Mediados de agosto
Magazine. 09/08/2012 - 23:59h
Quim Monzó
Cuando un servidor era niño, los domingos por la tarde los pasaba fatal porque, aunque estuviese jugando o leyendo, ni un instante podía quitarme de la cabeza el hecho inexorable de que al día siguiente sería lunes y tendría que volver a la escuela. En aquel entonces lejano, para mí el día más feliz de la semana era el sábado, temprano, porque sólo teníamos clase por la mañana y la tarde estaba ya a nuestra entera disposición. (Los jóvenes y no tan jóvenes a los que les extrañe que los sábados por la mañana hubiese escuela, sepan que en aquellas décadas prehistóricas las cosas eran así: los sábados por la mañana en las escuelas impartían clase, y en las oficinas y en las fábricas se trabajaba. Lo llamaban semana inglesa, y aún ahora los diccionarios la recogen. Lo de hacer fiesta todo el sábado llegó mucho después.)
Recuerdo los cinco minutos finales de esas últimas clases sabatinas. Metódicamente, los alumnos colocábamos los libros, las libretas y los plumieres dentro de las carteras. Acto seguido las situábamos sobre los pupitres y cruzábamos los brazos sobre ellas, en silencio absoluto. Estábamos así cinco minutos, concentrándonos antes de la explosión que supondría la salida a la calle. Hasta que el reloj daba las doce del mediodía. Entonces, el profesor se colocaba en la puerta del aula y todos desfilábamos por delante de él, dándole la mano uno por uno mientras nos deseaba feliz fin de semana. Ese era el mejor momento de cada septenario. Por delante quedaban esa tarde y el domingo entero, que podía dedicar a lo que más me gustaba en aquel entonces: leer y dibujar. Pero por ese mismo motivo (pero invertido), veinticuatro horas más tarde –a partir del mediodía del domingo– empezaba a sufrir. Como un reloj de cuenta atrás, cada minuto que pasaba era un minuto que me acercaba más a la fatídica noche del domingo, antesala del lunes. No es necesario ser neuropsicólogo para ver que la anticipación por algo que deseamos hace que disfrutemos más el momento en que aún no tenemos ese algo, y esa misma anticipación hace que, cuando aún lo disfrutamos, suframos porque lo vamos a perder.
Pero a lo largo de los años los hábitos cambian. Ahora que, durante el año, en mi vida no hay días de fiesta –el sábado y el domingo leo y escribo igual que el resto de la semana–, sólo dejo ambas cosas durante el mes de agosto. Y ahora que estamos en el ecuador de ese mes, con la Asunción el miércoles que viene, sé que, como cada año, hasta el 31 los días pasarán cada vez a mayor velocidad. Pero ocurre que, contrariamente a lo que me sucedía de niño, ahora querría que cada vez los días pasasen aún más deprisa y llegásemos a septiembre en un pispás. Vaya, que empezaría a hacer la maleta y la semana que viene me plantaría ya en casa para poner en marcha los ordenadores. Si hay que hacer algo, hagámoslo de una vez y no perdamos más tiempo difiriéndolo. Debe de ser una forma de recrearse en lo amargo de estos días de vacaciones que quedan para que, así, luego resulte más dulce el regreso a los once meses vertiginosos que nos esperan.
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