"Cuentas claras, amistades largas", dicen unos; también que "para tener buenos amigos hay que tener mala memoria". Para gustos colores, ya se sabe. Hay de todo, como en botica: quien compra una gran casa para invitar a sus amigos, quien no la comparte con nadie, quien abre las ventanas para que se aire y entre el sol, quien la tiene cerrada a cal y canto, en definitiva quien es generoso con los demás y quien no lo es. En la mesa también se nota la educación, está el que incordia a los camareros, el que hace chistes a su costa, el que los remeda, el que se comporta con clase, el que agradece que le sirvan sin condescendencia, o sea, el meleducado o el contrario. Es conocida la anécdota de un grupo de amigos que solían reunirse al cenar y donde siempre faltaba dinero a la hora de pagar. Una vez tras otra se repetía este hecho hasta que, atando cabos, descubrieron que siempre era la misma persona la que iba al baño en el momento de soltar la guita. 2+2.
Con esto pasa como con todo. Pongamos de ejemplo una boda. Dependerá de a quién te sienten a tu lado para hacer la boda un suplicio o un rato agradable pues la comida es lo menos importante. Uno acude a una boda a sociabilizar, a compartir la felicidad de los contrayentes, a ver a viejos amigos -si tiene suerte- o por puro compromiso. De ahí que sea tan importante la ubicación en la mesa. Compartir viandas con un cretino, léase también cretina, el que está encantado de conocerse, el estupendo, el monopolizador de la conversación, el yoísta, el graciosillo, puede convertir la reunión en una tortura sin final a la vista. Es en estos momentos cuando agradeces que los novios salgan a la pista de baile para, discretamente, levantarte de la mesa y si te he visto no me acuerdo.
Al final se trata siempre de lo mismo educación y generosidad hacia los demás, el que no la tiene, no la tiene. La cabra siempre tira para el monte.
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Precariedad, caraduras o simple tacañería: cómo las ‘apps’ están acabando con la generosidad entre amigos
Determinada visión del mundo, el afán por controlarlo y medirlo todo con aplicaciones que monitorizan gastos y ahorro y un ecosistema tecnológico que permite exprimir económicamente cada resquicio de nuestras vidas nos están volviendo más tacaños o, como mínimo, más precisos.
Enrique Rey, 10.01.2025
Últimamente, además de los fumadores, son los usuarios de Bizum quienes se agolpan a la salida de los restaurantes mientras envían dinero al amigo que acaba de pagar la cuenta de todos. “¿A quién hacemos Bizum?” se ha convertido en la pregunta más frecuente al terminar una comida o una cena y, al menos entre jóvenes, resultan exóticas, casi inimaginables, aquellas escenas como de novela de Rafael Chirbes: alguien saca la billetera y paga la ronda a toda la barra, también a los desconocidos; o se levanta en mitad de los postres, fingiendo que va al aseo, y le pide la cuenta a un camarero que, antes de entregársela, debe asegurarse de que esa persona ha sido la primera de su mesa en demostrar la intención de pagar. Parece una cuestión solo económica: paga quien puede, dividen quienes lo necesitan. Pero, como casi siempre cuando se habla —o se evita hablar— de dinero, las derivadas culturales son infinitas y la generosidad y la tacañería (o el despilfarro y la precisión) dependen casi tanto de la edad, la ideología y las tecnologías que use cada uno como del saldo en la cuenta corriente.
Hace algunas semanas, la joven filósofa Leonor Cervantes se quejaba en su columna en el diario Público de que los avances, al menos teóricos, en el terreno de los afectos y las redes de cuidados nunca alcanzan las necesidades relacionadas con el dinero. Lo contaba así: “En este deseo por compartirlo todo: secretos, lágrimas y esperanzas… nuestras cuentas corrientes se quedaron fuera. En este asunto, la política continuó siendo que cada una gestione la suya propia”. Del otro lado, además, los discursos relacionados con el mérito y el sacrificio individual también presionan (sobre todo en redes sociales), así que cada vez es más infrecuente la generosidad entre amigos, sirva para salir de un apuro económico o para pagar un aperitivo.
No es solo la precariedad: determinada visión del mundo, el afán por controlarlo y medirlo todo (con aplicaciones que monitorizan gastos, ahorro e inversiones en tiempo real) y un ecosistema tecnológico que permite exprimir económicamente cada resquicio de nuestras vidas (Blablacar, Vinted, AirBnB, etcétera) nos están volviendo más tacaños o, como mínimo, más precisos.
Una división hasta el último céntimo
Tricount y Splitwise son apps similares que sirven para repartir gastos. La web de la primera indica: “¿Noches de juerga, vacaciones, compis de piso? Tricount es la forma más sencilla de llevar un registro de los gastos de grupo”. Sus usuarios lo corroboran: esas dos aplicaciones, y otras similares, dan lo que prometen, son prácticas y evitan tanto cálculos engorrosos como posibles discusiones. “El objetivo es dividir de forma justa lo que ha aportado cada uno y ese registro en tiempo real es un manejo de la información muy guay. Evita muchas dudas: termina diciéndote con claridad a quién tienes que pagar y cuánto. Fui a un viaje con amigos más jóvenes que yo que van cortos de pasta y, generacionalmente, sí que sentí una distancia: ellos reparten y ajustan al céntimo lo que consume o no cada uno”, expone Ignacio Bautista, empresario que recientemente se dio de alta en una de ellas.
