Retrato de Uruguay, el país que
sorprende al mundo
Juan José Millás viajó allí para
encontrarse con el atípico presidente José Mujica. El mandatario recibió al
escritor en su humilde casa y en su despacho. El político y Millás viajaron
juntos hasta la residencia oficial de verano. Un periplo que traza el retrato
de un hombre y de toda la nación.
http://elpais.com/elpais/2014/03/24/eps/1395660898_932004.html
La tormenta se
anunciaba con un estado de exaltación semejante al aura que precede a las
migrañas. La atmósfera se oscurecía en pleno mediodía, como si Dios hubiera
cerrado los ojos, y se levantaba un aire extraño, de tonalidades psíquicas,
productor de una euforia gratuita. Cada grieta de la pared adquiría una
relevancia misteriosa, como si en el interior de la grieta, en vez de vivir una
cucaracha, viviera una libélula. Luego el cielo se descerrajaba con la
violencia con la que la poli echa
abajo la puerta de una casa de narcotraficantes y caía el agua a chorros. En un
cuarto de hora, los edificios quedaban empapados como una esponja recién sacada
del agua y colocada sobre el borde de la bañera. Los niños saltaban en los
charcos mientras la realidad permanecía suspendida.
El clima montevideano
tenía trastornos de carácter.
En la habitación del
hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te sentías como uno de esos
personajes de Onetti que, desnudos sobre la cama, sin parar
de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del exterior mientras intentan
componer en su cabeza una imagen del mundo.
El mundo.
El mundo, al
principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar rarísimo donde se
encuentran las aguas del río de la Plata con las del océano Atlántico, dos
monstruosidades naturales que copulan sin pausa. A veces, el mar penetra en el
río y a veces el río se introduce en el mar, depende de los vientos, de las
mareas, de las lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático.
Ese solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de súbito en
el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto en la dimensión de lo
salado.
–¿Se mueren los peces
cuando atraviesan la frontera? –pregunté a un pescador.
–Se retiran a tiempo o
se adaptan –dijo.
–¿Pero se mueren a
veces? –insistí por una preocupación propia que acababa de desplazar a los
animales.
–Yo creo que se
retiran o se adaptan –insistió él.
El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que
escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el fotógrafo Jordi
Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las calles de las que bajan
hacia el estuario, que son varias. Cuando llevábamos una hora andando vimos
salir a un tipo con una bolsa de una tienda de delicatesen.
–¿Venden buenos vinos
ahí? –le preguntó Socías.
–Muy buenos –dijo–, y
un pan excelente. Pero ya van a cerrar.
Era un tipo de clase
alta, con ganas de conversación, de modo que le preguntamos si el mercado
quedaba muy lejos.
–No vayan –dijo–, a
esta hora está muerto.
–¿Y si bajamos hacia
la rambla?
–Ni se les ocurra,
está muerta también. Suban por esta calle y a cuatrocientos metros encontrarán
bares de ambiente, como los de Madrid o París.
–Pero nosotros no
queremos ver Madrid o París, queremos ver Montevideo –dijo Socías.
El tipo nos miró como
si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó prudentemente de nosotros, que
continuamos caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en
efecto, todo estaba muerto.
–Es que aquí hay que
venir por la mañana –nos dijeron en el mercado.
Hay zonas de
Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas y a la hora de comer.
Luego se convierten en otra ciudad en la que siempre es domingo por la tarde,
como sucede en la vida de algunas personas: en la de Felisberto
Hernández, por ejemplo, otro autor uruguayo de referencia,
enormemente infeliz, al que habíamos releído antes de viajar.
Montevideo parecía un
estado de ánimo.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Regresé a la
habitación del hotel en estado líquido, me quité la ropa, excepto los
calcetines (los calcetines no porque tengo la superstición de que me sujetan
los pies a la pierna), llené la bañera de agua fría, me metí dentro, encendí un
cigarrillo, y abrí una novela de Onetti justo en el instante en el que un
personaje dice: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de
la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada
tengo que ver con ella”.
Abandoné el libro en
defensa propia. La temperatura del cuerpo ya no era febril. Recordé al tipo que
pretendía que en Montevideo, en vez de ver Montevideo, viéramos Madrid o París
y ahí apareció en mi cabeza una pregunta tópica: ¿Uruguay es un país europeo o
latinoamericano? Era un poco como preguntarse si las aguas, en el estuario del
río de la Plata, eran más fluviales que marítimas o más marítimas que
fluviales. Según. Lo aconsejable era introducir el dedo y llevárselo a la boca
para comprobar si sabía o no sabía a sal. Montevideo sabía con frecuencia a
novela afligida de Onetti, aunque también a prosa indócil de Levrero.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Lo que acabo de contar
sucedería después, pero se ha colado antes no sé por qué, pongamos que por el
cambio horario. Lo que sucedió al poco de que aterrizáramos, con la maleta a
medio eviscerar sobre la cama de la habitación del hotel, es que sonó el
teléfono y resultó ser el secretario de comunicación del presidente de Uruguay.
–A las 15.30 –dijo–
pasa un coche a recogerlos para llevarlos a la chacra de Mujica.
Miré el reloj: era
mediodía.
–Pero habíamos quedado
en que el encuentro se produciría mañana –observé con cautela.
–Mañana no puede ser
–concluyó el secretario.
Colgué y avisé al
fotógrafo. Socías y yo éramos dos señores mayores que arrastrábamos trece horas
avión, un cambio horario y un salto sin red del invierno español al verano
uruguayo. Nos encontrábamos estupendamente, sí, pero el mismo hecho de
encontrarnos tan bien nos hacía sospechar de nuestro equilibrio mental.
Cuando nos recogieron,
llovía con una inclemencia extraordinaria, como si le estuvieran haciendo daño
a alguien. Y aunque quedaban cinco o seis horas de luz (de luz oscura) porque
en Montevideo, en febrero, anochece tarde, las calles se habían apagado como
los pasillos de una oficina en día festivo.
El automóvil navegó
hacia las afueras. Enseguida alcanzamos una zona rural. La lluvia había cedido
un poco y a través de los cristales mojados, en medio de los cultivos, veíamos
aquí o allá, distribuidos de forma irregular, galpones que quizá eran casas o
casas que quizá eran galpones. Había perros, bastantes, que salían a saludar al
coche. Había gallinas. En esto, apareció en medio del camino un perro muerto
que, cuando nos acercamos, resultó estar vivo. Pero le costó apartarse, como si
no creyera en nada. En una de esas, el conductor detuvo el automóvil en una
especie de cruce de caminos.
–Aquí es –dijo.
Habíamos llegado a Rincón del Cerro.
