La bibliotecaria de Auschwitz:
así sobreviví a cuatro campos de concentración
Dita Kraus sobrevivió a cuatro
campos de concentración nazis. En uno de ellos, en Auschwitz,
custodió una diminuta biblioteca clandestina. Ahora, 75 años después de su
liberación por las tropas británicas en Bergen-Belsen, cuenta por primera vez
su increíble historia de coraje y superación.
Martin Doerry / Fotos: Jonas
Opperskalski / Der Spiegel
Los guardias de las SS ya se
habían marchado cuando los soldados británicos llegaron al campo de
concentración de Bergen-Belsen, en Alemania, el 15 de abril de 1945. Los
libertadores encontraron entre los supervivientes, totalmente desnutridos, a
una judía de 15 años llamada Dita Polach, de Praga. La chica había sobrevivido
también a los horrores de Auschwitz, donde se había encargado de custodiar una
pequeña biblioteca clandestina.
Hoy Dita vive en Israel con su
marido, Otto Kraus, también superviviente
de Auschwitz. Ahora, esta maestra de 90 años ha reunido sus recuerdos en el
libro Una vida aplazada. En sus páginas cuenta cómo ella y sus compañeros
lograron sobrevivir gracias a su inquebrantable confianza en que les aguardaba
un destino diferente, mejor.
XLSemanal. Durante más de dos
años usted sufrió los tormentos de varios campos de concentración. ¿Cómo le
sigue afectando aquella experiencia?
Dita Kraus. Los recuerdos
están constantemente ahí. Pero a veces se vuelven un poco borrosos. En esos
momentos te preguntas si todo aquello ocurrió en realidad.
XL. No lo dudará en serio,
¿verdad?
D. K. Se te pasa por la
cabeza. En el campo de concentración alemán de Bergen-Belsen, poco después de
la liberación, me grabaron con una cámara. En 2002 fui al Museo de la Guerra de
Londres donde conservan películas de aquellos tiempos. Me pasé un día entero en
el archivo, viendo viejas grabaciones del campo. Pero no encontraba nada, no me
veía, era terrible, lo único que veía era la miseria, los cadáveres. El segundo
día, al cabo de horas, reconocí a Eva Kraus, prima del que luego sería mi
marido, con un pañuelo azul de lunares en la cabeza. Yo tenía uno igual.
XL. ¿Uno igual?
D. K. Sí, tras la liberación
robamos un abrigo del almacén del campo, y dentro de un bolsillo encontramos
aquellos dos pañuelos. En la grabación la vi a ella. Y luego por fin, a mí, con
unos soldados británicos en un jeep. Paré la película, incapaz de hablar,
con el corazón latiéndome en la garganta. Me había encontrado.
Dita Kraus, en 1992, en la antigua Checoslovaquia, con sus padres.
XL. ¿Qué significó aquello para
usted?
D. K. La confirmación de que
había ocurrido de verdad, de que mis recuerdos eran ciertos. Verte a ti misma
en una grabación después de tantos años es algo físico, material. Me afectó
mucho.
XL. ¿Dónde empezó su odisea?
D.K. En Theresienstadt
[gueto que las SS crearon en el pueblo de Terezín, en la antigua
Checoslovaquia]. A mis padres y a mí nos llevaron desde Praga en noviembre de
1942.
XL. ¿Sabía lo que le esperaba?
D. K. No, solo que muchas
amigas judías y mis abuelos ya estaban allí.
XL. ¿Cómo fue la llegada al
gueto?
D. K. Al principio fue todo
muy caótico, a mi madre y a mí nos cambiaron de sitio varias veces, muchas
noches teníamos que dormir en el suelo. Y me enteré de que mi abuelo había
muerto. Las cosas empezaron a irme un poco mejor en la primavera del 43, cuando
me trasladaron a la sección reservada a las chicas, donde podía estar con
compañeras de mi edad. A mis padres los llevaron a los barracones de hombres y
de mujeres.
XL. ¿Cómo pasaba el tiempo?
D. K. Los jóvenes trabajábamos
en un huerto, también había profesores que nos daban clase a escondidas. Yo
cantaba en el coro, lo disfrutaba. Éramos un grupo estupendo de chicas y
chicos, muchos de nosotros nos conocíamos de Praga. Para los niños aquello era
mucho más fácil de sobrellevar que para los adultos.