El cambio en los hábitos de vida y no solo esa presunta obsesión por la exactitud también ayuda a que estas aplicaciones ganen usuarios. Gabriela del Rey es tanto usuaria como diseñadora de apps, y lo explica así: “Todo es rápido, efímero y globalizado, tus amigas de hoy puede que en unos meses se marchen porque han encontrado un trabajo en otra ciudad o una ruptura romántica haga que alguien abandone el grupo o el meltdown de una amiga a causa de la ansiedad que sufre por la presión laboral o la presión en redes o por los altos precios del alquiler, disgregue al coro, así que es posible que el tricount o el bizum que no reclames hoy, sea hambre para mañana”. Pero, aunque las propias interfaces amortiguan cualquier sentimiento negativo, ¿no queda, en el fondo, la sensación de que todo eso se está haciendo para evitar gorrones, para que no haya escapatoria? “Para mí es ‘cuentas claras, amistades largas’, y si queda constancia mejor. Cuantos menos follones tengamos, más tranquilos estaremos. Hablar de dinero es importante, nos puede ayudar a vivir mejor”, responde Del Rey.
Según algunos memes, mientras en los países escandinavos no se ofrece ni un vaso de agua a las visitas, en Italia o España es imposible entrar en una casa sin que el anfitrión ponga a disposición de los invitados todo el contenido de su nevera. Ensayos más serios, como los textos clásicos del sociólogo Max Weber, defienden que en los países protestantes existe una “coacción ascética” para el ahorro, mientras que las sociedades de herencia católica son más proclives al derroche (y a la generosidad despreocupada). El propio Weber llamó “desencantamiento del mundo” a la racionalización de los comportamientos y a la confianza en que “todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión”. ¿Estamos asistiendo a un paso más en la racionalización de nuestra relación con el dinero? ¿Dónde queda el encantamiento o la magia de las invitaciones y los regalos?
“En nuestra cultura popular y en las novelas de Zola aparece la idea de que nunca te encontrarás a una persona tan buena como ese mendigo que comparte hasta la última miga del mendrugo de pan”, comenta Leonor Cervantes en conversación con este periódico. “No hay un perfil de persona que invite o que no dependiendo del dinero que tenga. Depende del carácter y de cuánto piense cada uno que el dinero es para vivirlo, para quemarlo y para los suyos o para ahorrar, para generar una obra mayor que te trascienda, para agasajar a los demás… Eso sí, no se puede obviar el componente de clase”, explica la filósofa.
A partir de lo que ve a su alrededor, Cervantes también advierte sobre “una mentalidad de tonto el último” que empieza a volverse habitual entre los jóvenes y que va un paso más allá de la exactitud a la hora de dividir gastos. Estudios como los que realiza el BCE sobre perspectivas de los consumidores demuestran que el pesimismo o el optimismo (es decir, las previsiones subjetivas) son los factores que más influyen en la propensión al ahorro o al gasto, y atravesamos años de profundo pesimismo. “Tenemos más triquiñuelas que nunca y no sé si es una cuestión de precariedad y desesperanza o de que nadie quiere quedarse sin sacar dinero de donde los demás lo hacen. Creemos que todo es susceptible de rentabilizarse. Ahora mismo, todo el que tiene algo (como una vivienda) piensa que se tiene que hacer rico con ese algo. Pasa con Blablacar, pasa con Vinted… Somos más precarios que nunca, pero también ha surgido ese consenso social. ¿Cuánta gente conoces que se está comprando una casa y sus amigas están pagándosela porque les está alquilando habitaciones?”, apunta la filósofa.
En economía, el coste de oportunidad es la pérdida que se produce cuando se elige entre varias posibilidades, es decir, el valor de aquello a lo que se renuncia. A medida que las lógicas empresariales colonizan la vida cotidiana, este concepto se aplica a ámbitos cada vez más cercanos como, siguiendo el ejemplo anterior, esa habitación libre por la que un amigo está dispuesto a pagar (cuyo precio en el mercado del alquiler equivale a su coste de oportunidad). “Creo que aquí el concepto letal es unidad económica. Con tu familia, se entiende que formas parte de esa unidad económica. Luego, si te vas a vivir con tu pareja, se entiende que habéis formado otra. Pero si eres una persona independizada que comparte piso con sus amigas, probablemente, no habrá una cuenta común y se cobrará por habitación en función de su calidad y no de la capacidad de cada una”, detalla Cervantes, que sigue sorprendiéndose de que, en tantos casos, se estén aprovechando vínculos de amistad para generar dinero.
Durante siglos, en algunos ámbitos el ahorro y todas esas estrategias para obtener ganancias o rentas (además de las del trabajo) se habían considerado un vicio o una mezquindad. “La aversión al gasto es la razón de ser de la burguesía y de su hipocresía tremenda”, sentenció el escritor y antropólogo Georges Bataille. Tanto en los ambientes obreros como en los aristocráticos, la generosidad festiva era vista como una demostración de nobleza. Pero las cosas han cambiado: en las sociedades actuales ningún gasto improductivo produce tanta satisfacción como comprobar que las cosas van según lo previsto. No es solo cosa de gurús online y no siempre responde a una verdadera necesidad: según opina Del Rey, desde que llevamos una cartilla recién actualizada siempre en nuestros bolsillos “que te cuadren los números a final de mes puede producir un subidón enorme, sobre todo si estás ahorrando para algo en concreto, tus plazos se cumplen, los objetivos están más cerca…”. “Eso sí, es probable que se desate la avaricia cuando te pasas con el rendimiento y la optimización, cuanto más tienes más quieres, si ves que tus cuentas y tus fórmulas de ahorro funcionan, puede que busques nuevas formas de exprimir más o gastar menos. Y de la avaricia a la tacañería hay el pelo de un langostino”, advierte.
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