Protagonistas de su caída
política dentro de UCD no tienen el más mínimo recato, mientras que algunos
estrechos colaboradores huyen del primer plano.
JUAN ANTONIO BLAY Madrid 24/03/2014
18:08 Actualizado: 24/03/2014 19:59
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"¡Si Suárez levantara la
cabeza!". La exclamación la han proferido casi al unísono un ujier y un
camarero del Congreso de los Diputados, ambos testigos directos de la actividad
parlamentaria durante la Transición, tras escuchar algunas de las declaraciones
realizadas en el patio de la Cámara Baja una vez ha finalizado el acto
estrictamente institucional y los reyes han abandonado la sede parlamentaria.
En su memoria reverdecían pasajes
que no casaban con lo que escuchaban en boca de algunos declarantes. Uno de
ellos, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, es identificado como el activista
principal para derrocar a Adolfo Suárez como líder del partido Unión de
Centro Democrático (UCD) durante su segunda legislatura y propiciar la
desestabilización del Gobierno que presidía sin mayoría absoluta tras la
aprobación de la Constitución, a partir de marzo de 1979. Esta misma mañana, a
escasos metros de donde estaba colocado el féretro, Herrero y Rodríguez de
Miñón se ha deshecho en elogios. "Figura histórica y las figuras
históricas no desaparecen nunca", ha dicho entre otras loas.
"Fue capaz de lograr
acuerdos y consensos; su legado es múltiple", ha dicho en otro momento de
su breve comparecencia ante los medios de comunicación. Consciente del tirón
mediático que todavía mantiene como uno de los padres de la
Constitución, el exdirigente de UCD que acabó desertando de su grupo
parlamentario para integrarse en UCD en 1982 se ha explayado en comentarios
elogiosos.
Sin embargo, periodistas
veteranos y diversos políticos no han podido evitar el recuerdo de los
convulsos momentos que vivió el expresidente Suárez como consecuencia de las
guerras internas entre las familias de UCD, coalición convertida en
partido político para afrontar las primeras elecciones generales tras la
entrada en vigor del texto constitucional. Herrero y Rodríguez de Miñón fue uno
de los instigadores de las trifulcas internas desde su privilegiado puesto de
portavoz parlamentario en los años 1980 y 1981. Estas peleas internas, junto a
otros factores como la presión de los militares franquistas y del sector más
conservador de la Iglesia católica, fuerondeterminantes para la dimisión de
Suárez como presidente del Gobierno.
Dos semanas antes de su dimisión,
la celebración del II Congreso Nacional de UCD, celebrado en Palma de Mallorca,
fue el detonante pese a que el duro enfrentamiento interno entre las familiascentristas
se dilucidó con la victoria de uno de sus aliados, Agustín Rodríguez Sahagún,
frente aLandelino Lavilla, cabeza visible del sector democristiano que formaba
parte del ala derecha de la formación centrista.
Precisamente Lavilla fue otro de
los artífices del "calvario" --expresión de un antiguo
correligionario de Suárez en UCD que luego le siguió al CDS-- que tuvo que
sufrir por los ataques desde sus propias filas partidarias. "Cuando conocí
el fallecimiento de Adolfo Suárez sentí una sensación de desgarramiento interno
similar a la que experimenté cuando su hijo me contó los detalles de su
enfermedad", ha dicho Lavilla esta mañana a los periodistas tras visitar
la capilla ardiente tras su excompañero Herrero y Rodríguez de Miñón. Y ha
añadido una reflexión personal: "Es posible que con su desaparición estén
llegando a su final muchas cosas. Deja en mí un sentimiento muy profundo".
Lavilla también es identificado
como uno de los impulsores de la muerte política de Suárezal frente
del Gobierno y de UCD. Los ataques del sector democristiano que encabezaba
Landelino --así, con el nombre propio, era reconocido--, desde su privilegiada
posición de presidente del Congreso de los Diputados, fueron muy fuertes para
oponerse a la ley de divorcio que, finalmente, fue aprobada.
