Los canarios tenemos un vínculo muy especial con Venezuela, de hecho la llamamos "la octava isla". Allí hay muchos canarios y descendientes de ellos, situación derivada de la gran emigración insular, en el siglo pasado, al país. Las noticias que se suceden en Venezuela son muy tristes y a uno le dan poco margen para ser optimista. Soy consciente que el Presidente Maduro fue elegido por las urnas, aunque vuela sobre su cabeza una interminable lista de fraudes electorales, a la par que esa mano dura sobre opositores, cadenas de televisión, periódicos, etc., que hacen parecer el país más una dictadura que una república democrática. Da la impresión que en la Venezuela de hoy si no eres Chavista estás sentenciado.
Esta mañana, desayunando, escuchaba a Maduro hablando en un mitin a las fuerzas armadas del país y, cómo no, la culpa de los males de Venezuela era... ¡de los americanos! Me recuerda al Presidente de nuestra comunidad canaria que siempre que puede le echa la culpa de todo a Madrid o a Rajoy, que tiene a Zapatero por el culpable de los males del mundo; en definitiva, el asunto es echarle la culpa siempre a alguien y seguir repitiendo ¡yo no he sido!. No crecemos, primero la culpa es de nuestros padres, políticamente siempre de los demás y, si me apuras, hasta del cha cha cha. Un país con petróleo e ingentes cantidades de materias primas, irremediablemente tocado por "la maldición de los recursos", con un presidente marioneta de otro difunto, populista hasta la risa y con una mano tan dura que da miedo. Venezuela, ¡quién te ha visto y quién te ve!
Juan Diego Flores.
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El Gobierno venezolano responde a
las protestas con un inédito derroche de saña y odio. Atrapado en sus clichés
ideológicos y asesorado por los cubanos, Maduro está condenado a fracasar como
presidente y como dictador
"Las armas deben reservarse
para el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten", sostenía
Maquiavelo. Después de su strip-tease represivo de febrero, pareciera
que Nicolás Maduro ha leído mucho Che Guevara y muy poco al estratega
florentino. O tal vez piense que ha llegado ya al último lugar.
El presidente venezolano no se
ahorró ningún recurso para atemorizar a los jóvenes manifestantes venezolanos y
convencerlos, por la fuerza, de que abandonen la calle. Incapaz de resolver sus
demandas concretas, el mandatario optó por el modus operandi de los dictadores
para intentar garantizarse una paz a la cubana, en medio de una debacle
económica y una incontenible epidemia criminal que auguran cada vez mayor
descontento y protestas.
El Gobierno desplegó todas las
fuerzas policiales, la Guardia Nacional, la Guardia del Pueblo y el Sebin
(inteligencia). Además echó mano de los autodenominados “colectivos”, grupos de
choque que han actuado en cooperación con la Guardia, especialmente después de
que les ordenara salir a defender la revolución.
Se han usado aviones Sukhoi para
intimidar a los combativos muchachos de San Cristóbal y tanques por docenas,
como si la Guardia Nacional estuviera combatiendo a terroristas de Al Qaeda y
no a veinteañeros armados, como mucho, con piedras y cócteles molotov. Día tras
día, la policía y los militares han prodigado una incesante lluvia de gases
tóxicos, aunque su uso en el control de disturbios está expresamente prohibido
por la Constitución venezolana, igual que el de armas de fuego como las que han
segado la vida de varias personas.
Maduro ordenó el arresto del
dirigente opositor Leopoldo López —ya sabemos cómo funciona la obediente
justicia venezolana—, su primer gran preso político, y una verdadera razia
contra los manifestantes, en la que han caído numerosos periodistas y algunos
desafortunados curiosos. Más de mil detenidos en un mes. Un récord que supera
los de la ola de saqueos de 1989, conocida como “El Caracazo”.
Desde el inicio de las protestas,
y seguramente para evitarnos la “zozobra”, el presidente ha ofrecido un nutrido
festival de censura que incluyó la salida del canal internacional NTN24,
amenazas a la agencia France Presse, un día de bloqueo a Twitter, la expulsión
y vejación de la principal presentadora de CNN en español y ataques a más de 70
periodistas venezolanos y extranjeros (cuatro al día, en promedio). Además de
desvaríos y mentiras olímpicas de miembros de su Gobierno que consumirían esta
página completa. Baste una anunciada por la televisión oficial: la captura de
ocho terroristas internacionales buscados por Interpol que acabaron siendo una
fotorreportera italiana y un transeúnte portugués.
Hemos visto —no por televisión,
obviamente, sino por YouTube o Twitter— brutalidad policial y abusos sin fin.
Cabezas pateadas por pesadas botas negras, mujeres golpeadas con cascos en la
cara por negarse a entregar sus móviles, huesos triturados por tacones
militares, ojos reventados por bombas lacrimógenas, cráneos fracturados por
fusiles y hermosos rostros desfigurados por descargas de perdigones a
quemarropa, como el de Geraldine Moreno, que no sobrevivió al encuentro con la
“gloriosa” Guardia Nacional, como la llamó Maduro poco después de su muerte.
