No sería fácil elegir por sorteo mandatarios tan incultos y cínicos como algunos que hemos padecido.
Javier Cercas, 20.01.2024
En una magnífica novela de Bruno Arpaia titulada Il fantasma dei fatti, sir d’Arcy Osborne, embajador británico ante el Vaticano, escribe en 1943: “Los principios y las reglas de la democracia son extraños a la naturaleza del pueblo italiano. La gran masa de los italianos es individualista y políticamente irresponsable, y se preocupa sólo de sus problemas económicos más inmediatos. Mussolini tenía razón al decir que los italianos han sido siempre pobre gente”.
Estas palabras son un ejemplo excelso de un cierto supremacismo británico, pero, Mussolini aparte, prefiguran otras casi idénticas que muchas luminarias pronunciarían más tarde en lugares donde, como la Italia del final de la guerra, se planteaba la posibilidad de instaurar una democracia: en la España de la agonía de Franco, en la Latinoamérica que en los años ochenta empezaba a librarse de las dictaduras militares, en los países del este de Europa que, poco después, intentaban emerger de más de medio siglo de comunismo, o durante la Primavera Árabe. Es cierto que algunas de esas revoluciones democráticas se frustraron, o triunfaron sólo a medias; también es cierto que, en realidad, nadie está preparado para la democracia. Ésta no es un don, o una gracia; es una conquista cotidiana, muy exigente: la prueba es que basta con darla por descontada para ponerla en peligro. Lo natural, desengañémonos, es la sumisión: ser libre cuesta un esfuerzo tremendo. Siempre ha sido así, pero ahora, lejos ya del optimismo de principios de siglo, cuando la democracia parecía el único horizonte político posible (eso era el famoso “fin de la historia” de Fukuyama), la evidencia se ha vuelto flagrante. De un lado porque, a raíz de la crisis de 2008, a la democracia le ha salido un competidor encarnizado: esa forma de autoritarismo que llamamos nacionalpopulismo; de otra, porque las democracias presentan síntomas de fatiga, si no de agotamiento. La democracia necesita con urgencia renovarse, y sólo puede hacerlo de una forma: con más democracia. Es lo que propone la lotocracia, un tipo de democracia que defiende la elección por sorteo de nuestros representantes políticos; no es una panacea, pero, como escribí hace poco en esta columna, gestionada de manera inteligente, cautelosa y progresiva —lean Contra las elecciones, de David van Reybrouck—, puede contribuir a una regeneración política permanente y convertirse en un antídoto contra el enloquecimiento provocado por el poder, en un acicate para que todos nos responsabilicemos de lo que es de todos y, tal vez, en la única esperanza verosímil de que la ensuciada palabra democracia recupere su limpio significado primigenio: poder del pueblo. “¿Entonces vamos a elegir por sorteo a nuestro presidente del Gobierno?”, se burlarán de inmediato los políticos profesionales, aterrados ante la perspectiva de quedarse sin empleo; la pregunta recuerda otras que se formulaban hace siglo o siglo y medio: “¿Entonces vamos a permitir que el voto de un catedrático cuente lo mismo que el de un obrero?”; o mejor: “¿Entonces vamos a permitir que voten también las mujeres?”. La lotocracia no propone que el presidente del Gobierno se elija por sorteo (ni suprimir las elecciones, ni los políticos elegidos en elecciones —que convivirían con los elegidos por sorteo—, ni siquiera los partidos políticos, nudo gordiano de la democracia actual), pero reconozcamos que no sería fácil elegir por sorteo mandatarios tan zoquetes, incultos y cínicos como algunos que hemos padecido.
¿Una utopía, la lotocracia? No más de lo que lo era hace poco el sufragio universal. Sir d’Arcy Osborne se quedaba corto: todos, y no sólo los italianos, tendemos a la irresponsabilidad; es una tendencia suicida, que se contrarresta adquiriendo cada vez más responsabilidad. En eso consiste la lotocracia: en abrir de manera progresiva pero imparable la gobernanza a los gobernados con el fin de construir un sistema más legítimo, igualitario, justo y eficaz, y de acercarnos poco a poco al ideal aristotélico: que los ciudadanos seamos alternativamente gobernantes y gobernados. Y en eso debería consistir, creo yo, la próxima revolución.
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