El escritor y periodista
colombiano fallece en Ciudad de México a los 87 años. Obtuvo el Nobel en 1982
gracias a obras como 'Cien años de soledad'.
WINSTON
MANRIQUE SABOGAL Madrid
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/02/06/actualidad/1391715274_928706.html
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/03/actualidad/1396552129_445979.html
Desaparece uno de los grandes
escritores del siglo XX. El narrador y periodista colombiano, ganador del Nobel
en 1982, fue el creador de obras clásicas como 'Cien años de soledad', 'El amor
en los tiempos del cólera', 'El coronel no tiene quien le escriba', 'El otoño
del patriarca' y 'Crónica de una muerte anunciada'. Nació en Aracataca el 6 de
marzo de 1927 y fue el artífice de un territorio eterno llamado Macondo donde
conviven imaginación, realidad, mito, sueño y deseo. Con él la literatura abrió
rutas maravillosas. Fue uno de los protagonistas de la universalización del
'boom' de la novela hispanoamericana.
Bajo un aguacero extraviado, el 6
de marzo de 1927, nació Gabriel José
García Márquez. Hoy, jueves 17 de abril de 2014, a la edad de 87
años, ha muerto en México DF el periodista colombiano y uno de los más grandes
escritores de la literatura universal. Autor de obras clásicas como Cien
años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien
le escriba, El otoño del patriarcay Crónica de una muerte anunciada,fue el
creador de un territorio eterno y maravilloso llamado Macondo.
Nació en la caribeña Aracataca,
un poblado colombiano, un domingo novelable a partir del cual el niño viviría
una infancia a la que volvió muchas veces. Entró a la literatura en 1947 con su
cuento La tercera resignación; la gloria le llegó en 1967 con Cien
años de soledad, y su confirmación en 1982 con el Nobel de Literatura.
Ahora, el ahijado más prodigioso de Melquiades se ha ido, para quedarse entre
nosotros un hombre que creó una nueva forma de narrar; un escritor que con un
universo y un lenguaje propios corrió los linderos de la literatura; un
periodista que amaba su profesión pero odiaba las preguntas; una persona que
adoraba los silencios, y con un encanto que cautivó a intelectuales y políticos,
y hechizó a millones de lectores en todo el mundo.
Gabriel no iba a ser su nombre.
Debió llamarse Olegario. Acababan de sonar las campanas dominicales de la misa
de nueve de la mañana cuando los gritos de la tía Francisca se abrieron paso,
entre el aguacero, por el corredor de las begonias: “¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que
se ahoga!”. Y nuevos alaridos enmarañaron la casa. Una vez liberado del cordón
umbilical enredado en el cuello, las mujeres corrieron a bautizar al niño con
agua bendita. Lo primero que se les vino a la cabeza fue ponerle Gabriel, por
el padre, y José, por ser el patrono de Aracataca. Nadie se acordó del
santoral. De lo contrario, se habría llamado Olegario García Márquez.
Aquel domingo 6 de marzo de 1927,Aracataca celebró
la llegada del primogénito de Luisa Santiaga y Gabriel Eligio. Fue el mayor de
11 hermanos, siete varones y cuatro mujeres. En realidad, para los cataqueros
había nacido el nieto de Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, los abuelos maternos con
quienes se crió hasta los diez años en una tierra de platanales bajo soles
inmisericordes y vivencias fabulosas. Era unpelaíto en una casa-reino de
mujeres, acorralado por el rosario de creencias de ultratumba de la abuela y
los recuerdos de guerras del abuelo, el único hombre junto a él. ¡Ah! y un
diccionario en el salón por el que entra y sale del mundo.
Diez años que le sirvieron para
dar un gran fulgor a lo real maravilloso, al realismo mágico. Los cuentos
fueron para él ese primer amor que nunca se olvida, el cine los amores
desencontrados y las novelas el amor pleno y correspondido.De todos ellos,
creía que la historia que no embolatará su nombre en el olvido es la de sus
padres recreada en El amor en los tiempos del cólera.
Son las vísperas de su vida.
Donde todo empieza... Amor y
amores deseados, esquivos y de toda estirpe en sus escritos.
Fue uno
de los escritores más admirados y traducidos: más de 40 millones de libros
vendidos en 36 idiomas
García Márquez, que será conocido
por sus amigos como Gabo, vive un segundo tiempo cuando a los 16
años, en 1944, sus padres lo envían a estudiar a la fría, helada, Zipaquirá,
cerca de Bogotá. Descubre sus primeros escritores tutelares, Kafka, Woolf y Faulkner.
El zumbido de la literatura y el
periodismo lo rondan.
Allí, en el frío del altiplano
andino, lo sorprende el cambio de destino del país y el suyo. Estudia Derecho,
cuando el 9 de abril de 1948 es asesinado el candidato presidencial Jorge
Eliécer Gaitán. Un suceso conocido como El bogotazo.
Fue el antepenúltimo germen de un rosario de conflictos políticos y sociales,
conocido como La violencia que habrán de germinar en sus obras.
