Asistí ayer a la misa de duelo por el fallecimiento de la madre de una amiga. Al cruzarnos en la entrada me dijo: hoy me toca a mi; le di un beso, un abrazo y entramos en la iglesia.
La misa, un tostón inconmensurable, cantada (bueno, horrorosamente cantada por el cura, un órgano desafinado y un coro de señoras pías a la zaga), tuvo su guinda durante el sermón del susodicho, un absurdo cincunloquio sobre Jesús y el templo que era su cuerpo y a la vez el nuestro; templo, dios, cristianos y venga a empezar de nuevo. Claro que este rollo ininteligible sobre templos y cuerpos compartidos no sirvió de mucho porque, al acabar la misa, el cura avisó por megafonía que los saludos y pésames se dieran fuera de la iglesia, o sea, ¡a la puta calle todos!
La iglesia, el templo o como lo quieras llamar, se parece cada vez más al reloj de Manolo Vieira, que era de oro un día sí, un día no.
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