miércoles, 4 de abril de 2012

MI MAMÁ (NO) ME MIMA

Memorias de mi mamá monstruo
La escritora Jeanette Winterson fue adoptada por integristas evangélicos. Su autobiografía relata su descenso a los infiernos mientras rastreaba su origen.
Tereixa Constenla Madrid 2 ABR 2012 - 20:41 CET
 
Al principio de la vida de la escritora Jeanette Winterson (Manchester, 1959) había un gran signo de interrogación. Se zafó de él durante décadas. Tenía otras urgencias: sobrevivir a una infancia de maltrato, a la calle a partir de los 16 años, al exclusivismo de Oxford, al éxito precoz. Sobrevivir era lo acuciante. Un día, cuando ya no urgía lo extraordinario —era una escritora prestigiosa y de reconocido talento, tenía amigos y dinero y, bueno, sí, un amor que se iba—, la incógnita del principio exhibió las fauces. La aguerrida Winterson, que se había crecido a cada adversidad, se derrumbó ante el fantasma del pasado como un azucarillo humedecido. “Hay cosas en nuestras vidas que no podemos o queremos afrontar. Si triunfas puedes evitar algunos problemas… estás demasiado ocupada, no tienes tiempo. Pero si algo es demasiado grande empujará y presionará hasta irrumpir. El detonante puede ser externo —en mi caso fue la pérdida de una relación y el descubrimiento de los papeles de mi adopción— pero aunque esté fuera, el trauma es interno y saltará y lo infectará todo”, cuenta en una entrevista por correo electrónico.
Todo lo ocurrido, incluido su ascenso a la gloria y el descenso a los infiernos, se envuelve en su libro de memorias, ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? (Lumen), con el celofán del humor, que disfraza su vida dickensiana de digerible aventura literaria. Winterson ha escrito su autobiografía como la más subyugante de sus novelas (y son muchas: La pasión, Escrito en el cuerpo, La niña del faro...). “Los niños adoptados nos autoinventamos porque no tenemos otra salida”, reflexiona en el libro.
Jeanette Winterson fue adoptada a las seis semanas de nacer por un matrimonio de evangélicos pentecostales, integristas y pobres. Su padre era una figura cortocircuitada por su esposa, la señora Winterson, una extravagante depresiva obsesionada con el Apocalipsis, que guardaba un revólver en un cajón de trapos, cocinaba tartas cada noche para eludir el sexo conyugal y tenía dos dentaduras —una mate y otra perlada— que intercambiaba según las ocasiones. Los libros, excepto la Biblia, estaban prohibidos. “El problema con un libro es que nunca sabes qué contiene hasta que es demasiado tarde”, advertía a su hija.
Su madre despotricaba ante conocidos: “Esta niña es una ofensa para el cielo, para los muertos, para la naturaleza”. Repetía a todas horas que se había equivocado de cuna al elegir bebé. La pequeña se convirtió en un ser raro y solitario. “Nunca creí que mis padres me quisieran. Yo intenté quererlos pero no funcionó”, concluye en sus memorias. Le pegaban, la obligaban a dormir a la intemperie —jamás tuvo llaves de su casa— y la adoctrinaban en su fundamentalismo pentecostal. “Mi madre, la señora Winterson, no amaba la vida. No creía que nada pudiera hacerla mejor. Una vez me dijo que el universo es un cubo de basura cósmica, y después de pensármelo un poco, le pregunté si el cubo tenía la tapa puesta o no.
—Puesta-dijo-. Nadie se escapa”.
Hizo que Jeanette almacenase rencor —“podría llenar con él una casa”— y furia contra todo. Pero suscitó algo bueno: la prohibición azuzó una rebeldía productiva en su hija. En la biblioteca pública de Accrington se leyó los tomos de literatura inglesa de la A a la Z, que la arrancaron de su mundo ruin y le dibujaron un horizonte infinito. Eso explica lo que ocurrió a partir de los 16 años, cuando la señora Winterson la echó de casa por su lesbianismo (“Has vuelto con el Demonio”, le dice; era su segunda relación con una chica) y protagoniza un memorable diálogo:
“—Jeanette, ¿puedes decirme por qué?
—Por qué, ¿qué?
—Sabes muy bien el qué.
—Cuando estoy con ella soy feliz. Feliz, sin más.
Asintió. Parecía que comprendía y pensé, de verdad, por un instante, que iba a cambiar de opinión, que hablaríamos, que estaríamos al mismo lado del muro de cristal. Esperé. Al final soltó:
—¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”.
La señora W, como la llama su hija, merecería ingresar en el olimpo de los arquetipos literarios si no tuviera un pequeño defecto: existió. A pesar de ella (¿o fue gracias a ella?), Jeanette salió adelante. Tras su expulsión del hogar, durmió y vivió en un viejo Mini hasta que una profesora la acogió en su casa y le ayudó a preparar el examen de ingreso para estudiar filología inglesa en Oxford. A partir de ahí cambió su vida. Escribió su primera obra a los 23 años, Oranges is not the only fruit (traducida aquí como Fruta prohibida), y se consagró. La novela ganó el Whitbread y fue adaptada por la BBC. Era netamente autobiográfica. Comenzó entonces una fructífera carrera literaria (en español Lumen ha publicado la Biblioteca Jeanette Winterson).
Podríamos habernos quedado en el final feliz, pero la autora ha preferido no engañar. Tras la muerte de su padre —la señora W había fallecido en 1990—, encontró los documentos sobre su adopción. También por entonces se quebró su relación de pareja. En la sima de su catarsis, trató de quitarse la vida. “Los españoles entienden la parte oscura de nuestra naturaleza mejor que los anglosajones. Suicidarte no es lo peor que puedes hacer, vivir muerto es mucho peor”, explica.
Logró finalmente un nombre y un teléfono, donde encontraría la respuesta al interrogante que dominaba el principio de su vida. “La señora Winterson había mentido; mi madre no estaba muerta. Pero eso significaba que tenía una madre. Y toda mi identidad se había construido en base al hecho de ser huérfana, e hija única”.
Ann, su madre biológica, la cuidó durante seis semanas en un albergue antes de darla en adopción porque tenía 17 años y todo el miedo del universo. Se conocieron —se encontró de pronto con un hermano y tías bulliciosas—, se cayeron bien. Jeanette reconoció en su madre rasgos propios como la autosuficiencia: “Soy de esas personas que prefiere caminar a esperar el autobús”.
En las últimas páginas de la autobiografía, Winterson narra un desenlace sorprendente. Necesitaba una respuesta, no una madre. “Es difícil”, confiesa, “mantener una relación con alguien con quien no tienes mucho en común y apenas conoces. No creo que nos hagamos íntimas pero hemos asentado algo importante para ambas. La biología es solo una parte pequeña de la historia. Ahora está de moda la ciencia que todo lo hace genético, pero cómo vivimos te forma tanto como quién eres o cuándo naces. La vida no es algo fijado”. En un encuento con Ann, se sorprende detestando que su madre biológica critique a la señora Winterson. “Era un monstruo, pero era mi monstruo”. Y reconoce: “Estoy en paz con ella desde este libro”.

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