XL. ¿Sabían que algún día los
llevarían a Auschwitz?
D. K. Del campo salían
transportes constantemente, pero no sabíamos adónde iban. Solo nos decían que
«al Este». Hasta el último momento confiamos en que nosotros no acabaríamos en
uno de aquellos transportes. Pero pasó, fue el 18 de diciembre de 1943.
XL. ¿Recuerda el viaje a
Auschwitz?
D. K. El Holocausto empezó
para mí en ese momento. Las condiciones en el vagón de ganado eran inhumanas.
Pasamos dos noches y un día de pie, apretados. No había espacio, ni luz, apenas
aire para respirar, no había una ventana en condiciones ni un retrete, solo un
cubo.
XL. ¿Y de la llegada al campo
también se acuerda?
D. K. Perfectamente. El tren
hizo muchas paradas durante el trayecto, pero nunca abrían las puertas. El cubo
se llenó enseguida, teníamos que estar de pie sobre los excrementos de los
demás. Así hasta que por fin el tren se detuvo definitivamente. Abrieron las
puertas y nos cegó la luz brillante de unos reflectores. Había hombres con
palos, gritando «fuera, fuera», y empezaron a sacarnos a golpes del vagón. «Las
mujeres aquí, en cinco filas», nos dijeron. Más atrás había hombres de las SS
con perros ladrando sin parar, les costaba sujetarlos. Tuvimos que esperar
hasta la mañana siguiente metidos en un barracón, sobre un frío suelo de
cemento.
XL. ¿La separaron de sus padres?
D. K. Solo de mi padre, que
se quedó con los hombres. Por la mañana, a las mujeres nos obligaron a
ducharnos con agua fría y nos hicieron cruzar el patio hasta otros barracones,
desnudas y a diez o 12 grados bajo cero, sin toallas, empapadas. Cuando
llegamos, nos repartieron vestidos viejos que iban cogiendo de un enorme
montón. De otro montón nos dieron dos zapatos desparejados. Luego nos tuvieron
horas esperando sin agua ni comida para hacernos el tatuaje.
XL. A los que venían del gueto de
Theresienstadt normalmente los trasladaban al llamado campo familiar de
Birkenau.
D. K. De ese momento
recuerdo sobre todo a una mujer, su imagen me viene a menudo a la memoria.
Tenía el pelo blanco y estaba de pie en la caja de un camión. Cuando arrancó,
perdió el equilibrio y cayó fuera. Llevaba una especie de chal que se abrió
como una vela y cubrió su cuerpo inmóvil en el suelo. Allí se quedó, con el
pelo blanco extendido alrededor de la cabeza, como el halo de una santa.
Nosotras estábamos a unos metros, pero no nos dejaron acercarnos.
XL. ¿Cómo fue su vida en
Birkenau?
D. K. A mi madre y a mí nos
llevaron al bloque 6. Había recuento dos veces al día, fuera, bajo el frío, con
nuestros vestidos andrajosos. Te daban algo de sopa, pan y un poco de margarina
al día, nada más. Tampoco había privacidad. Las letrinas no eran más que una
larga hilera de agujeros en una base de cemento.
XL. ¿La obligaron a trabajar?
D. K. Allí todo el mundo
tenía que trabajar. A mí me tocó en el bloque de los niños. Y me encargaba de
los libros, no eran más de diez o doce. Tenía que entregarles los libros a los
prisioneros que cuidaban de los grupos de niños. Por cierto, uno de ellos era
mi futuro marido, pero él todavía no se había fijado en mí porque yo era
demasiado joven.
XL. ¿Qué sucedió con su padre?
D. K. Lo veía durante el
recuento y, por la tarde, en las calles del campo. Luego, un día de febrero ya
no apareció. Esa noche me escabullí hasta su barracón y lo vi tumbado, en
aquella especie de grandes literas de tres pisos que había. No se movía.
Todavía tenía a su lado el tazón de sopa. Al día siguiente ya no estaba.
XL. ¿Por qué su madre y usted
pudieron salir de Auschwitz?