Descendimos del coche y vimos, en medio del campo, una garita de vigilancia, de
estética semejante a la de los retretes portátiles, que otorgaba al paisaje un
aire surreal. Y allí mismo, a la derecha, medio oculta entre una vegetación sin
domesticar, nos mostraron la casa de José Mujica, el presidente de la República
Oriental del Uruguay. Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es
pobre. Una chabola de alto standing, podríamos decir, con el techo de
chapa, a cuya puerta nos aguardaba ese anciano que había puesto de moda a su país.
Llevaba unos pantalones de chándal desgastados y una camisa azul de todo
a cien.
–Señor presidente
–dijimos extendiéndole la mano.
–Fuera, Manuela! –gritó él a una perra de tres patas,
que se había adelantado a darnos la bienvenida.
José Mujica Cordano, el
dueño de la perra tullida, contaba 80 años de los que 15 había estado preso por
su pertenencia al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero dos fugas y en su
cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última vez en 1972, no volvería a ver
la luz hasta 1985. Entró, pues, con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo,
conoció en las cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las
manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado
la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de
los instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más
sofisticado. Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a caminar al
preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en
la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera”
también, el ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en
fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su especialidad.
Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el
ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de
las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel
higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con
frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el
preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio,
los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los
hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de
cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado
semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las
ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción
del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno
de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los
golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas renales y
digestivos. Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como
un hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico los
militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la bestia y la
insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde mismo de la muerte de
donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la
que sostenerse. Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero a
otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre
la caja del camión militar y sacándolo de ella a patadas. Conocedores de su
diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los carceleros desoían sus
súplicas para que lo condujeran al retrete. Fruto de su constancia, y de la de
su madre, logró, al cabo de los años, que le dejaran poseer un orinal del que
no se separaba y que se convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el
símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores. Abandonó la cárcel
abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días
libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba imposible
encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele decir, nos ha
puesto los ojos delante para que miremos al frente.
Fuera, Manuela! –volvió a gritar José Mujica a la
perra de tres patas.
Manuela se apartó y entramos en la casa, que olía a humedad.
–Uruguay se está
tropicalizando –dijo Mujica–. No sé cómo hay gente que niega todavía el cambio climático.
Nos sentamos en la
estancia de la entrada, que era también la pieza de distribución del resto de
las habitaciones (un dormitorio, el baño y la cocina: unos cuarenta o cuarenta
y cinco metros en total) y yo advertí con horror que esperaba de mí que le
hiciera una entrevista. Me puse a ello, pues.
A la primera de mis
preguntas respondió que los gobernantes ya no mandaban nada.
–¿Quién manda
entonces? –pregunté.
–Los grandes poderes
financieros. Ya no es el perro el que mueve la cola, sino la cola la que mueve
al perro.
–¿Y usted le dice esto
a los jefes de Estado o los presidentes con los que se reúne?
–Sí.
–¿Y qué le dicen?
–Me dan la razón, pero
miran para otro lado. Cultivan la ilusión de volver a ser presidentes, no se
atreven a pegarle al enemigo más fuerte que existe. Disimulan, pero somos
juguetes.
–¿Cómo ha logrado
gobernar durante casi cinco años siendo consciente de esas limitaciones?
–Este es un paisito
muy especial. Más del 50% del movimiento bancario está en manos del Estado. A
los uruguayos nos educan en que, cuando tenemos un peso, tenemos que ir al Banco de la República, que es el banco del
Estado. Y no es que nos trate bien, solo falta que nos peguen, pero tenemos
confianza en él. La banca privada es débil.
–Todos los sectores
estratégicos de Uruguay están nacionalizados.
–No me eche la culpa a
mí. Cuando yo nací, ya estaba todo así, es una construcción de la historia.
Mientras hablamos, y
como la puerta se ha quedado abierta, por el calor, entra Manuela, entra un galgo cojo, entra otro perro
de raza indefinida, todos nos huelen, nos piden caricias, creo que entra un gato
también que se frota el lomo contra mis piernas, las moscas zumban excitadas…
Fuera, mezclado con el ruido de la lluvia, se escucha de vez en cuando un
alboroto de gallos. Observo a Mujica y me parece que va y viene dentro de sí
mismo, como si tuviera una trastienda en la cabeza. Cuando regresa de la parte
de atrás, se asoma al mundo con un punto de cortesía y otro de malicia. Me
pregunto qué interés podemos despertarle este par de españoles. Me pregunto
también si sus respuestas son tan mecánicas como mis preguntas. Dice que
Uruguay es un país rico venido a menos, que se echó a dormir cerca de la década
de los sesenta, tras salir campeones del mundo en Maracaná.
–Cincuenta años de
nostalgia –añade.
Dice que se
burocratizaron, que llenaron de gente las propiedades del Estado, que tenían un
teatro (el Solís) con un empleado para subir el telón y otro para bajarlo. Dice
que todavía tienen un problema con la burocracia estatal. Reconoce que los
sindicatos de los funcionarios, muy poderosos, le han torcido un poco el brazo. Dice que
tiene paciencia, que hay que seguir luchando y sembrando, que él ha
pensado mucho, porque en la cárcel tuvo mucho tiempo para pensar, y que
aprendió que todo cambia muy lento. Dice que de joven andaba “muy apurado”, que
se le fueron entre 25 y 30 años de su vida, la mitad preso, la mitad medio
libre o “prisionero de mis esquemas”. Dice que hasta hace 20 o 30 años se podía
discutir si había guerras justas o no y que eran justas aquellas que
significaban un proceso de liberación nacional o intento de liberación de
naciones que se sentían sometidas, pero que hoy por hoy, y tal como han
evolucionado las cosas, todas las guerras son para que los más débiles sufran.
Dice que hay que tratar de cambiar las cosas en paz, que es preciso llevar a
cabo políticas de Estado y que las políticas de Estado son aquellas en las que,
desde posiciones distintas, se buscan los puntos de acuerdo. Dice que han aparecido
problemas que ningún país puede resolver por sí mismo, que o
gobernamos la globalización o la globalización nos gobernará a nosotros.
Dice que la democracia y el socialismo son compatibles a condición de que la
una no se trague al otro. Dice que lo que más cabe destacar de su mandato es la
lucha contra la pobreza y la indigencia y el creciente clima de estabilidad
política y confianza que ha atraído a las inversiones extranjeras. Dice que si
queremos un güisqui, dice que no vamos a tener más remedio que volver a la
economía productiva y que en ese terreno Uruguay está muy bien situado porque
tienen una excelente producción de lácteos, de carne, de cereales fundamentales.
Dice que producen trigo, soja, que exportan arroz, que son buenos vendedores de
carne de vaca, que exportan pescado porque ellos apenas comen pescado, muy
poco, que tienen un mar precioso, pero que han vivido de espaldas a él pese a
ser descendientes de gallegos. Dice que habla mucho con los chinos, que son su
primer cliente, que les compran toda la soja y que están aumentando su
presencia, que en las campañas electorales las banderitas son todas chinas.
