No los confundan
¿Por qué hemos elegido a los peores para tomar decisiones fundamentales? Esa es la gran cuestión.
Elvira Lindo
30 SEP 2012 - 00:00 CET
Entro en el hospital Gregorio Marañón a diario desde hace una semana. Es como entrar en una de aquellas ciudades cubiertas que aparecían en las series de ciencia ficción albergando la vida entera de un pueblo. Según van pasando los años, son más las plantas que he visitado, no como resultado de la mala suerte sino como consecuencia de la misma vida, en la que es casi imposible esquivar la enfermedad. En estos días de brutales cargas policiales y de inauditas declaraciones públicas, entre las que destacan la del ministro felicitando a la policía por su actuación y la de Ana Botella explicando con cara agria el dinero que les cuesta a los buenos madrileños que los malos se manifiesten, el Marañón encara cada jornada no ajeno a los recortes en sanidad. Los diferentes corchos que me voy encontrando en el camino a la planta en la que está mi padre dan cuenta de ello. Este espacio acotado es una metáfora total de lo que está sucediendo fuera.
Deseo aclarar que no amoldo mi experiencia de los últimos días al tamaño del artículo, sería imposible resumir aquí ese diálogo que escucho de pasada, esa imagen que me enternece o esa otra que me hace apartar la mirada. En cada escena que presencio percibo sombras de Valle Inclán, porque la gente es tan prodigiosa hablando que a veces parece que declama diálogos aprendidos. Ganas me dan de llevar un cuaderno y apuntar, por ejemplo, las palabras que F., un pequeño empresario que ha acabado viviendo en un albergue municipal, le dedica al pollo del Marañón: un pollo, nos dice con juicio de experto, que supere con creces al del Clínico. Desde esta silla de escay pienso en el Comidista: aquí hay tema. Aunque no me hace falta anotar lo que oigo, esos diálogos quedan a buen recaudo en el recuerdo y algún día tendrán una nueva vida en una ficción teatral, donde mejor se expresa la tragicomedia.
Pero como los personajes de ficción no deben ser marionetas al servicio de un mensaje, me he reservado para este espacio más prosaico algo que he venido pensando estos días. España está siendo contada y descrita en los últimos tiempos con bastante frecuencia en la prensa internacional. A menudo, la descripción del desastre económico que vivimos se limita a las actuaciones de la clase política y deja fuera a los trabajadores que están llevando el pesado trono de la crisis sobre sus hombros. Con frecuencia se percibe también una ironía indisimulada hacia los trabajadores del sur, que si la fiesta, que si la siesta, que si la inevitable haraganería que tienen que pagar los hacendosos del norte. Pero no vendría mal que los corresponsales pasaran alguna jornada en esta mole hospitalaria. El Gregorio Mogollón, como así se le nombra añadiéndole un apellido castizo a un edificio que ya lo es, es bullicioso, superpoblado, de una decrepitud setentera en su mobiliario que lo hace destartalado y poco funcional. Pero entre estos pasillos que han visto tantas recuperaciones como caídas definitivas se mueven limpiadoras, doctores, enfermeras, camilleros y demás personal hospitalario con una eficiencia a prueba de recortes. A menudo los enfermos florecen, les suben chapetas de color al rostro, mientras al personal sanitario se le dibujan las huellas del cansancio según avanza la jornada. Dan ganas de invitar a alguna enfermera a que se eche un rato en una camilla y ofrecerse, como familiar agradecido, a llevarle un vaso de leche y echar la persiana.
Pero, ante todo, dan ganas de gritar, de pedir que no confundan a esa clase dirigente que en un porcentaje elevadísimo ha prevaricado, participado en corruptelas, favorecido a los suyos o esquilmado el país, con esta otra que cada vez con sueldos más bajos se desvela por sacar las vidas de los nuestros a flote. No es demagogia, es la pura verdad. No confundan a estos con aquellos: son del mismo país, pero unos no se merecen a los otros como compatriotas. Mientras la clase política no reacciona y sigue sujeta a su sistema de privilegios, hay quien mantiene, a cambio de muy poco, su vocación, porque vocación tiene que ser hacer el trabajo con tanto amor propio. Hay que negarse a ser estigmatizado por lo que hizo o hace una parte de la población; que el problema de España es su clase dirigente tiene que ser un clamor para que no confundan a unos con los otros. De vez en cuando surge la voz de algún experto que advierte del peligro de demonizar a los políticos, no vaya a ser que acabemos alentando el resurgir de un salvapatrias. ¿Qué hacer entonces, quedarse callados y en casa para que a la alcaldesa Ana Botella no se le descabalgue el presupuesto con las manifestaciones?
Al contrario, creo que hay que nombrar una y otra vez a todos aquellos trabajadores que proporcionan a los demás el bienestar que esta política nos está quitando. Porque son mayoría. Están mal pagados, cumplen sobradamente su horario y despliegan una profesionalidad que emociona; si son jóvenes, no podrán plantearse tener hijos; si son gente madura, mantendrán a sus hijos hasta los treinta o más; si están a punto de jubilarse, saben que su vejez será ajustada. Hay que verlos trabajar para percibir que eso no merma su capacidad de entrega. ¿Por qué hemos elegido a los peores para tomar decisiones fundamentales? Esa es la gran cuestión.