Si bien los arquitectos nunca fuimos médicos, hubo un tiempo, en los siglos pasados, muchos parecen, muchísimos, donde nuestra profesión tenía prestigio, cierto prestigio, nada especial, no nos vamos a engañar, sólo un poquito, dejémoslo ahí. Ese prestigio nos daba un halo de respetabilidad y, a veces, hasta un buen coche.
Los años fueron sucediéndose, llegaron las crisis y las universidades privadas y la profesión acabó moribunda, escuálida; estudios cerrados -las estadísticas llegaron a contabilizar hasta un 70% en toda España-, depresiones, cambios de trabajo, lo que coloquialmente se conoce como buscarse la vida, y hasta suicidios, que los hubo como las meigas.
Una de las salidas recurrente, cuando aún se podía, fue trabajar en la Administración, ora en Oficinas Técnicas Municipales, ora en Cabildos. Incluso en estos lugares el arquitecto seguía siendo alguien: ¡es el arquitecto! El arquitecto, jajaja. ¡Qué tiempos aquellos!
Hoy casi podemos vislumbrar el final de la carretera, como si viviésemos dentro de la novela de Cormac McCarthy, quién nos lo iba a decir. Nos examinan los aparejadores, nos examinan los abogados, nos examinan los políticos y hasta nos acaban examinando los ciudadanos, los periodistas, los youtubers y hasta spm nos examina.
Atrás quedaron los tiempos de Shangri-La donde todo comenzaba con un "Visto informe del Arquitecto... bla bla bla". Horizontes perdidos, sin duda. Hoy nada empieza igual, el miedo y la burocracia han ganado la partida. ¿Y nosotros? RIP.
Perdido irremisiblemente el poco romanticismo de la profesión y no hablemos del funcionariado, nos queda únicamente ver caer las hojas en otoño en busca del tiempo perdido y con los ojos clavados en el día D, la jubilación, si es que llegamos.
♫
Samuel Barber, *Adagio for Strings, Op.11
No hay comentarios:
Publicar un comentario