Solo había en la Tierra un lugar que era “ningún lugar” y
había caído increíblemente en aquella vivienda destartalada de las afueras de
Madrid
En casa, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, había un
lugar al que llamábamos “ningún lugar”. Se trataba de una antigua despensa de
dos metros cuadrados, quizá menos, oscura y sin ventilación. Una vez dentro, si
dabas cuatro o cinco vueltas con los ojos cerrados, perdías el sentido de la
orientación, llegando a ignorar dónde se encontraba la puerta, dónde el techo y
el suelo. Imaginábamos que podíamos hallarnos boca abajo cuando estábamos boca
arriba y al revés. Alcanzado ese estado de confusión, nos sentábamos en una
sillita que había en el centro y permanecíamos allí, fuera de la realidad,
hasta que se agotaba nuestro turno, pues siempre había alguien en la cola para
disfrutar de aquel modo de estar en el mundo sin hallarse en él.
El regreso era tan doloroso como un parto. Las
preocupaciones de la vida, que eran muchas pese a nuestra edad, se manifestaban
de golpe y volvíamos de súbito a ser unos niños mayores, unos adultos
prematuros. Todos los sitios conocidos, incluso los más recónditos de la casa o
del barrio, eran auténticos lugares. Solo había en la Tierra un lugar que era
“ningún lugar” y había caído increíblemente, para fortuna nuestra, en aquella
vivienda destartalada de las afueras de Madrid. Cuando me ocultaba allí, mi
cuerpo se deshacía en partículas invisibles, de modo que ninguno de los bultos
que me angustiaban quedaba sin desanudar.
Era un castigo, al abandonar el cuartucho, hacerse cargo de
nuevo de los átomos y de los nudos que me constituían y me constituyen. Como
aquella casa vieja desapareció, víctima de la fiebre especuladora, para
convertirse en apartamentos, “ningún lugar” desapareció de mi existencia y los
átomos y los nudos me matan desde entonces. Me dicen que haga yoga.