácticas en una empresa, puede necesitar que se respete su privacidad para evitar represalias. Como fue el caso de Mark Felt, número dos del FBI en época de Nixon y la Garganta profunda que ayudó a Carl Bernstein y a Bob Woodward a destapar el Watergate.
Volviendo al fiscal, si un caso con este perfil mediático termina con la identificación de un confidente, la confianza de las fuentes en los periodistas puede verse erosionada. Y esto a su vez amplía la vía libre para injusticias y corruptelas, ya que cada vez se denunciarán menos, lo que a su vez puede degradar la democracia.
Quinn recuerda que llegar a un acuerdo de confidencialidad con una fuente debe ser excepcional porque los lectores pierden transparencia cuando no saben quién habla. Solo se debe hacer si el interés de la noticia lo justifica, si la información que puede dar la fuente es lo suficientemente valiosa y cuando no haya otra opción viable. Por ejemplo, imaginemos un texto en el que se habla de “fuentes cercanas a Pedro Sánchez”: no sabemos si son colaboradores críticos o si es el propio Sánchez con un bigote postizo hablando muy bien de su gobierno. Es decir, no sabemos si esas fuentes, además de anónimas, son interesadas.
El Libro de estilo de EL PAÍS va en esa línea, cuando defiende el secreto profesional y la petición de anonimato “cuando hay un motivo grave”. Pero añade: “En la práctica habitual el redactor deberá esforzarse en huir de las fuentes anónimas, y citar el nombre de quienes hablaron con él”.
El secreto profesional tampoco es absoluto, como no lo es ningún principio, ni deber, ni derecho. Por ejemplo, el anteproyecto de ley que aprobó el Gobierno este verano ya recogía que los jueces podrán obligar a identificar a una fuente si hay peligro grave o inminente para la seguridad nacional o para la integridad física o la vida de alguien. Pongamos por caso que al fiscal se le acusara de ser un asesino en serie: aquí ya no estaría tan claro que los periodistas debieran callar la identidad del verdadero homicida, con independencia de lo que diga la ley.
—Bueno, es que me dijo que no se lo contara a nadie.
Además de eso, Quinn señala que hay razones para que un periodista se salte el derecho profesional y revele el nombre de su fuente. Por ejemplo, si le ha mentido o le ha intentado manipular.
En fin, el dilema ético no es nada fácil. Si me preguntan y suponiendo que todo esto sea cierto (que imagino que sí) y que no se me escapa nada (que seguro que se me escapa mucho), creo que Precedo hace lo correcto. Sobre todo si tenemos en cuenta que hay al menos una persona más que podría decir quién es la fuente. Me refiero, claro, a la fuente, aunque quiero pensar que tendrá motivos de peso para callar. Otra cuestión es si el fiscal estará de acuerdo.


1 comentario:
¿que fuente? la que tengo aqui pendiente
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