Después de El bogotazo volvió
a sus tierras costeñas con una mala noticia para sus padres: deja la carrera de
Derecho. A cambio empieza en el periodismo. Primero en el periódico El
Heraldo, de Barranquilla, entre otras cosas como crítico de cine bajo el
seudónimo de Séptimus; luego en El Universal, de Cartagena de Indias,
hasta volver a Bogotá, en 1954, a El Espectador, el diario que en
1947 había publicado, un domingo, su primer cuento.
Además de crónicas y reportajes
escribía para las páginas editoriales y la sección Día a Día, en la que se daba
cuenta de los hechos más significativos de aquella Colombia donde la violencia
corría en tropel. En 1955 escribe la serie sobre un suceso que terminará
llamándose Relato de un náufrago.
Ryszard
Kapuscinski aseguró que, aunque lo admiraba por sus novelas,
consideraba que “la grandeza estriba en sus reportajes. Sus novelas provienen
de sus textos periodísticos. Es un clásico del reportaje con dimensiones
panorámicas que trata de mostrar y describir los grandes campos de la vida o
los acontecimientos. Su gran mérito consiste en demostrar que el gran reportaje
es también gran literatura”.
Mientras trabaja como periodista
escribe cuentos y no se desprende de una novela en marcha que lleva a todos lados,
titulada La casa.
Ese mismo año aparece su primera
novela, La hojarasca. Después viaja a Europa como corresponsal del
diario bogotano y recorre el continente, e incluso los países de la “cortina de
hierro”. En 1958 vuelve y se casa con Mercedes Barcha. Hasta que se instala en
México DF, en 1961, donde hace vida con sus amigos, las parejas Álvaro
Mutis-Carmen Miracle y Jomí García Ascot-María Luisa Elío (dos españoles
exiliados de la guerra). Un día Mutis le da dos libros y le dice: “Léase esa
vaina para que aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro Páramoy El llano
en llamas, de Juan Rulfo. Ese año publica El coronel no tiene quién
le escriba.
—“¿Fue tu abuela la que te
permitió descubrir que ibas a ser escritor?”, le preguntó en los años setenta
su amigo y colega Plinio Apuleyo Mendoza.
—“No, fue Kafka, que, en alemán,
contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los 17 años La metamorfosis,descubrí que iba a ser escritor. Al ver que
Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco
escarabajo, me dije: ‘Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así,
escribir me interesa”.
La escritura no le da para comer
y trabaja en cine y publicidad. Llega 1965. Pronto terminarán cuatro años de
sequía literaria. El embrión esLa casa. Páginas que no terminan de coger
forma. Hasta que un día, mientras viaja en un Opel blanco con su esposa
Mercedes y sus dos hijos de vacaciones a Acapulco, ve clara la manera en que
debe escribirla: sucedería en un pueblo remoto, y descubre el tono: el de su
abuela que contaba cosas prodigiosas con cara de palo, y la llenaría de
historias: las contadas por su abuelo en la Guerra de los
Mil Días de Colombia. Y el comienzo de la novela: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Ha sido el soplo divino de Kafka,
Faulkner, Sherezada, Rulfo, Verne, Woolf, Hemingway, Homero… y sus abuelos
Tranquilina y Nicolás.
Da media vuelta y regresa en el
Opel blanco a su casa de San Ángel Inn, en México DF.
Una vez llega, coge sus ahorros,
5.000 dólares, y se los entrega a su esposa para el mantenimiento del hogar
mientras se dedica a escribir. La Cueva de la Mafia es la habitación de su casa
donde esa primavera se exilia con la enciclopedia británica, libros de toda
índole, papel y una máquina Olivetti. Vive y disfruta ese rapto de inspiración
al escribir hasta las ocho y media de la noche al ritmo de los Preludios de
Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles.
En otoño el dinero se acaba y las
deudas acechan. García Márquez coge, entonces, el Opel y sube al Monte de
Piedad a empeñarlo. Es una nueva tranquilidad para seguir escribiendo,
aumentada por las visitas de sus amigos que les llevan mercaditos.
Al llegar el invierno de
1965-1966 pone un punto y aparte, y llora, llora como ni siquiera en sus
novelas está escrito. Tenía 39 años Gabriel García Márquez cuando, esa mañana
de 1966, salió de La Cueva de la Mafia, atravesó la casa y se derrumbó en
lágrimas sobre la cama matrimonial como un niño huérfano. Su esposa, al verlo
tan desamparado, supo de qué se trataba: el coronel Aureliano Buendía acababa
de morir. Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás.
Muere orinando mientras trata de
encontrar el recuerdo de un circo, después de una vida en la que se salvó de un
pelotón de fusilamiento, participó en 32 guerras, tuvo 17 hijos con 17 mujeres
y terminó sus días haciendo pescaditos de oro.
Un duelo perpetuo para el
escritor que, el 5 de junio de 1967, ve recompensado al saber que esa historia
comandada por el coronel, bajo el título de Cien años de soledad, inicia
su universal parranda literaria en la editorial Sudamericana, de Francisco
Porrúa, en Buenos Aires. Todos quieren conocer la saga de los Buendía.
La novela impulsa la
universalización del boom de la literatura latinoamericana.
“Verdaderamente fue a partir del triunfo escandalosamente sin precedentes de Cien
años de soledad”, afirmaría José Donoso en Historia personal del
boom.