Un voluminoso catálogo de
atropellos e irregularidades, seguido de excesos judiciales, documentados por
diversas ONG de derechos humanos, que han inflamado aún más a los
manifestantes. Solamente el Foro Penal Venezolano ha denunciado 40
escalofriantes casos de torturas y tratos crueles e inhumanos. Un derroche de
saña y odio desconocido para dos generaciones.
¿Por qué Maduro decidió cazar
pájaros con misiles? ¿Por qué no intentó sofocar las protestas a la manera de
su aliada, Dilma Rousseff, presidenta de Brasil? En principio, los
universitarios, acosados por la delincuencia en sus centros de estudio, donde han
robado salones de clase completos, solo demandaban seguridad y la liberación de
dos jóvenes detenidos en una manifestación en San Cristóbal.
¿Por qué no atendió el legítimo
reclamo? ¿Acaso le convenía escalar las protestas que han arrojado 23 muertos,
de distinto signo político, y más de 300 heridos? ¿Por qué muestra esas garras
ahora, cuando aún no cumple un año en la presidencia? ¿Hubo sectores en eso que
llama Dirección Político-Militar de la revolución interesados en que cruzara
esa línea? ¿Quizá su poderoso socio militar, el capitán Diosdado Cabello,
exgolpista y jefe de la Asamblea Nacional, tan empeñado en hacerle sombra?
¿Es realmente el presidente un
títere de Cuba dispuesto a asumir el coste político —y tal vez legal— de la
violación de derechos humanos? ¿A quién va dirigida su demostración de fuerza,
solo a la oposición?
Un hecho determinante en el
trágico final de la protesta pacífica del 12 de febrero no ha sido
suficientemente aclarado. De no haber sido por los disparos de agentes del
Servicio de Inteligencia Nacional (Sebin) —que mataron a dos personas cuando la
marcha convocada por López había concluido—, no hubiera habido otro muerto más
esa noche, 23 heridos y 30 detenidos. Cinco días después, Maduro señaló que los
funcionarios incumplieron sus órdenes de acuartelarse ese día. Si es cierto, ¿a
quién obedecían entonces? ¿O es que tan solo tenían sed de matar? Todos estos
días han transcurrido en esa misma oscuridad.
El cinismo, las mentiras, la
criminalización de las protestas y de los manifestantes, la vileza de negar o
minimizar las violaciones a los derechos humanos antes de investigar y, por
último, la brutalidad judicial con que se castiga a los detenidos han provocado
una honda arrechera: esa indignación extrema tan venezolana que
durante un mes el Gobierno se ha dedicado a alimentar con gran esmero.
Sin duda, se ha producido una
profunda falla telúrica en Venezuela. Con febrero se ha ido lo poco que quedaba
de democracia, más allá del puro ejercicio electoral.
Tras un mes de incesantes
protestas y dura represión, la dirigencia opositora —afectada con la
persecución política contra López y su partido— tiene por delante el reto de
encauzar esa indignación, que por momentos parece haberles desbordado; retomar
una sola línea de acción y ofrecer esperanzas a esos jóvenes escépticos, que se
sienten exiliados en su propio país y por eso luchan con tanto coraje.
Han hecho bien en condicionar el
diálogo con el Gobierno conscientes de que las revoluciones no dialogan, se
imponen.
La poca legitimidad que tenía el
presidente para la mitad de la población que votó por la oposición se ha
desvanecido completamente. Para esos millones de venezolanos, Maduro es hoy un
esbozo bastante acabado de dictador. No un hombre fuerte. Nunca lo será. Más
bien un hombre débil, necesitado de la fuerza para infundir miedo en un
contexto que augura calles más calientes. Uno de mirada insegura, por más que
se empeñe en rugir.
Probablemente por eso se ha
valido de los temibles “colectivos”, tan parecidos a los Tonton Macoute
haitianos, a los Batallones de la Dignidad panameños, a las Brigadas de
Respuesta Rápida castristas. Pero sabe que la represión no resolverá los graves
problemas de Venezuela.
El país podrá estar divido
políticamente, pero no en la pérdida de calidad de vida. Todos padecen por
igual la inseguridad, la escasez, la inflación, la devaluación y la crisis
hospitalaria. No por diversión suenan las cacerolas en los barrios, donde los
muchos descontentos todavía no se atreven a protestar por las amenazas de los
paramilitares.
Atrapado en sus clichés
ideológicos y asesorado por los cubanos, Maduro está condenado a fracasar como
presidente. No solo arrastra una economía disfuncional y un pesado legado de
corrupción, sino que se ha atado al mismo Gabinete hipertrófico que condujo a
la nación con las mayores reservas de petróleo a la catástrofe económica.
Quizá por eso se ha precipitado a
usar la represión antes que otros medios. Tal vez, en el fondo, piensa que es
la única manera de gobernar a los insumisos venezolanos en medio de tanta
ineficacia. Sin embargo, Nicolás Maduro corre el riesgo de fracasar también
como dictador. Paradójicamente, se ha metido en una olla a presión en la que se
cocina mientras hay gente en su entorno que parece interesada en avivar el
fuego.
Cristina Marcano es
periodista y escritora. Ha publicado, junto a Alberto Barrera Tyszca, Hugo
Chávez sin uniforme. Una historia personal (Debate), una biografía del
expresidente de Venezuela.
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