domingo, 18 de febrero de 2024

TOTAL, NO SE IBAN A SALVAR (II)

 
Decía Oscar Wilde: “Que hablen de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen.” La señora presidenta, Ayuso, quizá leyó al irlandés (igual la obligaron en el colegio y acabó leyendo alguna de sus frases geniales) y se le grabó a fuego, porque bien que lo consigue a base de barbaridad tras barbaridad. Como bien diría mi amigo W, que personajes como ésta lleguen al poder es una de las paradojas más importantes de la democracia. Su alusión a los ancianos moribundos e insalvables ha traído cola y será una de las cosas con las que ésta (voy a ahorrar adjetivos, no sea que...) pasará a la historia, con minúscula, no precisamente por gran estadista. Me pregunto si entre sus palmeros en la Cdad. de Madrid no habrá alguien con conciencia.


Mañana os mataré a todos
Dentro de los mil debates estúpidos y encendidos que alimentan nuestro día a día y que al final lo único que denotan es que la indignación es parte de nuestro privilegio, debiéramos pararnos a pensar qué papel cumplen los viejos.
Elvira Lindo. 18-FEB-2024

A un abuelo llamado Manuel se le muere trágicamente su mujer. Se ve abocado a vivir en el piso de su hijo, con la nuera y la nieta. El abuelo no encaja, farfulla en la soledad de su cuarto, habla con espíritus, a su nuera le parece que trama algo. Un día, a la hora de la cena, Manuel rompe su silencio y hace una advertencia: “Mañana os voy a matar a todos”. Este es el comienzo de Viejos, película española de terror cuya historia estaba escrita antes de la pandemia, pero a la que lógicamente los guionistas añadieron aspectos inspirados en una época tan trágicamente relacionada con la vida de los ancianos. No pienso escribir “nuestros mayores” porque ese plural implica un compromiso ético que nuestra sociedad incumple en mayor o menor grado con esa parte de la población. Hiela la sangre escuchar el tono de Isabel Díaz Ayuso hablando de la irremediabilidad de la muerte en aquellos días de pesadilla, como si lo único que debiera importar de esos ciudadanos es que estuvieran vivos o muertos y no así de qué manera daban el último paso de su existencia. A los que sufren se les ayuda a morir, pero qué esperar de políticos sin escrúpulos que difamaron al doctor Montes por defender la muerte digna.

Se diría que la presidenta madrileña no es consciente de que el tono chulesco es insólito en este asunto. Tiene mil oportunidades para emplearlo en otros debates, pero da la impresión de que confía en que ese habla castiza y faltona es la clave de su éxito y ya no sabe distinguir entre los distintos registros del lenguaje que nos llevan a hablar más bajo o más alto según donde estemos y coloquial o gravemente conforme al tema que abordamos. Esa conciencia del tono en que se habla se está perdiendo: si a una mujer o a un hombre la chulería les da rédito y votos en política emprenderán un camino sin retorno. Pero este asunto es de una gravedad extrema: hablamos de personas al borde de la muerte que se aferraban a los barrotes de una cama desesperadas por la asfixia. Lejos de sus hijos, lejos del viejo hogar y del barrio donde desarrollaron sus vidas. Dentro de los mil debates estúpidos y encendidos que alimentan nuestro día a día y que al final lo único que denotan es que la indignación es parte de nuestro privilegio, debiéramos pararnos a pensar qué papel cumplen los viejos en esta comedia, y sí, digo viejos porque la considero una palabra más pura y más noble que todas esas otras que envueltas en el corsé de la corrección esconden en el fondo una mirada condescendiente que nos libra de un firme compromiso.

¿Qué pasaría si volviera una pandemia, fatalidad que entra dentro de lo posible? Nada ha cambiado. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos enteramos de que en una residencia se ha recibido comida con moho o con gusanos. Los familiares están atentos, hacen lo que está en su mano, pero debiera tratarse de un asunto de primer orden. Todos estamos siempre a punto de ser viejos, aunque en esta sociedad de juventudes alargadas hay muchos incautos que viven ignorándolo. Viejos y viejas, que en un gran porcentaje enfrentarán solos ese futuro que ya llega, sin descendencia que se ocupe de los cuidados y apartados de cualquier debate público. Porque ser viejo es eso, que tu voz no cuente, que otros hablen por ti, que se te dirijan al oído con un tonillo infantiloide, que se te considere un ser sin deseos, sin voluntad propia, sin soberanía, a expensas de la entrega de las hijas o de lo que te permitan los ahorros.