En medio de la algarabía, García
Márquez se va a vivir a Barcelonadonde afianza su amistad con autores como Carlos
Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio
Cortázar. El éxito es rotundo y trasciende a otros idiomas. Luego
empieza a escribir El otoño del patriarca (1975) como un ejercicio
para quitarse de encima la sombra de su obra maestra. Para entonces ya es muy
activo con la causa cubana y está más presente en Colombia. En 1981 publica Crónica
de una muerte anunciada.
La noticia del Nobel lo sorprende
en México en 1982. En la frontera del amanecer del 10 de octubre el teléfono lo
despierta. Con 55 años se convierte en uno de los escritores más jóvenes en
recibir el máximo galardón de la literatura. En diciembre rompe con la
tradición al recibir el premio vestido con un liquiliqui, una manera de rendir
homenaje a su tierra costeña y compartirlo con su abuelo Nicolás que usaba
trajes así en el ejército. Una ausencia que acompañó al escritor desde los 10
años, cuando este murió, y convirtió en incompletas todas sus alegrías futuras,
por el hecho de que el abuelo no las sabía, escribe Dasso Saldívar en la
biografía Viaje a la semilla.
Tres años después culmina la
historia de sus padres: El amor en los tiempos del cólera. Siguen El
general en su laberinto (1989) y Del amor y otros demonios (1994).
Hace realidad uno de sus sueños,
en Cartagena de Indias: la creación de la Fundación para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano y se une a otros proyectos informativos. Son los años de su
vuelta al periodismo. Al principio de todo.
En 1999 le detectan un cáncer
linfático. Todo ello mientras termina de escribir sus memorias, Vivir para
contarla, a las que cuando puso punto final se topó con la muerte de su
madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán. Un domingo lo trajo ella al
mundo; y un domingo lo dejó ella. Fue la noche del 9 de junio de 2002. Dos años
más tarde escribe su última creación: Memoria de mis putas tristes.
Sus recuerdos empiezan su peregrinación.
Hasta que se han ido del todo al
encuentro de los Buendía.
Y de no haber sido escritor, lo
que realmente hubiera querido ser Gabriel García Márquez también tiene que ver
con el amor, presente en todas sus obras. Lo supo hace muchos en Zúrich cuando
una tormenta de nieve tolstiana lo llevó a refugiarse en un bar. Su hermano
Eligio recordaría cómo él se lo contó:
—“Todo estaba en penumbra, un
hombre tocaba piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas
de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor, hubiera querido ser el
hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, solo para que los
enamorados se quisieran más”.
Entre realidades, deseos, sueños,
alegrías, agradecimientos, imaginaciones y, sobre todo, por el paraíso
irrepetible de su lectura, Gabriel García Márquez está ahora en el mismo lugar
donde él llevó a Esteban en su inolvidable cuento El ahogado más hermoso
del mundo,después de que a la gente del pueblo “se le abrieran las primeras
grietas de lágrimas en el corazón”… Porque una vez comprobado que había muerto
“no tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que
ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás”… El rumor del mar trae
la voz del capitán de aquel barco, que en 14 idiomas, dice señalando al mundo,
por encima del promontorio de rosas amarillas en el horizonte del Caribe:
“Miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de
las camas; allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia donde girar los
girasoles; sí, allá, es el pueblo” de Gabriel García Márquez.
La soledad de América Latina
Discurso íntegro que Gabriel
García Márquez dio al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1982.
Antonio Pigafetta, un navegante
florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin
embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con
el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las
espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una
cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula,
cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer
nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que
aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en
el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni
mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos
tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado,
nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos
años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En
busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca
exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos
miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la
emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el
de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día
salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su
destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas
gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban
piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió
hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar
la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó
que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de
hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio
español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de
Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales
magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los
Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza
de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano
Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el
alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al
general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en
realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas
insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su
palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas,
han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales
de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres
históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido
un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en
llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y
la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador
luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América
Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos
morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa
occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi
los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes
de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus
hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por
las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra
proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones
hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su
población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha
perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que
se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta
realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es
la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos
entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de
sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos.
Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a
sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos,
y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para
nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con
esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez
menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más
comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres
necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un
obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos
antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo
XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus
relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el
apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los
ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho
mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las
ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur
apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los
europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria
grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su
manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos
solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que
asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene
por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios
de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la
navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa,
parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada
tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo
latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la
opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los
diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las
guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la
ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera:
cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de
vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva
York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre
éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos
han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien
veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la
totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro
William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No
me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia
plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre
colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una
simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de
todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas
que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es
demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y
arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la
forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y
donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para
siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras
de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos
de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano
celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus
nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también
como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro
honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como
una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que
hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya
única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la
incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me
interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las
verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento
constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan
comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha
sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una
vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el
inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está
visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y
alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del
Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan
milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de
Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria
nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de
la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y
repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato
siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la
poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus
virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes
de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad,
como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso
que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras
Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de
la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias.
Entrevista TVE, 1995.
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