Dice que el problema de Europa es que ha descuidado la economía productiva,
subordinándola al engranaje financiero, de ahí la imagen de la cola que mueve
al perro, cuando lo productivo es el perro…
Me viene a la memoria
que el secretario de comunicación nos dijo que disponíamos de una hora u hora y
media y que Jordi Socías necesita
también su tiempo para las fotos. Entonces me sale un gesto de impotencia,
apago el magnetofón y le digo a Mujica, al presidente de Uruguay, el
Pepe,como lo llaman los uruguayos:
–Mire, yo no sé hacer
entrevistas, yo no sé hacer esto que le estoy haciendo.
Mujica se retira un
momento a la trastienda que tiene dentro de sí (se le han apagado un poco los
ojos), vuelve (se le han encendido) y me mira desde las dos rendijas por las
que se asoma al mundo como si aún continuara dentro de una celda, como si el
cuerpo fuera la celda y los ojos la mirilla.
–Lo que yo sé
–continúo– es contar lo que me pasa. Si usted me permitiera venir a desayunar
mañana a su casa y acompañarle luego al trabajo y ver cómo se mueve, cómo
actúa, en fin, yo contaría luego todo eso…
Como la situación, al
parecer, se ha vuelto un poco violenta, pues ni Mujica ni su secretario de
comunicación entienden que les hayan enviado desde el otro lado del mundo a un
tipo que no sabe hacer entrevistas, interviene Jordi Socías:
–Lo que Millás quiere
decir es que él lo que sabe es contar historias.
–Vamos a tomar un
trago –concluye Mujica.
Y nos vamos a la
cocina, donde nos pone un güisqui y Jordi comienza a hacerle fotos, y no parece
que estemos con un presidente ni nada parecido y yo me acuerdo de que este
hombre dona el 87% de su sueldo a un proyecto de viviendas para pobres y le
pregunto si le queda suficiente dinero para vivir y dice que sí, que a su
señora, después de aportar al partido, le quedan 45.000 pesos, unos dos mil
euros.
–¡Por favor –añade
escandalizado–, con mi sueldo me sobra!
Su señora, que no se
encuentra en la casa, es Lucía
Topolansky, senadora y extupamara también y expresa de la dictadura.
Se conocieron dos meses antes de entrar en la cárcel y al salir, trece años después,
se fueron a vivir juntos. Se casaron hace cuatro o cinco años, por arreglar los
papeles, pues ya van teniendo una edad, dice, y nunca se sabe. Los casó un
juez, en esta misma cocina en la que nos encontramos ahora y que es una cocina
típica de gente pobre, pero limpia, porque dice Mujica que la ventaja de que la
casa sea tan pequeña es que entre él y su señora le pasan la escoba y la
arreglan en un relámpago.
Para relámpagos, los
que caen fuera. Pese a ello, el presidente de la República cede a los ruegos
del fotógrafo y sale para que le haga unas fotos, pues dentro de la casa tiene
problemas con la luz. Por suerte, ha dejado de llover o llueve ahora de una
manera intermitente y Mujica posa casi sin protestar aquí o allá mientras va y
viene de su trastienda mental. Cuando regresa, se ríe siempre, como si le
hiciéramos un poco de gracia. En una de esas vueltas, me mira y dice que por
qué no vamos mañana un rato a la Torre
Ejecutiva, en la plaza de la Independencia, que es donde tiene su
despacho, y nos apresuramos a decir que sí, desde luego, que estaremos allí a
las once de la mañana como dos clavos. Y luego se vuelve a ir a la trastienda y
cuando vuelve dice que por qué no le acompañamos también el sábado a Anchorena,
donde está la residencia de verano de los presidentes de Uruguay, y nosotros
que claro, y él que nos recogerá un coche a las ocho de la mañana, pues está a
tres horas de distancia y conviene salir temprano.
Y con esas nos
despedimos un poco asombrados, la verdad, de que nos dedique tanto tiempo,
porque Mujica, además de dirigir un país, tiene más peticiones de entrevistas
que una estrella del rock, pero bueno, pienso yo que le habremos dado un poco
de lástima. Bien, bien.
Y nos vamos contentos
al hotel y descargamos y salimos a dar un paseo, que es el paseo donde nos
encontramos al tipo de clase alta que no quería de ningún modo que nos
acercáramos al mercado.
Y al día siguiente, de
nuevo bajo una lluvia y un viento tropicales, que vuelven los paraguas del
revés, vamos a verlo a su despacho y cuando entramos está llevando a cabo una
alocución radiofónica en directo a través del teléfono pegado a la oreja, como
si no se hubieran inventado los manos libres o como si el presidente de la
República no pudiera permitirse el lujo de una tecnología RSDI o RDSI, nunca sé
cómo se dice. Y nos hace señas de que pasemos. Está hablando de los fenómenos
climáticos extremos que padece esos días Uruguay y que han arruinado cosechas, inundado
pueblos y destruido carreteras. Sequías, dice, inundaciones, nevadas en lugares
increíbles, subida del nivel de los mares, hay islas del Caribe que en un día
han perdido un punto o dos del PIB por culpa del clima. Dice que necesitamos
políticas a nivel global, pero que el mundo de hoy se entretiene con lo
urgente. Dice que esto lo ha desatado el hombre y que debería arreglarlo el
hombre, que no deberíamos pensar como países, sino como especie. Entonces
empieza a establecer una comparación entre el cambio climático y las
tempestades financieras. Dice que en Uruguay tuvieron entre 2001 y 2002 un
desastre financiero que dejó al 40% de la población por debajo de los niveles
de la pobreza. Dice que eso ocurrió porque dejaron al sistema financiero
suelto.
–El Uruguay de hoy
–añade– podrá tener temporales, pero ya no va a tener temporales financieros
porque el sistema financiero ahora está controlado. En algún momento –termina–
dejará de llover; contaremos las pérdidas y las heridas y ayudaremos a quien sea
preciso ayudar, pero estamos por encima de la timba financiera de carácter
mundial.
Cuelga el teléfono y
nos invita a tomar asiento. El despacho, seis o siete veces más grande que su
casa, es luminoso y de techos altos, pero un poco impersonal, desangelado, como
los despachos de los políticos. A propósito de las tormentas financieras a las
que se acaba de referir en su alocución radiofónica, Mujica recuerda la de
2002, cuando el corralitoargentino.
–Quedamos fundidos
–dice–. A partir de ahí comenzamos a controlar el sistema financiero. Los
bancos de fuera, como el Santander, son una plaga en Uruguay, pero no pueden
hacer nada, los tenemos agarrados del pescuezo. Tenemos algunos bancos del
Estado que son los más fuertes, pero cortito.
