Una humillación añadida a la dificultad de acceso a la vivienda es lo que tiene de condena a la provisionalidad.
Ignacio Peyró, 21.12024
De niños no nos suelen gustar los espárragos ni las novelas de Thomas Mann, pero la vida nos cambia tanto que llega un día que incluso visitar una tienda de lámparas ya no nos parece un tedio, sino un plan perfecto para la mañana del sábado. Si la tienda es de alfombras, el plan puede hasta aspirar al adjetivo de “excitante”. Sin duda, estas satisfacciones de adulto llevan consigo una melancolía de la edad: cómo no echar de menos, nos decimos a veces, aquellos años de esplendor salvaje, cuando nos bastaba con una cama y una cafetera, ignorábamos qué demonios fuese el capitoné y teníamos que disimular nuestro malestar cuando alguien pronunciaba las palabras “blanco roto”. Pero es pensar esto y acordarse de inmediato de no sé qué sartenes de cobre a las que tenemos echado el ojo, y en un instante se han esfumado las nostalgias. Porque ya no nos bastan una cama y una cafetera, y es perfecto que sea así.
Confieso una gran consolación cada vez que alguien de mi quinta parece tener no diré que pasión por la porcelana de Meissen, pero sí al menos la soltura de decir si algo es bonito o no lo es. Nacido en 1980 y criado en un colegio de chicos, la reacción esperada ante un jarrón era menos datarlo que darle un balonazo, y cualquier inclinación visible por el mundo de la tapicería hubiese merecido una reprobación quizá no solo silenciosa. La decoración podía ser un muy buen tema de conversación entre las mujeres mientras los hombres miraban el fútbol con un whisky, pero nuestra relación con la belleza doméstica debía ser tan inexistente como nuestra relación con la yihad islámica. Así, hemos tenido que dejar pasar años y armarnos de valor para confesarnos a nosotros mismos que decorar nos gusta. Por supuesto, quedan resabios aún del “hombre viejo”: no se nos va el alipori, por ejemplo, ante esas parejas que posan frente a una masía —¡frente a otra masía!— recién restaurada en l’Empordà. Cierro los ojos y me parece verlos: él lleva jersey color turba y ella dice a la revista que “Claudia y Bruno no salen de la alberca”.
Hay una relación, claro, entre la madurez y las casas, que en parte tiene que ver, ay, con esa noción tan española y tan verdadera y tan trágica de “tener donde caerse muerto”. De hecho, una humillación añadida a la dificultad de acceso a la vivienda es lo que tiene de condena a la provisionalidad, de extensión eterna de la adolescencia, frente a ese trabajo de habitar una casa, que va a durar —y que va a dignificarnos— toda una vida. Mario Praz cita un proverbio árabe que es a la vez una intuición universal: “Cuando la casa está terminada, entra la muerte”. Mientras, como quería Churchill, al ir haciendo nuestra casa, ella nos va haciendo también a nosotros.
En las cenas de amigos, una antigua novia, para animar la conversación, planteaba la pregunta: en una casa en llamas, ¿qué salvarías, a un perro o un goya? En nuestra propia casa, creo que todos sabemos aquello que más nos dolería perder en un fuego o —ay— una riada: no las cosas por las que pagamos más, sino las cosas que nos descifran mejor, aquellas a las que damos un sentido porque en realidad nos dan un sentido a nosotros.
Ya moribundo, cuentan que el cardenal Richelieu se iba despidiendo con tristeza de sus bibelots, de sus lujos, de sus cuadros. De muchacho, esto me parecía de un materialismo —de una frivolidad— intolerable. Solo el tiempo nos enseña que rodearnos de cosas, de cosas bonitas, de cosas significativas, es una de las maneras que tenemos de decir “líbranos del mal”. Es un conjuro. Savinio escribe que los objetos de los que nos acompañamos “constituyen reinos minúsculos, pero no menos respetables que los grandes”. Será porque esas cosas nuestras terminan por conformar un mapa de nuestros afectos. La manta que nos regaló no sé quién. La vajilla de los días importantes, con el eco de una felicidad antigua. Esas camas donde nacía y moría gente. Pero también la caligrafía de alguien que nos quiso. Tantos algos que nos recuerdan a alguien o —sencillamente— a aquel que fuimos.
Praz habla de cómo la figura del coleccionista sale muy mal parada del psicoanálisis, y él mismo —que lo era en modo excelso— señala que la del coleccionismo es una pasión “profundamente egoísta y limitada, mezquina incluso”. Es una percepción que todos más o menos compartimos: nadie quiere parecer un Diógenes. Pero quizá estemos siendo injustos con nosotros mismos. Si buscamos estar rodeados de aquello que amamos, es por una verdad que llevamos inscrita por dentro: que todo lo que amamos nos devuelve ese amor reflejado de algún modo.
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