Este sector también presionó para
mantener vínculos particulares desde las instituciones con el catolicismo. Tras
la salida de Suárez de La Moncloa y del Gobierno se enfrentó, ya como líder del
CDS, a Landelino Lavilla en los comicios generales de octubre de 1982 para la
Presidencia del Gobierno. Lavilla cosechó un estrepitoso fracaso al obtener
sólo 11 escaños, mientras que el expresidente logró un acta de diputado junto
con su compañero y amigo Rodríguez Sahagún, ambos por Madrid. Aquella campaña
fue muy dura entre los antiguos correligionarios y Lavilla y los restos de
UCD, se emplearon a fondo para descalificar a Suárez cuando el ganador de
aquellas elecciones fue el PSOE con Felipe González como cabeza de cartel.
Pero entre los halagadores en la
capilla ardiente también ha estado el expresidente del Gobierno José María Aznar,
político con el que Suárez mantuvo duros enfrentamientos en la
campaña para las elecciones generales de octubre de 1989 que, a la postre,
conllevó dos años después el hundimiento definitivo como opción electoral del
CDS y de la carrera política del expresidente fallecido. Años después, sin
embargo, hubo un acercamiento entre ambos, ya que su hijo mayor fue candidato
del PP a la Presidencia de Castilla-La Mancha en las elecciones autonómicas de
2003, que perdió ante el socialista José Bono.
Choque brutal con Fraga
Pero antes de esa confrontación,
en la que Aznar y el Partido Popular trataron de forma displicente al CDS y a
su cabeza de lista, en la campaña para los comicios de junio de 1986 el choque
con Fraga, que era cabeza electoral de la llamada Coalición Popular (Alianza
Popular, Partido Democrático Popular y Partido Liberal) fue brutal. Suárez
tuvo entonces enfrente a muy significados antiguos compañeros.
Por la capilla ardiente han
pasado también viejos correligionarios que se mantuvieron fieles a su
liderazgo. Sin duda el más significativo de ellos ha sido José Ramón Caso,
portavoz del grupo del CDS tras el resurgir de esta formación en las elecciones
de 1986 (obtuvo 19 escaños). Junto con Caso ha acudido a la capilla un pequeño
grupo de compañeros en el CDS como Rafael Martínez Campillo y Antoni Fernández Teixidó,
entre otros, pasadas las cuatro de la tarde. "No queremos ningún tipo de
protagonismo. Todos venimos a testimoniar a la familia nuestro afecto personal
por Adolfo Suárez", ha dicho Martínez Campillo a Público.
Uno de los ministros más cercanos
a Suárez, Jaime Lamo de Espinosa (lo fue de Agricultura) también ha estado
presente de forma discreta. "La verdad es que de aquella época quedan ya
muy poquitos y la mayoría deben tener achaques; ahora ya no estarán para
las guerras internas que le plantearon a Suárez. O tal vez tengan vergüenza de
acercarse por aquí", ha dicho el ujier a primeras horas de la tarde.
"A lo mejor vienen ya de noche", ha apostillado el veterano camarero.
Un buen franquista y un gran
demócrata
ANTONIO AVENDAÑO / 24 Mar
2014
Un buen franquista y un gran
demócrata. Un franquista normal y un demócrata de excepción. Si el franquismo
hubiera pervivido, Adolfo Suárez habría sido un gran ministro de Franco: menos
franquista que un Carrero Blanco o incluso que un Fraga, pero franquista al
cabo. El azar, o quién sabe si la necesidad, le encomendó la inverosímil tarea
de desmontar el franquismo y montar una democracia y eso es lo que hizo.