Sobre una extensión de
la mesa de trabajo que queda a la derecha de Mujica hay una serie de objetos
entre los que destaca la maqueta de un tren de alta velocidad.
–Casi todos estos
regalos –dice– son chinos. Vienen a ofrecerte un ferrocarril y traen una
maqueta como esta. Es bravo, ¿eh?
–¿Han venido a
ofrecerle un ferrocarril?
–Sí, varios. Como el
país creció mucho, ahora tenemos un problema de comunicaciones muy serio.
Tenemos que remontar la situación y vamos a tener que hacer algún negocio con
los chinos, que son los que tienen capacidad para hacer ferrocarril.
–En España –digo yo
atacado de súbito por un instinto comercial en el que no me reconozco– también
hacemos buenos trenes.
–Sí –admite él–, el
problema es la capacidad financiera que tienen los chinos. Esa es la canción.
–¿Quiere decir que se
lo hacen a plazos?
–Sí, te dan el oro y
el moro, son generosos.
–Los chinos están
comprando todo.
–Pero nosotros no
vendemos las tierras, cada vez vamos a vender menos, vamos a cuidar la tierra y
el agua porque es la materia prima que más vale. Este es un país pequeño, pero
el 90% del territorio es productivo. No se puede vender una faja de tierra
verde así como así, no abunda en el mundo. Y como la humanidad crece y quiere
vivir cada vez mejor, el camino de los alimentos, que parecía algo secundario,
ya no lo es tanto.
Tras visitar las
dependencias de la Torre Ejecutiva, nos despedimos de José Mujica, el
Pepe para sus
paisanos, hasta el sábado (era jueves), día en el que, tal como nos había
prometido, viajaríamos juntos a Anchorena,
localidad situada en el departamento de Colonia y residencia de verano del
presidente de la República.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Cuando una publicación
tan prestigiosa como la británica The Economistnombra País del Año a Uruguay “por su receta para la felicidad
humana”, ¿es porque The Economist se ha vuelto gilipollas?
Tal era la pregunta.
Veamos, Uruguay es un
país pequeño (176.215 quilómetros cuadrados, unas dos veces Andalucía), con
costas al océano Atlántico y al río de la Plata. Limita al norte con Brasil y
al oeste con Argentina, de modo que, observado el mapa del Cono Sur
latinoamericano desde la convención de que el norte está arriba y el sur abajo,
y que la fuerza de la gravedad tira hacia abajo de lo que está arriba, Uruguay
parece empujado hacia el mar por los dos gigantes mencionados. Esta situación
de encajonamiento provoca en algunos uruguayos sacudidas de carácter
claustrofóbico que explicarían en parte el hecho de que la emigración haya
constituido un fenómeno estructural a lo largo de su historia. Era un sitio del
que había que irse, aunque parece que en los últimos años se ha convertido en
un lugar al que hay que volver. La población es de 3.200.000 habitantes, de la
que la mitad vive en la capital, Montevideo.
Quizá porque parece
efectivamente encajonado entre Argentina, Brasil y el océano, quizá por su
tamaño, por su clima, porque es un país constituido casi en un 90% por
emigrantes europeos (por desarraigados, en suma), o por todos estos factores
juntos, además de otros que ahora no se nos ocurren, el uruguayo todo lo exagera
hacia abajo (así como, según el tópico, el argentino todo lo exagera hacia
arriba). Si, según el chiste, el argentino se suicida arrojándose al vacío
desde su yo, el uruguayo apenas se rompería una pierna saltando desde el suyo.
Digamos, por acabar con este trámite, que se trata un país con escasa
autoestima. Todo esto, dirán ustedes, son
generalidades, tópicos. Cierto, pero generalidades y tópicos tan
presentes en la vida cotidiana, en las conversaciones y lecturas, que conviene
tomárselos en serio. Observen que cuando un uruguayo tiene éxito se larga
enseguida a Buenos Aires, donde no lo reciben como uruguayo, sino como
rioplatense: un modo sencillo de apropiárselo sin faltar a la verdad. Del
prócer uruguayo José Artigas, dice Cristina
Kirchner que no solo
era argentino, sino que no quería ser uruguayo. A veces parece que Uruguay solo
tiene razón de existir como contrapunto de Argentina. Jorge Drexler asegura que
ser uruguayo consiste en no ser argentino. No entraremos ahora en si Gardel era
de aquí o de allí. Parece que era uruguayo, aunque adoptó la nacionalidad
argentina en 1923.
El uruguayo, en fin,
sería morriñoso, melancólico, mohíno, cuando no decididamente triste. En
Uruguay, y esto es un dato, se da la tasa de suicidios más alta de
Latinoamérica, así como una incidencia exagerada de fallecimientos por cáncer.
Hay uruguayos que para demostrarte lo poca cosa que son te hacen caer en la
cuenta de que su país es el único del mundo que carece de nombre. Es cierto:
oficialmente se llama República Oriental del Uruguay: significa que es una república
situada al este del río Uruguay. Viene a ser como si a usted lo conocieran como
el cuñado de Rosa, en el caso de que tenga una cuñada con ese nombre.
¿Cómo es posible que,
con tales antecedentes, The Economist otorgue a Uruguay el título de País
del Año “por su receta para la felicidad humana”? ¿Se ha vuelto The
Economist gilipollas?
Pues no, el semanario
británico está en su sano juicio. Y no ya porque en los últimos años se haya despenalizado
el aborto, y se hayan legalizado los matrimonios gais o la marihuana.
Todo eso, con ser significativo, es la espuma. Las cuestiones de fondo resultan
menos espectaculares, menos mediáticas, pero sin estas no habrían sido posible
aquellas.
En 2005, cuando ganó
las elecciones el Frente Amplio, coalición que agrupa a los partidos de
izquierda, Uruguay se encontraba en plena decadencia, en parte como
consecuencia del desastre bancario argentino de 2002 y en parte por las
políticas neoliberales anteriores. La desocupación había llegado al punto de
que el 40% de la población se encontraba por debajo de los niveles de la
pobreza. El salario real se había desplomado, la emigración devino masiva, los
niveles de inflación resultaban insoportables, la deuda externa parecía
imposible de saldar… Las constantes vitales, por resumir, hablaban de un país
en estado de coma, un país deprimido, sin interés alguno para sí mismo ni para
los inversores extranjeros.
En la actualidad,
nueve años más tarde, el paro es del 6,5% y los salarios han recuperado el
poder adquisitivo anterior a la crisis. En estos instantes, y según un
estudio de Americas
Quarterly, Uruguay
lidera elranking de inclusión social de todas las
Américas, por delante de Chile y de EE UU. El estudio está hecho sobre 21
indicadores en los que el país aparece en los primeros lugares en gasto social
en relación con el PIB y en acceso al trabajo. La inflación, por debajo del 10%
(excelente en comparación con la de sus vecinos), constituye sin embargo un
motivo de inquietud para las autoridades.