D. K. La verdad es que
dábamos por sentado que también nos acabarían matando. Pero un día, a finales
de mayo de 1944, cerraron el bloque infantil y nos dijeron que nos mandaban a
trabajar fuera. Al principio no nos lo creímos, porque siempre nos mentían. Sin
embargo, organizaron un proceso de selección del que se encargó Josef Mengele,
el médico del campo. Teníamos que desnudarnos de cintura para arriba y decir
tres cosas: edad, número de prisionero y profesión.
XL. ¿Por qué tenían que
desnudarse?
D. K. Querían ver si éramos
fuertes para trabajar. Cuando llegó mi turno, dije «16», aunque ni siquiera
tenía 15 años, y luego «73305» y «pintora». Cuando lo oyó, Mengele me preguntó:
«¿Pintora de retratos o de paredes?». Yo respondí: «De retratos». Y él me
preguntó: «¿Puedes pintarme un retrato?». Y yo, con el corazón desbocado y un
miedo terrible, dije: «Por supuesto». Entonces Mengele dijo: «Pasa». En un
primer momento, a mi madre no la pasaron a mi grupo, así que se volvió a poner
en la fila, pero esta vez entre dos mujeres totalmente famélicas. Y tuvo
suerte, la metieron con nosotras. Mengele ni se dio cuenta de que antes la
había rechazado, no miraba las caras. Antes de salir de Auschwitz estuvimos un
par de días en el campo de mujeres de Birkenau. Aquel lugar era terrible, mucho
peor que el campo de familias. Hasta que no nos vimos sentadas en el tren y con
un trozo de pan en la mano no nos terminamos de creer que no nos estaban
llevando a la cámara de gas.
XL. ¿Sabían adónde las llevaban?
D. K. No. Pero en el suelo
del vagón había paja extendida, podías sentarte o tumbarte, así que no parecía
que fuera a ser un viaje corto. El trayecto terminó en el puerto de Hamburgo.
Teníamos que retirar los escombros de los bombardeos aéreos. También rellenar
los cráteres de las bombas, un trabajo horroroso. Un día, como algo
excepcional, nos permitieron comer en la cantina de una fábrica, pero solo
después de que se hubieran marchado todos los trabajadores. Un chico -un
aprendiz, creo- se me quedó mirando y luego siguió andando muy despacio, sin
apartar sus ojos de mí. Al día siguiente pasó varias veces por donde estábamos
trabajando, una de ellas me hizo un gesto de que tenía algo escondido para mí.
Era un bocadillo.
XL. ¿Pudo hablar con él alguna
vez?
D.K. No, ni siquiera sé cómo
se llamaba. Tendría 16 años. Pero en aquellos tiempos cualquier detalle
positivo era muy importante. Eran cosas que guardabas en la memoria. Poco
tiempo después, nos llevaron a otros campos de trabajo, en Neugraben y
Tiefstack…
XL. Eran subcampos del campo de
Neuengamme, en Hamburgo. ¿Su madre estuvo con usted todo ese tiempo?
D. K. Sí, pero ella se solía
quedar con las mujeres mayores, yo estaba más con las jóvenes.
XL. ¿Incluso en una situación tan
terrible se seguían comportando como las adolescentes que eran?
D. K. Sí, tenías más
confianza con las amigas de tu edad. Las chicas siempre estábamos juntas.
XL. Pero el hecho de tener cerca
a su madre sería una ayuda.
D. K. Sí, claro, estuvo
siempre a mi lado hasta el final, también en Bergen-Belsen.
XL. ¿Cuándo llegaron allí?
D. K. Ya no lo sé con
seguridad; quizá, a principios de abril de 1945. Pero sí recuerdo que hicimos
una parada en una estación de tren y que, en el andén de al lado, había un
vagón con nabos para el ganado. Nos lanzamos sobre ellos y nos los comimos. Imagínese
el hambre que teníamos.
XL. ¿Qué les aguardaba en el
campo de Bergen-Belsen?
D. K. Nada más llegar vimos
muertos sin enterrar. En Auschwitz eso no pasaba, los cadáveres se los
llevaban. Pero allí no podías salir del barracón sin pisar algún excremento o
tropezar con algún cadáver.
