miércoles, 3 de julio de 2024

COSMOPALETOS


Cosmopaletismo: cuando todo es moderno, lo moderno es vulgar
Las panaderías ahora son ‘bakerys’, el ‘indie’ es ‘mainstream’ y los policías llevan tatuajes: las estéticas contraculturales ya no aportan distinción y cada vez es más difícil practicar el esnobismo sin caer en el ridículo.
Sergio C. Fanjul, 02.07.2024

Hace unos cuantos años un montón de gente llegó a la misma conclusión: el camino hacia la modernidad pasaba por poner en sus negocios una pared de ladrillo visto, una bombilla vintage, unos azulejos blancos. Las ciudades se llenaron de locales clónicos, fuera cual fuera el sector, de modo que me pasé un tiempo pidiendo el pan en la óptica, las gafas en el bar, y una copa y un psicólogo en la panadería. Todos eran iguales.

Hoy lo que se lleva son las tiendas de “café de especialidad” con un diseño tan frío y minimalista que uno parece estar tomando el capuccino en la cantina de una cárcel de ultraseguridad de El Salvador, de esas donde Bukele mete a las maras.

Así, el interiorismo hipster no solo llegó a los locales sofisticados, elitistas, alternativos o underground, sino a todas partes: del restaurante de lujo al bar de barrio, del área de servicio al bingo, de la peluquería de extrarradio a la franquicia de la calle principal. Practicar el esnobismo no solo fue cada vez más difícil, sino también más ridículo.

Además de la confusión a la hora de pedir un cruasán, descubrimos que ese ansia masiva por la modernidad había convertido la modernidad en algo vulgar. En esas seguimos. La carnicería de mi calle dejó hace unos meses de ser una carnicería para convertirse en una butcher’s shop. Y los butchers, o sea, los carniceros, lucen ahora luengas barbas y gafas de pasta, como los barberos de la barbería, que, perdón, ahora es una barber shop. Las panaderías-confiterías, ya casi todas franquicias, son ahora bakerys, y uno, mientras deglute una napolitana de chocolate (ahora también descrita como pain au chocolat), no puede dejar de sorprenderse del mogollón de gente que cifra la modernidad en utilizar palabras en inglés para cosas que tienen nombre en español: bajo al bar y me ofrecen food & drinks.

Podríamos entender el moderneo (no confundir con la Modernidad histórica) como una vanguardia leninista dentro de lo cultural. Una minoría, una élite revolucionaria, que conspira en los márgenes hasta tomar el poder. Pero cuando lo clandestino toma el Palacio de Invierno se vuelve establishment y se empieza a vender en Inditex. Hace un par de décadas los fans de la música “independiente” o “alternativa” sufrían en sus dormitorios por la falta de compresión, ahora el mainstream festivalero indie ha desplazado a la canción ligera y los ritmos urbanos han entrado hasta lo más hondo de Operación triunfo. La juventud moderna no aspira a la distinción del underground monacal, sino a petarlo en redes como la Rosalía.

El sociólogo Pierre Bourdieu teorizó sobre cómo la adopción de ciertos gustos y estilos de vida sirve para obtener la distinción con la que las clases dominantes justifican su dominio sobre las clases dominadas. El buen gusto, lo sofisticado, lo guay. Ahora lo moderno se ha democratizado, así que no se le puede pedir que siga aportando distinción. Por eso pecan de inocencia los que pretenden distinguirse adoptando las mismas estéticas que el resto, cuando los barbudos salen hasta en la publicidad de los bancos, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estados llevan tatuajes y el pack estilístico al completo es comercializado y explotado por las grandes empresas. Thomas Frank lo llamó “la conquista de lo cool”.

El cosmopaletismo aflora en la moda, en la hostelería, en el sector turístico e inmobiliario: una promoción en la ribera del Manzanares se hace llamar Brooklyn, como si aquello fuera el otro lado del East River neoyorquino. Puro cosmopaleto: tratar de rentabilizar lo guay foráneo llegando demasiado tarde. Hegel conceptualizó la idea del hombre universal que resumía su época en su persona. En su tiempo ese hombre era Napoleón; en el nuestro Amadeo Lladós: el influencer que personifica el éxito digital y consumista mezclado con los adminículos del moderneo contracultural, el pelo pollito, el tatuado masivo.

Es la paradoja contemporánea: queremos ser diferentes, uniformizándonos. En nuestra ansia de diferencia, nos vamos mimetizando a través del consumo. El capitalismo presume de la innovación, pero se basa sobre todo en la burda imitación. Hay quien defiende que lo realmente rupturista ahora es no llevar tatuajes y vestirse para pasar desapercibido. Lo moderno como lo normal, lo normie, lo normcore. Sin pelos de colores, sin flúor, sin ningún tipo de piercing, sin citar a Deleuze. Las lentejas, no el poke hawaiano.