En un tiempo récord,
el Gobierno del Frente Amplio, dirigido por Tabaré Vázquez, y del que José
Mujica fue ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, promovió planes de
desarrollo que se tradujeron en la creación de puestos de trabajo. Se
recuperaron derechos laborales perdidos durante la época de la liberalización.
Se definieron pautas salariales y se fijaron nuevas condiciones laborales. Se
impulsaron leyes sociales por las que los trabajadores del campo, por ejemplo,
que bregaban de sol a sol, empezaron a trabajar ocho horas. Se acometieron
inversiones nuevas (en Uruguay están las dos plantas de
celulosa más grandes del mundo y
hay una tercera en perspectiva). En el momento de escribir este reportaje está
a punto de firmarse con una multinacional un contrato para la extracción de
hierro con un horizonte de trabajo para 15 o 20 años (Proyecto Aratirí). Este
desarrollo productivo se traduce en la mejora de las condiciones de vida de la
mayoría de las personas porque va acompañado de una mejor distribución de los
ingresos, que han aumentado (el Estado cobra más porque se modernizó y
profesionalizó el sistema recaudatorio).
Cuando José Mujica
ganó las elecciones en 2009, continuó la política económica de su antecesor,
pero modulando sus aspectos sociales. Así, con una parte de las ganancias del
Banco de la República creó un fondo para apoyar iniciativas productivas
comunitarias, de economía social: lo que él llama “búsqueda para otros modelos
de desarrollo que no sean capitalistas”. Especies de cooperativas, en fin,
formas diferentes de propiedad a las que se exigen resultados, de ahí que
tengan un control muy estricto de economistas y expertos. Si no son viables, no
son.
Durante estos años, y
tal como indica el citado estudio de Americas Quarterly, se ha trabajado mucho también con las
personas excluidas, con la gente que en los tiempos de la indigencia se refugió
en asentamientos situados en los alrededores de la capital. Hubo planes de
emergencia para que esas personas no se desengancharan del sistema, primero con
procedimientos asistenciales, después con programas de autoconstrucción de
viviendas, de guarderías, policlínicas… Algunos de estos asentamientos se
legalizaron, dotándolos de servicios, y en la actualidad forman un paisaje de
barrios modestos, pero habitables porque sus dueños se han preocupado mucho en
mejorarlos. La tasa de desocupación, en la actualidad muy baja, contribuyó a
que, en una segunda etapa, estos grupos condenados en principio a la
marginación se incorporaran a la sociedad. Hay salario mínimo (en torno a 500
dólares), hay un sistema nacional de salud, hay mutualidades, jubilación, no
hay analfabetismo. El 98% de la población tiene agua potable y el 70% dispone
de una red de saneamientos públicos. De otro lado, y hablando de aspectos
tecnológicos, Uruguay es el principal
exportador de software de América Latina (la ocupación en el sector de la
tecnología informática es plena) y empieza a caminar con paso firme en los
avances biotecnológicos, muy ligados al sector agropecuario y a la
alimentación.
Piensa uno que quizá
fue este conjunto brevemente esbozado de conquistas económicas y sociales lo
que condujo a The Economist a declarar a Uruguay “País del Año por
su receta para la felicidad humana”. Si faltaba algo que coronara el pastel,
resulta que tenían un presidente, José Mujica, el
Pepe, que se atrevía
a llevar la vida que predicaba para los demás.
¿El panorama es
idílico? ¿El consenso es total? Desde luego que no. Las fábricas de celulosa,
por poner un ejemplo, han obligado a reforestar parte del país, que en su
conjunto es una llanura ligeramente ondulada, sin una sola elevación. La
reforestación, que afecta al 2% del territorio, se ha hecho fundamentalmente a
base de eucalipto, especie odiada por los ecologistas porque chupa mucha agua,
degrada el suelo y amenaza a la biodiversidad. Otra de las grandes iniciativas
del Gobierno Mujica, el de la minería de hierro a cielo abierto (el Proyecto Aratirí),
tiene también sus detractores que temen el impacto medioambiental. En cualquier
caso, los índices de popularidad de Mujica se mantienen en niveles más que
aceptables. También, con tantos matices como personas, la aprobación a la
gestión gubernamental. De hecho, pocos dudan de que el Frente Amplio vuelva a
ganar las elecciones cuando, dentro de un año, Mujica termine su mandato.
En resumen, que no es
lo que digamos nosotros, es lo que dice la realidad y refleja The
Economist.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Cogemos el autobús 116
para ir a Pocitos. Pocitos es un
barrio de Montevideo, no se apure usted, como si dijéramos Argüelles
en Madrid. Nos han dicho que allí venden pescado, lo que constituye una rareza.
Los montevideanos no toman pescado, pese a tener a su disposición un río y un
océano con las especies más variadas. Una despensa gigantesca que desestiman
porque ellos solo comen carne y pasta. Un día carne y otro pasta. Carecen de
una cocina propiamente dicha. No se podría decir “me gusta la cocina uruguaya”
porque tal cosa no existe. Hay días en los que sales del hotel y huele a asado
y días en los que huele a pasta. Si quieres ir a contracorriente, porque ese es
tu carácter, lo único que tienes que hacer es comer asado cuando huele a pasta
y comer pasta cuando huele a asado.
Pero nos habían dicho
que en el Mercado del Buceo, situado en Pocitos, no solo vendían pescado y
marisco, sino que había un restaurante especializado en productos del mar.
Cogimos, ya digo, el 116, que para usted es lo mismo que si hubiéramos dicho el
120, y nos pusimos en marcha. Apenas rebasada la línea del conductor había un
asiento especial, una especie de trono que parecía conferir cierta autoridad al
que se sentara en él. Lo ocupé, claro, como cualquier persona con complejo de
inferioridad, y en la siguiente parada se me acercó una señora que pretendió
pagarme. El conductor se echó a reír.
–Es que ese es el
asiento del cobrador –dijo–, pero está de vacaciones. De todos modos es un
puesto a extinguir.
–En España –dije yo–
los cobradores de autobús se extinguieron en el cuaternario.
Nos pusimos a hablar
de esto y de lo otro y enseguida se formó una tertulia muy agradable de cuatro
o cinco personas. En un momento dado, pregunté al conductor:
–¿Les permiten hablar
con los pasajeros?
–No, pero yo hablo
igual.
Les dije que en los
autobuses italianos hay un cartel en el que pone:“Vietato parlare con
l’autista”, pero no se rieron. Cuando estábamos llegando a destino,
sonó el móvil del conductor. Lo cogió, habló con alguien, quizá su esposa, y
colgó.
–¿Les permiten hablar
por el móvil? –pregunté.
–No, pero yo igual
hablo. Soy un delincuente, je, je.