Suárez es hijo del franquismo y
la democracia es hija de Suárez; por tanto, la democracia es nieta del
franquismo. Ese silogismo es algo más que un juego de palabras: es una
descripción genealógica y es también taxonomía política. Suárez era hijo de
Franco y nosotros somos hijos de Suárez, lo cual nos hace nietos de Franco. La
democracia española es nieta de una dictadura. La democracia española mató al
padre, pero no al abuelo. Se apresuró a matar a Suárez, pero nunca se atrevió a
matar a Franco, que permanece enterrado con todos los honores en un sepulcro
literalmente faraónico. En el Valle de los Caídos no yace solo Francisco
Franco: yace también la España que no fue capaz de matarlo.
La muerte de Franco y la
instauración de la democracia fueron casi instantáneas, sin solución de
continuidad: de algún modo, todo quedó en familia. Aquella forma de hacer las
cosas, cuyo artífice principal fue Suárez aunque no solo él, hizo que no nos
matáramos de nuevo los unos a los otros, pero hizo también que no ajustáramos
cuentas con el pasado.La democracia simuló que no era nieta de quien era, simuló
que no tenía pasado. En cierta medida es lógico que así fuera: se trataba de un
pasado, primero, demasiado atroz y, segundo, con demasiados cómplices.
La sincera unanimidad en el
reconocimiento póstumo de la figura de Adolfo Suárez no se debe únicamente a
las virtudes políticas –la ductilidad, el olfato, la audacia, la simpatía, el talento–
del primer presidente de la democracia, que sin duda las tuvo. Se debe también
al hecho de que Suárez somos todos. Al salvarlo a él nos estamos
salvando a nosotros. Suárez fue un demócrata sincero, pero también había sido
un franquista sincero. España es una democracia sincera, pero no fue una
dictadura hipócrita. La complicidad –sociológica, sí, pero no solo sociológica–
de una gran mayoría del país con Franco y con el franquismo es imposible de
borrar y problemática de administrar.
El país, sin duda, fue demasiado
franquista durante demasiado tiempo como para sentirse orgulloso de su pasado,
pero hay que reconocerle que dejó fulminantemente de serlo a la primera oportunidad
que se le presentó. Hacia 1977 Adolfo Suárez era el político que más se
parecía a España: un buen franquista dispuesto a ser el mejor demócrata. Fue
tan buen demócrata que a todo el mundo se le olvidó que había sido franquista.
Durante muchos años, un cuarto de siglo tal vez, España simuló no haber
sido nunca franquista y por tanto estaba de más ajustar cuentas consigo misma y
con su pasado, pero lo cierto es que cuando, ya bien entrado el siglo XXI,
intentó de verdad ajustar esas cuentas con el pasado la tarea se reveló no ya
extremadamente complicada, sino cargada de riesgos.
En los obituarios de Suárez se
recuerda más, muchísimo más su etapa demócrata que su etapa franquista. Es
natural que así sea. Y es justo que así sea. Pero además de natural y de justo,
es muy oportuno que así sea: nos viene bien a todos que así sea. Simulamos
que Suárez apenas tuvo un pasado franquista, del mismo modo que simulamos no
haberlo tenido nosotros como país. Pero si, personal y políticamente,
Suárez logró redimirse de su pasado, España no ha logrado, en cambio, redimirse
del todo del suyo. Es más: la derecha española, que tanto odió por cierto a
Suárez, no cree que haya nada de qué redimirse. La izquierda también lo odió o
al menos lo combatió con gran dureza, pero por razones opuestas. La
derecha lo odió por haber dejado de ser franquista y la izquierda lo despreció
por haberlo sido. Al final, el odio de la una y el desprecio de la otra
convergieron en un sincero respeto y consideración, favorecidos ambos por su retirada
política primero y por su enfermedad después, pero no solo por ellas. La
derecha y la izquierda han acabado reconociendo que Suárez hizo un buen trabajo
con España y, desde luego, un buen trabajo con el propio Suárez. No está claro
que cualquiera de las dos pueda decir algo parecido de sí misma.
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