Me decía mi amigo el guionista Javier Trigales hablando de Viejos, que el género de terror es incluso más veraz que el cine social porque, en definitiva, habla de nuestros miedos y el miedo es en gran parte lo que condiciona nuestra manera de estar en el mundo. Una noche, en la cena, el viejo Manuel advierte, “mañana os mataré a todos”. Esa frase es la voz de una venganza colectiva que no debiéramos tomar a la ligera.

La crueldad de la presidenta Ayuso
Necesitamos líderes que crean que podemos estar a la altura de esta idea filosófica, la de una sociedad que interactúa de forma humana y racional y lo proyecta a sus instituciones.
Máriam Martínez-Bascuñañ, 18-FEB-2024

La falta de empatía es otra cara de la crueldad, lo opuesto a la mirada humanista. Nuestro narcisismo nos hace creer que, para ser empáticos, basta con ponerse en el lugar del otro, pero lo que terminamos haciendo es proyectarnos. Mirar al otro desde nuestros miedos y fantasías provoca una ansiedad a la que reaccionamos apartando nuestra mirada o comportándonos con condescendencia, especialmente con aquellos a quienes percibimos como vulnerables. Piensen en lo ocurrido durante la pandemia. ¿Supimos cuidarnos? El dolor ajeno nos produce un rechazo que “a veces mezclamos generosamente con la piedad”, y rara vez pensamos en la idea de que una sociedad justa debe evitar la crueldad por encima de cualquier otra cosa. Así lo explica Judith Shklar, filósofa icónica del liberalismo político. Pensé en esto al oír las recientes palabras de Isabel Díaz Ayuso sobre los ancianos muertos en la pandemia. ¿Cuál es el liberalismo que dice practicar? Porque lejos de representar la “amoral ley de la selva”, el liberalismo es en realidad “extremadamente difícil y restrictivo, demasiado para quienes no pueden soportar la contradicción, la complejidad, la diversidad y los riesgos de la libertad”, dice Shklar.

¿En qué momento este país repleto de kantianos abrazó el emblema de la caña y la terraza como absurdo ejemplo de liberalismo y libertad? Estos, liberalismo y libertad, son principios que solo pueden realizarse y preservarse en concierto con otros, la antítesis de la crueldad y el matonismo de Ayuso. Necesitamos líderes que al menos crean que podemos estar a la altura de esta idea filosófica, la de una sociedad que interactúa de forma humana y racional y lo proyecta a sus instituciones para garantizar que se respete la libertad y seguridad de todos. El primer resultado de la crueldad es el miedo, y el miedo invalida cualquier opción de vivir en libertad. Esa es la raíz del liberalismo político y con esos cimientos funcionaban las democracias. Un amigo me dijo hace poco que El ala oeste de la Casa Blanca mostraba el mundo pre-Trump, uno donde existía la idea de lo común, de premisas básicas que todos compartíamos, como el respeto a las reglas del juego. Se ve en el famoso debate de la última temporada, entre Santos, el Obama latino y el senador Vinick, un liberal-conservador de la estirpe de Lincoln, dos candidatos que muestran miradas ideológicas opuestas, pero coinciden en lo que respecta a la moral más básica.

Hoy es muy difícil entender una visión del mundo como la que defiende Ayuso, un pastiche ideológico a lo Milei, a caballo entre el anarcocapitalismo y el neoconservadurismo. Apesta a macarrismo pijo. Ayuso dijo que las personas mayores abandonadas deliberadamente por su Gobierno en las residencias, sin asistencia sanitaria ni tratamiento ni paliativos, “iban a morir igual”. Sumaba así a su crueldad moral la crueldad retórica de la pura frivolidad. Es rara la dosis inusitada a la que nos tiene acostumbrados. Esa falta absoluta de empatía es lo contrario al liberalismo, y Ayuso y sus muchos fans coquetean con la crueldad a diario. Si quieren que hablemos en serio de la estructura ética de nuestras democracias empecemos por ella. Una sociedad que se dice liberal sabría que la crueldad es el supremo mal, algo inexcusable, y como dice Shklar, deberíamos odiarla más intensamente que a cualquier otro mal. Si no, presidenta, no somos liberales. Somos otra cosa.

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