El famoso restaurante
de pescado resultó ser una fritanga de tercera, pero Pocitos, situado en el
borde de una de las playas formadas por el río de la Plata, nos pareció un
barrio agradable, de clase media-alta. Lo que siempre hemos querido ser.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Esa noche, al llegar
al hotel, sonó el teléfono. Era de Presidencia del Gobierno. Mujica se sentía
indispuesto y había cancelado el viaje a Anchorena. Vaya por Dios, me dije
contrariado, y avisé a Jordi Socías, que renegó también de nuestra suerte.
Dudé si dormir con el
aire acondicionado y coger una bronquitis, o con la ventana abierta y que me
frieran los mosquitos. Elegí los mosquitos y al poco de cerrar los ojos me
despertó un picor intensísimo en el brazo. Me levanté, encendí la luz, me
coloqué las gafas, tomé un periódico e inspeccioné las paredes blancas de la
habitación en busca del bicho. Entonces reparé en la existencia de manchas
negras e irregulares, como test de Rochard incompletos, formadas por los
cuerpos de los mosquitos aplastados por anteriores huéspedes. Comprendí que en
aquel cuarto se habían producido verdaderas carnicerías. En esto, descubrí a mi
chupador de sangre, que era muy grande para insecto, aunque pequeño para
colibrí, y descargué sobre él todo el peso del periódico. Y de mi ira. Quedó en
la pared una mancha roja que con el paso de las horas se volvería negra. Al
meterme en la cama de nuevo, recordé un cartel que había visto ese día en el Cementerio
Central (uno de los
más importantes de Montevideo) en el que se solicitaba a los visitantes que no
dejaran agua en los recipientes destinados a las flores, pues el agua podrida
era un excelente caldo de cultivo para el mosquito del dengue. Calculé la
distancia que había desde el cementerio al hotel y no me pareció probable que
viniera de allí el que me había picado.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
El cambio de planes
por la indisposición de Mujica nos obligó a reorganizar nuestro viaje. Dando
por hecho que no volveríamos a encontrarnos con él, dedicamos los siguientes
días a patear Montevideo, a conocer el país, a hablar con la gente. El país se
conocía de muchas formas, por ejemplo, comprando tabaco. Jordi Socías y yo no
fumamos en España, pero en el extranjero sí. Tenemos la superstición de que en
el extranjero podemos ser castigados por otras cosas, pero no por fumar. En el
exterior de la primera cajetilla que compramos se veía la fotografía de dos
hombres que en realidad eran el mismo, aunque uno de ellos estaba sano y el
otro llevaba un tubo de oxígeno.
–¿En qué etapa de la
enfermedad estás? –le preguntaba el sano a su versión enferma.
Nada de “fumar mata” o
“fumar produce cáncer”, esa cosa directa al estómago, tan nuestra. Todo mucho
más sutil, más uruguayo, más portugués o gallego, si ustedes lo prefieren. Nos
aficionamos a comprar paquetes porque había multitud de variedades. En una de
ellas, una mujer joven y guapa se miraba en el espejo, donde aparecía una
versión de sí deteriorada por la quimioterapia.
–¿En qué etapa de la
enfermedad estás? – preguntaba de nuevo la mujer sana a la enferma con una
frialdad atroz.
Comprar tabaco era,
decíamos, una forma de conocer el país. También visitar las ferias o
mercadillos de Montevideo, la de Tristán Narvaja, por ejemplo, donde se
sucedían, una tras otra, una serie de librerías que combinaban sin problemas
las novedades editoriales con el libro antiguo o de ocasión. Si hubiéramos de
deducir el grado de cultura de los uruguayos de los títulos que figuraban en
los escaparates, diríamos que se trata de uno de los pueblos más ilustrados del
mundo. Si tuviéramos que deducirlo, en cambio, de la visita al zoo de
Montevideo, diríamos que el uruguayo es un tipo que no cree en el
sufrimiento de los demás, de los animales al menos. Jamás habíamos visto un
zoológico más triste, más enfermo, más parecido a una prisión medieval. Los
animales te miraban como si estuvieran condenados a cadena perpetua.
Aparte de fumar y de
visitar el zoo, viajamos por el interior en un coche alquilado, enfrentándonos
a tormentas tropicales en medio de las cuales el automóvil estuvo a punto de
naufragar en varias ocasiones. El interior de Uruguay es idéntico a sí mismo.
Vistos cien quilómetros, visto todo. Una penillanura cuyas suaves ondulaciones aumentaban,
dentro del coche, la sensación de ir en un barco más que en un automóvil. A un
lado y otro de la carretera, cultivos de soja, de maíz y de arroz, entre otros
cereales. De vez en cuando, un grupo de vacas o de ovejas. Podías hacer decenas
de quilómetros sin ver a un ser humano, sin descubrir una casa, un pueblo, una
gasolinera. Ello se debe en parte a que la densidad de población es muy baja
(no llega a 19 habitantes por quilómetro cuadrado, cuando en España, por
ejemplo, es de 93). Nos habría gustado llegar a la frontera con Brasil, pero el
tiempo lo hizo imposible.
–No sigan –nos dijeron
en un peaje–, el tiempo está muy bravo.
Como no nos podíamos
perder Punta del Este, lugar mítico de veraneo de los millonarios argentinos,
viajamos también hasta allí, pero resultó ser como Benidorm o cualquier otro
lugar turístico con una afición desmesurada al cemento. Decepcionante, aunque
previsible. Siguiendo la costa llegamos hasta José Ignacio, donde por fin
comimos un buen pescado. Nos dijeron que la costa se volvía más interesante
cuanto más se alejaba uno de las grandes aglomeraciones y era verdad. Pero
tuvimos que dar la vuelta antes de llegar a Punta del
Diablo.
La gente nos
preguntaba qué nos había parecido el Pepe y nosotros les respondíamos que qué
les parecía a ellos. Advertimos que la percepción que se tenía de Mujica fuera
no coincidía exactamente con la que se tenía dentro (nadie es profeta en su
tierra). Con las cautelas con las que conviene recibir cualquier
generalización, diríamos que las clases medias y altas intelectuales observaban
a Mujica con cierta condescendencia. Le agradecían que hubiera colocado a
Uruguay en el mapa, pero su forma de vivir les resultaba un poco pintoresca.
–Parece que tiene un
núcleo melancólico el loco –nos dijo una periodista para explicar el hecho de
que prefiriera la chacra al palacio presidencial.