XL. ¿Cómo afecta una experiencia
así a una chica tan joven?
D. K. Te vuelves apática,
insensible. No sientes nada, pierdes todas las emociones.
XL. ¿Voluntad de sobrevivir sí
tenía?
D. K. Es difícil decirlo,
soy incapaz de expresar lo que sentía.
XL. ¿Y su madre?
D. K. Un día ya no quiso
seguir adelante. Se quedó sentada en el suelo, se abandonó. Una amiga y yo
hablamos con ella, le dijimos: «No puedes quedarte así, no puedes rendirte». Y
entonces volvió a recobrar un poco el ánimo. Uno o dos días después llegaron
los ingleses.
XL. En los días previos a la
liberación de Bergen-Belsen no quedaba comida en el campo. ¿Cómo reacciona el
cuerpo al hambre?
D. K. La naturaleza sigue
unas reglas concretas cuando deja de tener alimento. Sabe a qué puede
renunciar: primero a las reservas de grasa, luego a los músculos. Los pechos te
desaparecen, se quedan totalmente planos, el vientre se hunde, los muslos
pierden toda la carne. Al final podía meter la mano entera entre mis muslos,
normalmente en una mujer no hay espacio para hacerlo. El cuerpo sabe
exactamente qué es esencial y qué es lo que debe conservar durante el mayor
tiempo posible.
XL. ¿Y en Bergen-Belsen no había
nada de comida?
D. K. Ni comida ni agua,
nada. Ni siquiera sopa. La gente se ponía enferma, muchos empezaron a tener
diarrea. Querían ir a las letrinas, pero ya no podían. Se sentaban en el suelo,
se recostaban y se morían.
XL. ¿Qué pasó tras la liberación?
D. K. Los ingleses llevaron
un vehículo al centro del campo, allí podías coger comida, corned beef, de
todo. Pero mi madre fue muy inteligente. Al principio solo nos dejó tomar
azúcar y leche en polvo, y muy poco a poco. Muchos murieron porque sus cuerpos
ya no podían tolerar la comida.
XL. ¿Cuándo regresó a Praga?
D. K. Antes de que
pudiéramos marcharnos, cogí el tifus, estuve muy mal. Mi madre me cuidó.
Tuvimos que esperar más de dos meses a que levantaran la cuarentena y nos
permitieran volver a Praga. Pero al final mamá también se puso enferma, tenía
el vientre muy hinchado. Murió dos días después. Luego ya sí me fui enseguida a
Praga.
XL. ¿Seguía viviendo allí alguien
de su familia?
D. K. Una tía que no era
judía y que me caía muy bien. Y, para mi enorme sorpresa, también mi abuela,
que había estado en el gueto de Theresienstadt hasta el final.
XL. ¿Recuerda lo que sintió
cuando volvió a ver a su abuela?
D. K. Aquel momento no fue como
podría pensarse. Yo todavía seguía embotada, insensible. Luché conmigo misma,
se suponía que tenía que llorar. Mi madre había muerto, mi padre también, y mi
abuelo. Pero no era capaz de llorar.
‘La bibliotecaria de Auschwitz’
La vida de Dita Kraus ha
inspirado ya una novela, publicada en 2012 por Antonio Iturbe. Mientras se
documentaba, el autor zaragozano adquirió un libro –The Painted Wall, de Ota B.
Kraus- y en el ‘mail’ de confirmación de su compra, le sorprendió la firma:
Dita Kraus. Ilusionado ante la idea de que aquella joven siguiera viva, Iturbe
volvió a escribirle y, con el tiempo, acordaron verse en Praga. Allí Dita le
contó su historia, reviviéndola incluso juntos donde los nazis, en el antiguo
Protectorado de Bohemia y Moravia, crearon el gueto de Theresienstadt. En La
bibliotecaria de Auschwitz (Planeta), Iturbe rebautiza a Kraus -la llama
Edita Adlerova- y se centra en narrar la historia de una joven judía que se
juega la vida al aceptar trabajar en la escuela clandestina del profesor Fredy
Hirsch en Birkenau como responsable de la biblioteca pública más pequeña y
recóndita que existió nunca.
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