Amadeo Lladós: el simpático influencer de los Lamborghinis, los Rolex, y la repugnante ideología que desprecia a “pobres” y “gordos”
Amadeo LLadós fue motorista y cocainómano. Ahora es coach e influencer. Odia el alcohol y ama los burpees. Odia la noche y ama el dinero, aunque no le da la felicidad. También odia a los mileuristas, a la gente con «panza» y a los que tienen «novias gordas». Podría parecer una parodia, pero es mucho peor que eso…
Sergio C. Fanjul

Amadeo Lladós se metía cinco rayas de cocaína y estaba de fiesta toda la noche. Ahora no. Ahora se levanta a las cinco de la mañana y donde se mete es en el gimnasio. “¡Victoria!”. Madrugar y cuidarse, dice Lladós, son el secreto de su éxito: era un tirao y ahora dice tener una mansión de 20 millones en “una de las mejores islas de Miami”, una colección de “Lambos” (deportivos Lamborghini) y otra de Rolex. Pasta gansa. Tiene unos pectorales de ensueño, luce tatuado como un armadillo y presume de vivir rodeado de tías buenas. El pelo, rubio pollito; la mirada, clara y algo inexpresiva. Parece que está viendo todo el rato algo que no comprende. Sus grandes enemigos: los pusilánimes con “panza” y “novias gordas”. No son competencia, dice. Tú puedes ser millonario.

Lladós es un fenómeno en redes sociales. Siempre que se lo enseño a un amigo piensa que es una parodia. Eso no puede ser real. La ideología que difunde Lladós, sin embargo, es la que se difunde por doquier (es decir, internet) por los gurús del pensamiento positivo, la cultura del esfuerzo, la meritocracia y otras estafas intelectuales. Se adoctrina a la sociedad, sobre todo a los más jóvenes, en el cuento de hadas de que todo depende del propio esfuerzo: uno puede romper sus límites y alcanzar la gloria. Haz como yo, ven a petarlo.

Mucha gente se lo cree, pese a la evidencia diaria en sentido contrario. Pero Lladós “decidió convertirse en ganador”. Lo consiguió en tres años, de cobrar 600 pavos como lavaplatos a tener millones. Dicen por ahí que es todo falso, que sus fotos son siempre las mismas, que todo es un decorado, un smoking de alquiler, un montaje. A mí si me dicen que es un cómico creando un personaje, me lo creo. Lo malo es que luego los chavales se lo toman en serio.

En fin, que Lladós es como estos, los del cuento de que la vida es una jungla y hay que pelear, pero diferente. Con su acento americano impostado, su “fuck” en la boca todo el rato, el nuevo líder espiritual conquista al personal no creyente con esa inocencia que tienen los que no alcanzan a verse desde fuera. En su locura, resulta simpático. Dice cosas clasistas y repugnantes, pero engancha: quizás estemos obnubilados por el brillo de su dentadura blanqueada. O con momentos como cuando cuenta que nunca come atún, solo pollo, porque el atún le recuerda a cuando era pobre. Odia a los mileuristas.

Lladós muestra en su Instagram su mansión hortera, como imaginamos la del Tío Gilito, neoclásica y excesiva, y muestra sus Lambos, y muestra el embarcadero entre palmeras en la puerta de atrás, y muestra a su pareja, como si fuera otra de sus posesiones. Luego va al restaurante y mira a un lado y ve panza, y mira al otro y ve panza, “fuck”, y a veces dice cosas ingeniosas: “¿Cómo va a ser competencia esta gente si no saben ni controlar lo que se meten en la boca?”.

Lladós, bro, ahora odia el alcohol y ama los burpees. Odia la noche y ama el dinero, pero luego dice que el dinero no es lo que da la felicidad, que no importan los Lambos, ni los Rolex, que de eso se puede comprar mucho, que eso es lo de menos, que lo que importa es el desarrollo personal y leer muchos libros (de coaching). ¿Pero en qué quedamos?

Amadeo Lladós. Fue una vez motorista. Le pasaron, dice, todas las cosas malas de la vida, la pobreza, la droga, un accidente, cosas de esas que sirven como prueba de fuego para luego cumplir el sueño americano. Está en el Bonus Round de la existencia terrena, y quiere dar su mejor desempeño. “Yo aquí con mi steak, con mi agua y con mis proteínas, y los demás tomando copas a mediodía: panzas”. Amadeo Lladós con su desprejuiciada forma de ver la vida. No tengo todavía claro de dónde saca la pasta, con no sé qué cursos y cosas, pero sé que es el modelo del hombre del siglo XXI.

Puedes aprender todo de él en su MasterClass gratuita.

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