En las clases altas,
en fin, no acababan de aprobar el hecho de que viviera humildemente ni de que
apareciera en las televisiones de medio mundo con los pantalones del chándal
remangados hasta la rodilla (tiene problemas de circulación y le alivia llevar
las piernas al descubierto). Nadie negaba desde luego las profundas transformaciones
sufridas, para bien, por el país bajo su mandato. Pero ponían pegas aquí o
allá, a veces de carácter económico, aunque le recriminaban también sus
fracasos en las reformas de la Administración y en la enseñanza, dos de los
pilares de su programa electoral. Se quejaban asimismo de la inseguridad,
aunque Socías y yo podemos atestiguar que en ningún momento, a ninguna hora, en
ninguna calle, tuvimos el mínimo percance, ni siquiera la sensación de que
podríamos tenerlo. Montevideo nos pareció una de las ciudades más
seguras del mundo, tan segura al menos como Madrid, Barcelona o cualquier otra
ciudad europea.
–El viejo –nos dijeron
algunos refiriéndose a Mujica– se ha creado un personaje y no hay manera de
saber cuándo habla el uno y cuándo el otro.
Nos pareció que la
admiración hacia Mujica crecía a medida que descendías en la escala social. De
la mitad hacia abajo gozaba de una reputación conmovedora. Lo veían como a uno
de los suyos y les parecía un signo de coherencia que aplicara a su vida el
grado de austeridad que predicaba para la de los demás.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
En estas, a media semana
recibimos una llamada de Presidencia del Gobierno. Nos dijeron que Mujica tenía
un gran disgusto por no haber podido cumplir su palabra de llevarnos a
Anchorena y que, si estábamos dispuestos, podríamos ir el viernes. El hecho de
que el presidente de la República se sintiera culpable por no haber cumplido la
palabra dada a dos periodistas españoles (o finlandeses, da lo mismo) parecía
insólito. ¿Sería una broma? Nos apresuramos a decirle que sí, claro, y quedaron
en recogernos a las 13 horas en el hotel. Desde allí iríamos a por el
presidente, que estaría en su chacra, viajaríamos hasta Anchorena (unas tres
horas), veríamos aquello con detenimiento y regresaríamos por la noche. El
programa era matador para un señor de 80 años que llevaba encima una dura
semana de trabajo. Desde cualquier punto de vista que lo observaras, aquella
actitud hacia nosotros resultaba de una generosidad sin límites.
El automóvil presidencial
resultó ser un Volkswagen de gama media sin ningún signo interno o externo que
delatara la condición de su ocupante. El chófer, mientras nos dirigíamos a la
chacra, nos dijo:
–El Pepe es como
nosotros, no esconde nada. Él va al supermercado, a la ferretería. Si tiene
ganas de comer un churrasco, va a la carnicería. Él hace los mandados, no tiene
servicio. Le pasa la escoba al piso. Le gusta conducir su Fusquita (un
Volkswagen Escarabajo muy antiguo).
–Como les había
prometido, vamos allá, sacamos unas fotos, tomamos un copetín y volvemos –dice
Mujica saliendo de su casa con la cara lavada y el pelo mojado, como si se
acabara de despertar de una siesta.
Anchorena, según nos
habían dicho, era una finca de más de mil trescientas hectáreas que un argentino
apellidado de ese modo regaló al Gobierno uruguayo con la condición de que
fuera la residencia de verano del presidente. El regalo incluía, entre otras
condiciones, que no se podía vender y que el presidente tenía que pasar en ella
unos treinta días al año. Todo esto había sucedido porque el tal Anchorena,
perteneciente a una de las familias más ricas de Argentina, se había subido un
día en un globo al otro lado del río de la Plata, en Buenos Aires, y había
aterrizado en el lado de acá, en Uruguay, allí donde el río San Juan desemboca
en el río de la Plata. El lugar le pareció tan hermoso que construyó en él una
casa inglesa de proporciones gigantescas, además de diversos anexos para el
servicio y los caballos. Trajo especies de todo el mundo y reforestó el lugar,
que en la actualidad es un hermoso parque natural.
Durante el viaje a
Anchorena, Mujica iba sentado en el asiento del copiloto; Socías, detrás del
conductor, con la cámara a punto. Yo, detrás de Mujica.
–¿Qué le pasó el
sábado anterior? –pregunté.
–Fui a pasar una
zanja. Llovía y me desgarré. Tomé unos remedios y me doy un aerosol.
Mientras viajábamos,
dijo que la lluvia les había “embromado mucho”. Nos contó que nació en una
chacra y que dedicó varios años de su vida a estudiar la ganadería de todo el
mundo para conocer lo que era la mayor riqueza de su país. Entonces suena el
móvil, un viejo Nokia, lo coge. “Hola, viejo”, contesta, “decile
que le voy a ver”. Cuelga. Dice que hacia los 17 o 18 años recibió clases de
don José Bergamín. Que hasta los 20 años leyó literatura y filosofía. Que
Bergamín le daba clases de composición literaria. Que luego se inclinó más por
las lecturas de carácter científico. Dice que su generación tiene a España como
una segunda patria, que leyeron mucho a la Generación del 98.
Y a Ortega. Dice que puso de ministro de Agricultura a un arrocero porque el
90% del agua corriente se la lleva el arroz. Que normalmente tienen problemas
de sequía porque el grueso del agua se va al mar. Que tienen que quitarle el
agua al mar y que eso es lo que hacen los arroceros. La soja, dice, es un
cultivo reciente.
–Aquí –señala un punto
del paisaje– se está haciendo una facultad de veterinaria.
Dice que los viejos
anarquistas lo primero que hacían era fundar una biblioteca y poner una
imprenta. Que entre 1900 y 1920 en Uruguay tuvieron mucha influencia los
anarquistas. Que luego dejaron el anarquismo, pero siguieron preocupados por la
cuestión social. Los anarquistas, añade, crearon los sindicatos.
–Mi padre –dice– murió
cuando yo tenía siete años. Vivía en una chacra muy pequeña, con mi madre. Pero
empezaron a morir las chacras y se construyeron barrios obreros. Era un paisaje
de overol y mameluco. Ahí empecé a politizarme. Después, en el Liceo, milité en
una agrupación libertaria. Nuestro lema era: “Que te echen del trabajo por
pelear, pero no por atorrante”. Los anarquistas modernos pelean por no
trabajar.
Dice que el año
pasado, cuando vino a
España en viaje oficial, y le llevaron a La Zarzuela para ver al
Rey, se dijo que aquello costaba un disparate. Que no se puede tirar la plata
de ese modo cuando hay tanta gente con necesidades. Dice que en la chacra de su
madre fundamentalmente cultivaban flores. Que en aquella época se cultivaba
mucha flor porque había mucho culto a los muertos. Insiste en que se puede
vender el aire, pero la tierra no. No hay mucha tierra así de verde en el
mundo, dice mirando a un lado y otro de la carretera. Que el petróleo se agota,
pero la tierra no se agotó nunca.
–Eso amarillo –dice
señalando las puntas de la planta de soja– es porque llovió tanto que se perdió
el nitrógeno. El nitrógeno es muy soluble en el agua.
Dice que a Juan Carlos
lo mató la foto con
el elefante muerto. Que lo de Corinna era más perdonable, pero que
lo del elefante fue horrible.
–¿Y de qué hablaron
durante aquella cena, en La Zarzuela? –pregunto.
–De la situación del
mundo –dice.
–¿Y emplearon muchos
lugares comunes?
–Los jefes de Estado
van al baño también. Son hombres.
–¿Se imagina al Rey de
España cenando en la cocina de su casa?
–Él quizá tendría
dificultades para comer en mi casa, pero yo no para comer en la suya. Yo
respeto y me siento a cualquier mesa, pero sé cuál es la mía.
Dice ahora que 3.000
quilos de soja por hectárea equivalen a 1.500 dólares en bruto.
–Valor neto –añade–:
500 dólares. Es rentable para un trabajo de cuatro meses.
Luego dice que creer
en el dólar es como creer en los Reyes Magos. Como si fueras a un tendero y te
midiera la tela con un metro de goma que pudiera estirar o encoger a su antojo.
Dice que aunque él es ateo, le da mucha importancia filosófica y política a la
religión.
–A mí –añade– ser ateo
no me ha creado ningún problema porque soy uruguayo. Batlle era un anticlerical
enorme, escribía dios con minúscula. Yo no soy anticlerical.
✶ ✶ ✶ ✶ ✶
Anchorena era mejor,
si cabe, de lo que nos habían contado. Era el paraíso. Había, en efecto, una
casa inmensa de principios del siglo XX, cuyas estancias se conservaban tal y
como habían sido construidas. La inmensa cocina te retrotraía, por su
decoración, a escenas novelescas de finales del XIX y los baños conservaban el
suelo y los sanitarios originales. El presidente Mujica nos conducía de una
estancia a otra con un gesto de incredulidad, como si, pese a haberla visitado
en tantas ocasiones, aún no se creyera aquel derroche. Cuando iba a pasar el
fin de semana con su esposa, se alojaban en una dependencia anexa, que en su
día debió de servir para los invitados, quizá para el servicio, a la que
llamaban “el hotelito”. Al pasar frente a un cuarto de baño, pregunto si puedo
utilizarlo y me dice con expresión de asombro:
–Puedes utilizar el
que quieras, ¡hay muchos!
Y añade:
–A la casa traemos a
gente como Bush,
la presidenta argentina… Luego se van, limpiamos y cerramos. Si algún día viene
el Rey de España, lo traeremos aquí.
Tras tomar un
refrigerio, Mujica se pone al volante de una especie de camioneta todoterreno
en la que montamos también Socías y yo, y nos perdemos por la enorme finca los
tres solos. Cada poco, se cruzan por delante del coche grupos de ciervos, los
hay a cientos, quizá a miles. La situación nos parece un poco delirante, la
verdad, ningún presidente de ninguna parte del mundo prescindiría de su
seguridad en un recorrido no exento de riesgos y con dos desconocidos a bordo.
En efecto, hay toda clase de árboles y de vegetación entre la que la camioneta
se desliza superando milagrosamente la maleza, los surcos, la tierra mojada por
las lluvias recientes.
En una de las paradas
que hacemos le pregunto cuánto dinero lleva encima.
El Pepe saca del
bolsillo de atrás del pantalón una vieja billetera:
–Veinte o treinta mil
pesos –dice echando un ojo al interior–. Yo hago los mandados y compro las
herramientas. No tengo tarjetas de crédito, lo pago todo al contado. Una vez,
hace años, fui a comprar una Vespa y me la querían vender a cuotas. Me di cuenta
de que lo que me querían vender no era la moto, sino el crédito. La pagué al
contado, pero no logré que me descontaran más de cien dólares.
La billetera del
presidente de la República está llena de papelitos con notas y números, quizá
teléfonos apuntados con urgencia. Observo que lleva también unos dólares.
–¿Y esos dólares?
–Ah –dice–, los llevo
por si las dudas, para cuando salgo al extranjero. Pero no me los puedo gastar
porque nada más bajarme del avión me llevan y me traen a todas partes. Deben de
ser los dólares más viajados del mundo. Han ido a
China, han vuelto, yo qué sé, han estado en todas partes.
Terminamos el viaje en
una pequeña playa de la costa del río de la Plata desde la que se ve a lo lejos
Buenos Aires.
Hay un pino arrancado
por el viento que sin embargo ha conseguido sobrevivir hundiendo sus raíces en
la arena.
–Parece mentira –dice
Mujica– que no cuidemos la vida, que es un paréntesis. Tenemos toda la
eternidad para no ser.
De regreso, nos enseña
las vacas y las instalaciones que se han construido para ellas, pues está
empeñado en convertir Anchorena en una finca productiva, de manera que con los
ingresos obtenidos se paguen los gastos de mantenimiento de la finca, en la que
trabajan unas veinte personas.
Terminamos la tarde en
Colonia, la localidad a la que pertenece Anchorena, y desde donde salen los
ferris para Buenos Aires, tomando una copa en la terraza de una cafetería. A
partir de ese instante, Mujica se convierte en una propiedad de la gente que se
acerca a él, lo besa, lo toca, le pregunta por Manuela (la perra tullida) o le pide que le
resuelva esto o lo otro. Mujica saca el teléfono y llama aquí o allá. Parece
que ha sacado la oficina fuera. La mesa de la cafetería se convierte en unos
instantes en la mesa de un despacho donde el presidente toma nota de todas las
solicitudes.
–Es muy importante
desacralizar la presidencia –dirá luego–. Esto tiene un sentido político:
acentuar el republicanismo. La distancia de los políticos con la gente está
creando mucho descrédito. Y la peor enfermedad es la de la gente que no cree en
su Gobierno. Cuando la gente dice: son todos iguales. Pues no.
Regresamos de noche,
agotados, en silencio. Creo que se duermen todos menos el chófer y yo. Cerca ya
de Montevideo, nos detenemos en un peaje donde no funciona el sistema
telemático. El chófer baja la ventanilla:
–Este es el coche
presidencial –le dice a la chica de la cabina–. Llevo aquí al lado al
presidente.
La chica dice que se
les ha caído el sistema, que no podemos pasar sin pagar. Mujica, que está
agotado, se inclina:
–Dejame pasar, querida –suplica.
La chica continúa
dudando, dice que tiene que consultar con su jefe. Al final, pagamos.
Unos minutos después,
dejamos al presidente en su chacra, donde no se ve ninguna luz, de modo que su
cuerpo se pierde enseguida en la oscuridad. Se lo traga la noche con sus
andares de anciano. Nuestro viaje ha llegado a su fin.
En la tapia del
Cementerio Central vi un día un grafiti, con pretensiones de epitafio, que
decía así:
“Ya
te conté”. Pues eso, ya te conté.
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